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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (2 page)

—¡Una broma de niñera! —Gruñó la frase soltando una fina nube de saliva.

—Albertine se durmió —dijo Yngvar con abandono—. Se recostó en el sofá una vez que Kristiane se había acostado. ¿Qué otra cosa podía hacer? Para eso estaba aquí. Kristiane conoce bien a Albertine. No podíamos esperar que hiciese otra cosa que lo que se le pidió. Se retiró de la mesa con Kristiane después del postre y vino a la habitación. Lo que pasó fue un accidente. Sólo un accidente, tienes que aceptarlo.

—¿Accidente? ¿Es un accidente que una criatura como... Kristiane logre atravesar una puerta de hotel cerrada sin que nadie se percate? ¿Que la niñera, a quien por otro lado Kristiane no conoce aún más que como para llamarla «señora», durmiese tan profundamente que la niña creyó que estaba muerta? ¿Que la niña haya empezado a ir de aquí para allá en un edificio lleno de gente? ¡De gente borracha! Y que luego salga confundida, a la calle y en medio de la noche, sin ropas, sin zapatos y sin...

Se llevó las manos a la cara y sollozó con fuerza. Yngvar dejó la silla y se sentó pesadamente a su lado, al borde de la cama.

—¿No podríamos, simplemente, acostarnos? —preguntó en voz baja—. Mañana lo veremos todo con más claridad. Al fin y al cabo todo ha salido bien. Alegrémonos por eso. Vamos a dormir.

Ella no contestó. La espalda encorvada temblaba con cada aspiración.

—Mamá.

Se secó la cara rápidamente y se volvió hacia su hija con una sonrisa amplia.

—¿Dime, mi vida?

—A veces soy totalmente invisible.

Se podían escuchar las risas que procedían de la entrada. Alguien gritó: «¡Salud!», y una voz masculina preguntó dónde se encontraba la máquina de hacer hielo.

Inger Johanne se recostó con cuidado en la cama. Acarició despacio el cabello rubio y fino de la niña y acercó su boca al oído de su hija.

—No para mí, Kristiane. Nunca eres invisible para mí.

—Sí, sí —dijo Kristiane, y rio brevemente—. También para ti. Soy la niña invisible.

Y antes de que su madre pudiese protestar, en el momento en que las campanas del Ayuntamiento anunciaban que otra media hora de ese vigésimo día de diciembre había pasado, Kristiane se durmió profundamente.

Una habitación con vistas

En cuanto el campanario del Ayuntamiento anunció que eran las tres y media, decidió que ya era suficiente.

Estaba de pie frente a la ventana y observaba el paisaje.

Que no era gran cosa.

Diez horas antes, la nieve caía espesa sobre Oslo, y limpiaba la ciudad y la volvía luminosa. Se había sumido en el trabajo con tanta intensidad en el silencio vacío de la oficina que no reparó en el cambio de tiempo. Debajo de él, la ciudad yacía oscura y sin contornos. Aunque no llovía, el aire estaba tan húmedo que los vidrios de las ventanas goteaban. Apenas podía adivinarse la fortaleza de Akershus, como una sombra vaga al otro lado de la bahía. Las grises y perezosas olas de espuma eran todo lo que indicaba que la superficie negra entre el muelle del ayuntamiento y Hurumlandet era de hecho el fiordo y el mar.

Pero las luces eran bellas; a través de las ventanas húmedas, las lámparas de la calle y las farolas parecían pequeñas estrellas brillantes.

Todo estaba preparado sobre el escritorio.

Los regalos de Navidad.

Un crucero por el Caribe para su hermano, su hermana y sus familias. Ciertamente en uno de los buques de la empresa, pero, de todos modos, era generoso.

Una joya para su madre, que esa Nochebuena andaría por los sesenta y nueve y nunca se cansaba de los diamantes.

Un helicóptero a control remoto y una nueva tabla de esquiar para su hijo.

Nada para Rolf, tal como acordaban siempre e invariablemente lamentaban.

Y veinte millones para caridad.

Eso era todo.

Obtener los regalos personales fue una cosa rápida. Le había llevado poco menos de media hora con su joyero habitual en Ámsterdam, en noviembre; después, una vuelta por el centro comercial de Boston, la misma semana, y veinte minutos con el ordenador ahora, por la noche, para componer una nota simpática con que acompañar los regalos de su familia política. La página de Internet de la empresa estaba llena de atrayentes fotos de Martinica y de Aruba, y la composición salió bien y con el justo toque personal, una vez que hubo logrado poner a toda la parentela a bordo del
MS Princess Ingrid Alexandra
bajo la brisa del amanecer.

Lo que le llevó tiempo fue el dinero de la beneficencia.

Marcus Koll junior ponía el alma en cada donación. Repartir regalos caritativos era su propio regalo de Navidad. Siempre le hacía sentirse bien, además de recordarle a su abuelo. El anciano, que era lo más cerca que el pequeño Marcus había estado de Dios, le planteó en una ocasión: «Un hombre ayuda a otro en su necesidad y reclama el reconocimiento que se le debe. Otro hombre ayuda a otro que lo necesita, pero no se lo dice a nadie y nunca recibe un agradecimiento. ¿Cuál de ellos es mejor persona?».

A los diez años contestó que el primero era el mejor, y desde entonces lamentó su respuesta. Marcus mantuvo su punto de vista durante mucho tiempo: la intención del que da no era lo importante. Lo que contaba eran los resultados. Diez era mejor que uno. El anciano había argumentado prolongadamente lo contrario y continuó haciéndolo hasta que el joven cambió por fin de opinión, a los quince años. Al abuelo le sucedió lo mismo. La discusión siguió así hasta que Marcus Koll senior murió a los noventa y tres años, y dejó tras de sí una prolija vida, ordenada en una carpeta gris verdoso con el logotipo NSB. Los papeles mostraban que a lo largo de su vida adulta había donado siempre el veinte por ciento de sus ingresos. No el diez, como solía ser norma entre los empresarios, sino el veinte. La quinta parte del sueldo de toda la vida del abuelo había sido su regalo a los que vivían en peores condiciones que él.

Marcus junior hojeó la carpeta el día en que enterraron a su abuelo. Fue un viaje en el tiempo a través de los acontecimientos más oscuros del siglo XX. Ahí estaban los recibos de dinero enviado antes del fin de la guerra a las viudas pobres, a los niños judíos después. A refugiados húngaros en 1956. Redd Barna, una asociación noruega de beneficencia dedicada a los niños, había recibido una pequeña contribución mensual desde 1959, y el abuelo realizó generosas donaciones para obras de ayuda en la mayoría de las catástrofes acaecidas a partir de 1920: desde naufragios sucedidos entre las dos guerras, pasando por la hambruna en Biafra y, sin pausa, hasta el tsunami en el suroeste asiático. Falleció sólo cinco días después del maremoto, en la Nochevieja de 2004, pero alcanzó a arrastrarse hasta la oficina de correos de Toyen para enviar cinco mil coronas a Médicos Sin Fronteras.

Como conductor de locomotoras con una esposa en casa, cinco hijos y luego catorce nietos, no pudo resultar fácil reducir la bolsa salarial, o la pensión subsecuente, año tras año. Pero nunca obtuvo reconocimiento por lo que hacía. Los montos se pagaban ante las ventanillas de diferentes oficinas de correos, todas lo suficientemente lejos del apartamento del edificio de ladrillos en Vålerenga, como para que nadie lo reconociera. El donante era siempre anónimo, aunque la firma lo delataba.

No es que el abuelo hubiera ayudado a otra persona sin el menor reconocimiento, es que había ayudado a miles.

Igual que su nieto.

La contribución del joven Marcus Koll a las organizaciones de ayuda e investigación era de una escala muy diferente a la del anciano. No podía ser de otro modo. En sólo unas semanas, él ganaba más de lo que su abuelo había ganado durante toda su larga vida. De todas formas estaba convencido de que la alegría de dar era exactamente la misma para ambos, y de que, en realidad, no existía una respuesta al acertijo moral de su abuelo. Compartir no era una cuestión de nobleza de espíritu para ninguna de las dos generaciones de Marcus Koll. Se trataba simplemente de estar en paz con sus propias vidas. Y así como su abuelo se permitió la pequeña vanidad de dejar que su nieto supiese lo que había hecho, una vez que todo estuvo hecho y que la discusión estaba definitivamente muerta, el joven también decidió llevar a cabo un cuidado manejo de sus donaciones. Se hacían con toda discreción, a través de varios eslabones que hacían imposible que los destinatarios identificasen al donante. El dinero era un regalo personal, no provenía de ninguna de sus empresas; procedía de sus ingresos, sobre los que se descontaban impuestos antes de que distribuyese los donativos a través de canales que solamente él conocía. Y sólo el más joven Marcus Koll, que cumpliría ocho años dentro de dos meses, sabría alguna vez lo que había ocupado a su padre cada noche antes del último domingo de Adviento, desde que había cumplido treinta y cinco años.

Le daba paz. La paz que precisaba.

El corazón latió demasiado rápido.

Caminó de arriba abajo por el cuarto. No era especialmente grande, no reflejaba todo el dinero que se generaba en el viejo escritorio de roble. Es cierto que Marcus Koll junior recibía en Aker Brygge, en lo que un par de crisis financieras atrás había sido un domicilio muy apropiado. Pero al cabo de un tiempo la zona había perdido valor. A él no le importaba.

Se llevó las manos al pecho y trató de respirar despacio. Los pulmones tenían su propia voluntad, se hinchaban buscando aire demasiado deprisa, demasiado superficialmente. Se quedó de pie, clavado en el suelo. No podía moverse. Sintió que estaba a punto de morir. Notaba pinchazos en las puntas de los dedos. Tenía los labios entumecidos y el entorpecimiento de la boca le secaba la lengua hasta deformarla. Tenía que respirar a través de la nariz, pero la tenía tapada; había dejado de respirar y moriría al cabo de pocos segundos.

Se vio tal como había leído que sucedía y como se había visto en tantas ocasiones antes. Se encontraba frente a su propio cuerpo, un poco de costado, en el centro de una perspectiva de pájaro, y veía a un hombre de cuarenta y cuatro años, de corta estatura y con bolsas debajo de los ojos. Podía oler su propio terror.

Le sobrevino una violenta oleada de calor que hizo posible que se liberase. Renqueó hasta el escritorio y extrajo una bolsita de papel del cajón superior. Estrujó el borde con el pulgar y el índice de la mano derecha, y aflojó el nudo de la bolsa, se la llevó a la boca y respiró lo más pesada y rítmicamente que le fue posible.

El sabor metálico en la boca no desapareció.

Arrojó la bolsa y apoyó la frente contra la ventana.

No estaba enfermo. No lo estaba. El corazón estaba bien, a pesar de la punzada bajo el omóplato izquierdo y en el brazo, en el brazo izquierdo, cuando lo sentía. No. Ningún dolor ahí.

«No sientas. Respira.»

Sentía las manos como si le corriesen por ellas insectos y no se atrevía a sacudirlas para quitárselos. La cabeza la sentía liviana y rara, como si no fuese la suya. Los pensamientos se agolpaban tan rápidamente que no podía reconocerlos. Fragmentos de imágenes y oraciones inconexas giraban cada vez más rápido en un carrusel que le hacía dar vueltas. Trató de pensar en una receta, en una pizza, una pizza con queso feta y brócoli, una pizza americana que había preparado mil veces y que ya no recordaba.

No enfermo. No con un derrame cerebral. No mareado. Estaba sano.

Quizá fuese cáncer. Sentía una puntada en el costado derecho del cuerpo, el costado del hígado, el del páncreas, el costado del cáncer, de la enfermedad y la muerte.

Abrió los ojos despacio. Un asomo de conciencia le demostró que estaba sano. Tenía que concentrarse en esto, no en recetas olvidadas ni en la muerte. La humedad del vidrio dejó una huella helada en su frente e hizo que le saltaran lágrimas.

Respiraba mejor. El pulso, que hasta entonces le había martillado en los tímpanos, sobre el esternón, en las puntas de los dedos y en las ingles con suma fuerza, golpeaba menos.

Oslo seguía allí como antes, al otro lado de la ventana, fuera de esa habitación con vistas al mar, al fiordo y a las islas. Marcus Koll junior acababa de donar una fortuna a obras de caridad y tenía muchas ganas de sentir la calidez que el último domingo de Adviento solía traerle. La alegría satisfecha de la Navidad, de los regalos, de ver la ansiedad con que su hijo esperaba las vacaciones, la alegría de que su madre todavía vivía y lo regañaba y era irracional; de haber pagado como debía, de que todo era como debía ser. Quería pensar en la vida que no había terminado todavía, si solamente lograse respirar con calma...

Calmarse. Calmarse totalmente.

La mirada se posó sobre un caminante nocturno, uno de los pocos que todavía vagaban por el muelle, sin objetivo ni sentido manifiestos. Pronto serían las cinco de la mañana del domingo. Todos los locales estaban cerrados. El hombre de ahí abajo caminaba solo. Se bamboleaba de un lado al otro y le costaba mantenerse erguido sobre la superficie resbaladiza. De pronto bailó un par de piruetas desesperadas, asió su propia gorra como si fuese un punto fijo en el cual sostenerse y desapareció por encima del borde del muelle.

De inmediato todo fue distinto. El corazón volvió a ser el que era. La presión sobre el pecho disminuyó. Marcus Koll enderezó la espalda y ajustó la vista. Fue como si su pecho se irguiera, la lengua se achicase, la humedad regresase a la boca. Los pensamientos se ordenaron nuevamente, siguiéndose uno al otro en una cronología lógica. Calculó rápidamente cuánto tiempo le llevaría salir de la oficina, bajar las escaleras y acercarse hasta al muelle. Antes de que terminase el cálculo, vio gente que llegaba corriendo. Cinco o seis hombres, entre ellos un guarda de Securitas, gritaban tan fuerte que los podía oír desde donde estaba, cinco pisos arriba y tras el blindaje de tres vidrios. El hombre de uniforme parecía presto a descender al agua desde el muelle.

Marcus Koll se volvió, se alejó y decidió irse a casa.

De repente, fue consciente de lo cansado que estaba.

Si se daba prisa, quizá lograría atrapar tres horas de sueño antes de que su hijo se despertase. Al fin y al cabo era domingo, y pronto sería Navidad. Seguramente todavía quedaba algo de la nieve de ayer en las alturas que rodeaban la ciudad. Podían usar el trineo. Esquiar, quizá, si se internaban lo suficiente en el bosque.

Lo último que hizo Marcus Koll antes de irse fue abrir la cajita con pastillas blancas y ovaladas que guardaba en el cajón superior. Probablemente ya estaban caducadas. Hacía tanto tiempo ya... Dejó que una rodase en su palma. Un momento más tarde la devolvió a su lugar, cerró la tapa, dejó la caja donde estaba y echó la llave al escritorio.

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