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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (9 page)

—Envíale de inmediato un mensaje de texto a Christian —ordenó dirigiéndose a la joven suplente—. Bien escueto. Y verifica con la agencia NTB que esté correcto. No necesitamos anuncios fúnebres falsos, especialmente en un día pobre en noticias.

—¿Qué está pasando? —preguntó Mark Holden, uno de los pesos pesados de la cadena NRK en política internacional—. ¿Quién se ha muerto?

Cogió el papel que la suplente tenía en la mano y lo leyó en un segundo y medio antes de devolvérselo a la chica, que no alcanzó a darse cuenta del todo de que él se lo había cogido.

—Lamentable —dijo Holden, sin ningún atisbo de empatía en la voz—. No puede haber sido muy mayor. ¿Sesenta? ¿Sesenta y dos? Algo así. ¿De qué ha muerto?

No dice nada —dijo distraído el jefe de guardia—. No escuché nada acerca de que estuviera enferma. Ahora tengo que concentrarme en la transmisión. Si pudieras...

Alejó con un gesto al reportero, que era mucho mayor que él. Tenía la mirada fija en uno de los muchos monitores del cuarto oscuro. Llegó la viñeta. Todos los títulos aparecieron como debían. La presentadora estaba más elegante de lo normal, en honor a las fiestas.

El jefe de guardia se recostó en la silla y acomodó las piernas sobre la mesa.

—¿Estás todavía ahí? —preguntó a la joven—. ¡La idea es que el anuncio de esta muerte salga hoy! No la semana que viene.

Entonces se percató de que los ojos de la joven estaban llenos de lágrimas. Le temblaban las manos. Tomó aliento con brusquedad y forzó una sonrisa.

—Por supuesto —dijo ella—. Lo hago enseguida.

—¿Acaso la conocías?

Todavía no había ninguna calidez en la voz de Mark Holden. Sólo una profunda curiosidad, una necesidad casi automática de formular preguntas a todos y acerca de todo.

—Sí. Ella y su marido eran amigos de mis padres. Pero también es cierto que...

Le falló la voz.

—Era realmente..., realmente muy popular —la cortó el jefe de guardia, que siguió con lo suyo.

Mordió un lápiz y puso los pies otra vez en el suelo.

—Déjame —dijo alargando la mano para tomar la notita—. Deja que yo escriba el mensaje, así tú empiezas a trabajar para la foto de archivo de las noticias de las nueve. Un minuto. Más o menos, ¿vale?

La joven asintió con la cabeza.

—La obispo de Bjørgvin, Eva Karin Lysgaard, nos dejó de repente ayer, el día antes de Navidad, a los sesenta y dos años.

El jefe de guardia redactaba en voz alta mientras los dedos corrían sobre el teclado.

—La obispo Lysgaard era de Bergen, y fue seminarista en la ciudad antes de ser capellán de la cárcel. Durante un largo periodo fue párroco en la parroquia de Tjensvoll en Stavanger. En 2001 Fue nombrada obispo. Se distinguía como... —
dudó,
chasqueó los labios y de pronto siguió escribiendo—: una personalidad conciliadora en la Iglesia, especialmente entre las líneas opuestas en la activa discusión sobre la homosexualidad. Eva Karin Lysgaard era una figura popular en su ciudad natal, algo que sin ir más lejos se hizo muy evidente cuando celebró un servicio religioso en el estadio del Brann, después de que este equipo ganase su primer campeonato desde hacía 44 años, en 2007. La sobreviven su marido, un hijo y tres nietos.

—¿Es necesario mencionar eso del campeonato de fútbol? —preguntó Mark Holden—. Es algo poco serio dadas las circunstancias, ¿no?

—De ninguna manera —se rio el jefe de guardia, restándole importancia y enviando el mensaje al productor con un golpe de tecla—. Va bien. Pero Mark...

Mark Holden deambulaba con una fuente enorme repleta de golosinas Twist.

—Mmm.

—¿De qué se muere uno a esa edad?

—No jodas. De cualquier cosa, por supuesto. No tengo ni idea. Es raro que no diga nada al respecto. Ningún «tras una larga enfermedad», o algo por el estilo. De un ataque cerebral, se me ocurre. O de un infarto. O de otra cosa.

—Tenía sólo sesenta y dos años...

—Sí. ¿Y? Hay gente que se muere mucho antes. ¡Yo bendigo cada día que sigo aquí, en el mundo! En todo caso cada vez que me invitan a algún chocolate o a algo así.

Mark Holden no encontraba ningún bombón que le gustara. Al lado del plato había tres bombones de regaliz rechazados, y dos de coco.

—Ya has cogido los mejores —murmuró de mal humor.

El jefe de guardia no contestó. Se había quedado pensando en algo y mordió el lápiz con tanta fuerza que lo quebró. Sus ojos descansaban en los monitores que tenía frente a sí, aunque parecía que no les prestaba atención.

—¡Oye, tú! —llamó de pronto a la joven suplente—. ¡Beate! ¡Ven aquí!

Ella dudó un instante antes de incorporarse y se acercó.

—Cuando termines con el pequeño aviso para la transmisión de las nueve —dijo el jefe de guardia apuntándola con el lápiz roto—, haces unas llamadas, ¿vale? Averigua de qué murió la dama. Huelo algo... —Frunció la nariz como un conejo—. Una historia. Quizá.

—¿Llamar después? ¿A esta hora, en Navidad?

El jefe de guardia aspiró ruidosamente.

—¿Quieres o no quieres ser periodista? Vamos. Ponte manos a la obra.

Beate Krohn no hizo un solo gesto.

—Dijiste que tus padres la conocían —insistió el jefe de guardia—. ¡Pues llámalos! Llama a quien quieras, pero averigua de qué murió la obispo, ¿de acuerdo?

—Vale —murmuró la joven, ya temerosa por lo que se le venía encima.

A Inger Johanne nunca le fallaba el ánimo. Pero a veces era muy difícil ponerse en marcha. Desde que acabó su doctorado en Criminología en la primavera de 2000, había completado dos proyectos. Después de lidiar con su tesis
Violencia y sexualidad: un estudio comparativo de las condiciones vitales y experiencia temprana en los autores de delitos sexuales y delitos contra la propiedad,
obtuvo una beca posdoctoral que le permitió escribir un estudio casi tan extenso como el primero sobre la condena de inocentes. Ragnhild llegó al final de ese proyecto. Acordó con Yngvar que ella se quedaría en casa con la niña durante dos años, pero empezó su último proyecto antes que el permiso por maternidad finalizara. Era un estudio sobre prostitutas menores de edad, su origen, sus circunstancias y las posibilidades que había de que se rehabilitaran.

En verano, la Dirección de Policía le encomendó una tarea.

Fue la misma Ingelin Killengreen quien contactó con ella. La directora de Policía había recibido claras señales de los políticos sobre la necesidad de poner los llamados «delitos de odio» en la agenda.

El problema era que ese tipo de delitos casi no existía. Los había, pero no aparecían en las estadísticas. La Dirección de Policía ya había puesto en marcha, junto con el distrito policial de Oslo, el registro de todas las denuncias hechas en 2007 en las que la motivación para los delitos cometidos tuviese relación con diferencias de raza, pertenencia étnica o religiosa, u orientación sexual. El informe final estaba a punto de aparecer e Inger Johanne ya había visto la mayor parte del material.

La cantidad era ínfima.

En 2007 se habían registrado en toda Noruega trescientos noventa y nueve casos de delitos de odio. De ese número, más del treinta y cinco por ciento fueron simplemente mal codificados en el registro policial de casos penales, STRASAK. En otras palabras, podía hablarse de delitos de odio en poco más de doscientos cincuenta casos.

En todo un año. En una sociedad con casi cinco millones de habitantes.

En comparación con la totalidad de denuncias policiales, doscientos cincuenta y seis casos eran tan pocos que el asunto resultaba claramente irrelevante.

Sin embargo, no lo era, por lo menos no en el terreno político. Como cada uno de los ataques motivados por el odio era definitivamente uno más que lo aceptable, como las cifras en negro para este tipo de crímenes debían de ser claramente mayores y como el Gobierno de coalición rojiverde quería llegar a las elecciones de 2009 con un triunfo en la manga sobre cualquiera de las minorías que aullaban cada vez que un homosexual era golpeado en la ciudad o si alguien cometía algún acto vandálico contra la sinagoga en St. Hanshaugen, le encargaron a Inger Johanne que estudiara el fenómeno más de cerca.

La tarea estaba formulada tan vagamente que empleó todo el otoño en definir y limitar el trabajo que tenía por delante. Por otro lado, había comenzado a reunir una cantidad bastante extensa de datos provenientes de otros países. En primer lugar de Estados Unidos, pero también descubrió que varios países europeos ya habían sistematizado desde hacía tiempo esta forma especial de delito y habían trabajado parcialmente con ella. La cantidad de material creció antes de que hubiese podido comprender completamente lo que debía o lo que quería hacer.

Entonces llegó la crisis financiera.

Y todos los millones públicos.

En Noruega, gran parte de las áreas de investigación se vieron inundadas de recursos. La Policía también resultó muy favorecida, como una precaución más para mantener las ruedas en marcha y evitar el colapso económico, e Inger Johanne se encontró administrando una cantidad de dinero cuatro veces mayor que lo que tenía tan sólo semanas atrás. Eso abrió nuevas posibilidades, entre otras la de utilizar investigadores más jóvenes y la asistencia de científicos. A la vez, estos recursos generaron nuevos problemas. Estaba a punto de terminar la definición del marco del proyecto cuando tuvo que reorganizar de nuevo todo el rompecabezas.

Era un trabajo pesado, por lo que siempre le costaba empezar.

Pero se alegraba.

Había anochecido. Kristiane había estado inusualmente dócil en casa de los padres de Isak, y Ragnhild lloriqueó hasta que cada una de ellas recibió una bolsa grande con golosinas. Después, como Kristiane se quedaría con sus abuelos para pasar tres días de las vacaciones con su padre, Ragnhild insistió en quedarse también. Como de costumbre, Isak sonrió con holgura y dijo que no había ningún problema. Seguramente hacía tiempo que había entendido lo mismo que Yngvar e Inger Johanne: Kristiane estaba más tranquila, dormía mejor y se divertía más cuando Ragnhild estaba cerca.

La casa estaba en silencio. Los vecinos del piso de abajo debían de haberse ido de viaje. Cuando Inger Johanne regresó a casa a eso de las ocho, toda la planta baja estaba a oscuras. Fue encendiendo las luces cuarto por cuarto. Dejó la puerta abierta; el perro tenía por costumbre andar entre las habitaciones si no se quedaba encerrado por la noche en el cuarto de Kristiane. El arrastrar de patas y el golpeteo juguetón sobre el suelo cada vez que
Jack
se acomodaba la hacía sentirse siempre menos sola, durante las pocas veces en que, de hecho, lo estaba. Al final decidió llevar el ordenador portátil a la sala, se acomodó en el sofá con el aparato sobre la falda y bebió a pequeños sorbos de una copa de vino mientras navegaba por la Red sin concentrarse mucho. Acababa de decidirse a visitar
ordspill.no
para jugar una especie de Scrabble cuando sonó el teléfono.

—Hola, soy yo.

Hacía tiempo que no se alegraba tanto de oír su voz.

—Hola, mi vida. ¿Cómo va todo por allí?

Yngvar rio un poco.

—Realmente le he complicado las cosas a la Policía de Bergen. La he liado al visitar al viudo en su propia casa, sólo horas después de que se enterase de que su esposa había muerto. Creo que he avanzado con el hijo de la víctima, y además he cenado tanto que me siento mal.

Ella le correspondió riéndose.

—No suenas muy bien. ¿Dónde te quedas?

—Hotel SAS en Bryggen. Una habitación muy bonita. Me llevaron a una suite cuando se enteraron de dónde venía. Esto no está precisamente lleno en Navidad.

—Entonces, ¿sabían por qué estabas allí?

—No. Es un milagro. Ya han pasado unas veinticuatro horas desde que mataron a la obispo Lysgaard, y hasta ahora ningún jodido periodista ha olfateado el asunto. Deben de estar empachados con tanta comida navideña.

—O puede que sea el aguardiente. O quizás es simplemente que los policías de Bergen son mejores cerrando la boca que sus colegas de Oslo. Acabo de ver las noticias. Mencionaron brevemente el asunto. Pero no dijeron nada, aparte de que había fallecido.

Podía oír ruidos en el auricular, que le indicaban que Yngvar se estaba quitando la corbata. Aquello casi la emocionó: lo conocía tan bien que podía escuchar algo así a través del teléfono.

—Espera un segundo —dijo él—. Sólo quiero sacarme los zapatos y quitarme del cuello esta maldita soga. Así. ¿Cómo va todo por allí? ¿Qué tal esta mañana, con las niñas dando vueltas y todo eso? Debes de estar agotada. Lamento...

—Está todo bien. Como sabes, no me afecta mucho una noche sin dormir. Las niñas salieron a jugar al jardín un par de horas y no fue peor que yo...

Durante toda la tarde y la noche, había logrado quitarse de la cabeza el pensamiento del hombre desconocido. Ahora la traspasó una punzada de angustia y se quedó callada.

—¿Hola? ¿Inger Johanne?

—Sí, sí. Aquí estoy.

—¿Sucede algo, cariño?

Yngvar no le daría importancia, soltaría un suspiro de desaliento y le aconsejaría no estar siempre tan preocupada por las niñas. Él no comprendería en absoluto que se aferrase a que un desconocido supiese el nombre de su hija mayor. Si le contaba algo del episodio, él insistiría en que el hombre estaba tan cubierto por su abrigo, su gorro y su bufanda que podía tratarse perfectamente del vecino; y eso haría que se diera otra vez ese breve y desagradable enfriamiento entre ellos, y luego sería más difícil dormir sola, sin otro ruido alrededor que los resoplidos y las constantes ventosidades de
Jack.

—Nada —dijo tratando de poner una sonrisa en la voz—. Tal vez sea que no estás aquí.
Jack
y yo estamos solos. Ragnhild quiso quedarse en casa de los padres de Isak.

—Qué bien. Ahora resulta que Isak es también generoso. Ayuda...

—¡Como si tú no fueses igual con su hija! Como si...

—Bueno, no lo he dicho en ese sentido. Me alegra que haya sido un buen día para vosotras, y que tengas toda la noche para ti solita. No sucede a menudo.

Ella puso el ordenador sobre la mesita y se arropó mejor en la manta.

—Tienes razón —dijo, y sonrió—. De hecho la soledad es bastante agradable. Salvo por
Jack,
claro. A propósito, debe pasar algo con su comida. No hace más que tirarse pedos.

Yngvar se rio.

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