—Es posible. Pasó la noche en casa de su padre.
—Ya veo.
Yngvar sonrió. Astrid Tomte Lysgaard no se había arreglado todavía para el día. La bata era demasiado grande, y los pies blancos como la leche indicaban que era enjuta. Arrugas secas le rodeaban los ojos, y las bolsas debajo de éstos eran demasiado perceptibles para su edad.
—Lo siento —dijo ella, y sacudió la mano, resignada—. Vamos un poco retrasados, así que si no tiene nada más...
Una criatura de tres años asomó la cabeza detrás de ella.
—Hola —dijo el niño, risueño—. Me llamo William y mi abuelo está completamente muerto.
—Yo me llamo Yngvar. Soy policía. ¿Es tu gato el que he visto?
—Sí. Se llama
Borghild.
El chiquillo no lo decía bien, y en realidad dijo: «Bojgil».
Yngvar sonrió todavía más ampliamente.
—Buen nombre para un gato —asintió—. Ahora debes vestirte, jovencito. ¿No debes ir pronto al parvulario?
—¿Lo oyes? —Astrid sonrió pálida y revolvió el cabello de su hijo—. El policía ha dicho que debes vestirte. Siempre tenemos que hacer lo que dice la Policía, ¿sabes?
El chiquillo se dio la vuelta rápido y dio un brinco.
—¿Va todo bien? —preguntó Yngvar en voz baja.
Ella no hizo aún ninguna indicación para dejarlo entrar. Pero tampoco cerró la puerta.
—Bueno, ya sabe. —Los ojos estaban a punto de desbordarse de lágrimas—. Es difícil para Lukas —dijo, y se secó el ojo izquierdo con un movimiento veloz—. Una cosa es que Eva Karin haya muerto. Pero casi igual de malo es ver a Erik tan... —Sus manos eran pequeñas y tenían dedos largos y delgados. Tenía los brazos sobre el pecho y se alisaba el cabello detrás de las orejas con un movimiento nervioso y repetido—. Y además Lukas piensa que...
Un coche hizo sonar su claxon desde la calle. Yngvar se volvió y vio a un hombre con el asiento trasero lleno de niños saliendo del acceso de la casa vecina mientras saludaba con el brazo a Astrid. Ella levantó la mano como respuesta.
—¿Qué piensa Lukas? —preguntó Yngvar cuando ella no continuó.
—Bueno..., no lo sé, realmente.
El gato
Borghild
salió de la casa y se frotó contra las piernas desnudas de Astrid.
—Tengo que irme, de veras —dijo ella retrocediendo un paso—. He de preparar a los niños para ir al parvulario y al colegio. Lamento que haya hecho el viaje hasta aquí para nada.
—¡No es culpa suya! —Yngvar retrocedió otra vez por los escalones—. Disculpe la molestia —dijo—. Sé perfectamente cómo son estas mañanas.
Sin decir otra cosa, ella cerró la puerta tras de sí. Yngvar caminó hasta el coche, que se abrió automáticamente. Se sentó en él y sacó la ridícula tarjeta que la fábrica Renault consideraba mejor que una llave de contacto. La introdujo en la abertura y apretó el botón de arranque. No pasó nada.
—¡Has de funcionar, quieras o no!
Sacó la tarjeta y la golpeó con fuerza contra el tablero. Lo intentó de nuevo. El motor arrancó.
Cuando había conducido cinco minutos sin otra idea que la de volver a Bergen, decidió ir a Nubbebakken. Ir a buscar a Lukas a la universidad hubiera parecido demasiado dramático. Como Astrid le había confirmado que el estado de Erik era cada vez peor, podía ser que Lukas hubiese elegido quedarse con su padre, a pesar de que era un día laborable. Aceleró.
Había comenzado a llover, y detrás de las pesadas nubes el sol comenzaba a pintar el mundo de gris.
Lukas se despertó cuando el tragaluz del altillo ya no era negro, sino de un gris sucio. Su brazo derecho había desaparecido. Con cuidado, lo movió hacia delante. Se había dado la vuelta en el sillón hasta dormirse con el brazo apretado entre el respaldo y el peso de su propio cuerpo. Cuando le volvió la circulación, fue como si hubiese metido la mano en un nido de avispas. Le pinchaba y le dolía, e hizo una mueca cuando se incorporó y comenzó a sacudir el brazo con tanta energía que el hombro protestó.
Va pasaban diez minutos de las diez de la mañana del martes 13 de enero.
Debía de haber estado en una reunión en el instituto a las nueve. Cuando miró la pantalla de su teléfono móvil, vio que tenía cinco llamadas perdidas. Tres de un colega que debía asistir a la misma reunión y dos de Astrid.
Se estiró rápido de lado a lado para sacudirse el entumecimiento de la noche.
No lograba oír ningún ruido desde abajo. Quizá su padre dormía todavía.
El retrato de su hermana estaba en el lado interno de la camisa, ahí donde lo había puesto antes de dormirse. Se había combado durante la noche, pero no estaba doblado. Ajustó un poco más el cinturón para mantenerlo en su lugar antes de trepar a la banqueta y abrir el ventanuco.
Aquella mañana de enero era deprimente.
Todo estaba mojado. Todos los colores invernaban. El roble era un contorno negro contra todo el gris. Lukas se deslizó a través de la estrecha abertura y pasó el resto de su cuerpo ayudándose con los brazos. Se sentó bien arriba del techo y descansó buscando aliento. Acomodó los talones en la escalera del deshollinador y se sintió mucho más angustiado que lo que se había sentido cuando era un chaval. Cuando había descendido la mitad del camino hacia los canalones de desagüe, oyó que un vehículo se acercaba. Se quedó rígido.
El motor se detuvo y la portezuela de un coche golpeó al cerrarse.
El portón chilló y Lukas pudo escuchar con claridad los pasos en dirección a la puerta de entrada de su padre.
Alguien llamó al timbre. Podía oír la campanilla sonando allí abajo, atenuada y distorsionada a través de dos pisos, pero lo suficientemente clara. Hasta ahora no se había animado a mover los ojos. Finalmente miró hacia abajo. Desde donde estaba sentado, podía ver justo la pequeña cornisa con la escalera de piedra hasta la parrilla de alambre moldeado para secar los zapatos.
Vio enseguida de quién se trataba.
Finalmente, la puerta se abrió.
Lukas contuvo el aliento con los ojos puestos en el hombre de ahí abajo. Si a Yngvar Stubø se le ocurría mirar hacia arriba, lo vería de inmediato.
Las voces le llegaban con claridad.
—Buenos días —dijo el policía—. Y disculpe la molestia. Estoy buscando a Lukas. Quería charlar con él sobre un par de detalles. ¿Está aquí?
La voz de su padre era, como de costumbre, plana y desinteresada.
—No.
—¿No? Hablé con su esposa y...
Stubø dio un paso atrás. Lukas cerró los ojos.
—Disculpe —dijo el hombre robusto allí abajo—. Debía haber llamado. ¿Está usted bien? ¿Hay algo que podamos...?
—Está todo bien —lo interrumpió la voz del padre antes de que la puerta se cerrase nuevamente.
Lukas ya estaba empapado. Había dejado su abrigo en el coche y la lluvia helada le caía sobre el cuello para correr espaldas abajo. Se inclinó hacia delante instintivamente para proteger la fotografía. Abrió los ojos otra vez.
Yngvar Stubø estaba parado a cinco metros de la pared con la cabeza inclinada. Cuando sus ojos se encontraron, el policía curvó varias veces el índice de la mano derecha. Él sonrió levemente y sacudió despacio la cabeza antes de señalar la puerta.
Lukas tragó saliva y sintió frío y calor alternativamente.
Le llevaría tres minutos bajar del techo. Para entonces debía preparar una explicación increíblemente buena. Además debía evitar que su padre lo descubriera. Ya era más que suficiente tener que explicarse ante Yngvar Stubø.
Cuando llegó abajo después de haber saltado desde una rama gruesa a casi dos metros del suelo, todavía no se le había ocurrido qué decir.
La verdad, quizá, pensó por un segundo antes de abandonar la idea y rodear la casa para encontrar al policía, que lo esperaba frente a la puerta.
Inger Johanne había reconocido hacía ya mucho que la verdad es la primera víctima en la guerra. Igualmente era difícil aceptar que la realidad pudiese tergiversarse hasta tal punto como en el artículo que trataba de leer mientras Ragnhild le daba el desayuno a su osito.
—Mira —dijo su hija embelesada, y señaló el hocico manchado—. ¡Al osito le encanta la papilla!
—No hagas eso —murmuró Inger Johanne—. Come tú.
Bebió un sorbo de café. Todavía sentía el cuerpo pesado y somnoliento por las píldoras para dormir, y ya iba con retraso. Igualmente no lograba desprenderse del periódico.
—¿Qué lees, mamá?
Ragnhild había metido el hocico del osito en el bol con papilla, leche y mermelada de frutillas. Inger Johanne ni siquiera miró. No sabía cómo iba a explicarle la guerra en la franja de Gaza a una niña de cinco años.
—Sobre unas personas malas —dijo distraída.
—Las personas malas van a la cárcel —dijo Ragnhild alegremente—. ¡Papá los atrapa y los pone directamente en el calabozo!
—¿En el calabozo?
Inger Johanne miró a su hija por encima del periódico.
—¿Dónde aprendiste esa palabra?
—Calabozo, arresto, prisión, cárcel. Quieren decir lo mismo. También hay una que se llama «prisión perceptiva».
—Prisión preventiva —corrigió Inger Johanne—. ¿Fue Kristiane la que te enseñó esto?
—Mmm —dijo Ragnhild lamiendo el hocico del osito—. ¿Por qué hablan de las malas personas?
—Es una entrevista —dijo Inger Johanne—. Con un hombre que se llama... —Miró el retrato de Ehud Olmert. Pasó las hojas con presteza—. No tenemos tiempo para esto —dijo sonriendo—. ¿Puedes empezar a cepillarte los dientes? Luego voy yo y terminamos.
Su hija se puso el osito bajo el brazo y desapareció camino del baño. Inger Johanne debió de haber doblado el
Aftenposten
cuando su mirada cayó sobre un anuncio en la primera página que la hizo buscar la página cinco a pesar suyo: «El caso Marianne aún es un misterio. Hasta ahora han declarado más de trescientos testigos».
Si algo no necesitaba durante esas primeras horas de la mañana era otro terrible asesinato con el que relacionarse. De todos modos, no pudo dejar de leer por encima el artículo. La Policía no tenía todavía ninguna pista segura en el caso, por lo menos ninguna que quisiera hacer pública, pero por el momento concluía que el asesinato había tenido lugar en el hotel. No había nada que indicase que el cuerpo había sido trasladado. La subinspectora Silje Sørensen aseguraba que el asesinato de la maestra de primaria Marianne Kleive, de cuarenta y dos años, tenía la más alta prioridad y que la investigación avanzaría en los días siguientes. Se daba por descontado que el caso se solucionaría, pero aclaraba que podría llevar su tiempo. Un largo tiempo.
Inger Johanne había dejado conscientemente de seguir el asunto. Desde el momento en que hallaron el cadáver, pasaba rápido las hojas de los titulares llamativos en los tabloides y los artículos más objetivos sobre el caso en el
Aftenposten.
La boda de su hermana había sido lo suficientemente mala como para sumar a eso que un asesinato hubiese ocurrido cerca de Kristiane.
No entendía bien qué era lo que la forzaba a cambiar esa decisión. Dejó el periódico, irritada.
Un pensamiento, un pensamiento muy pequeño, se le apareció. No quería tenerlo.
Se puso de pie súbitamente.
—No —dijo en voz alta, y entrelazó los dedos—. No.
Sin limpiar la mesa del desayuno, tropezó hasta el baño como si el ruido de sus pies contra el parqué pudiese ahuyentar el germen de reconocimiento que se extendía en ella.
—Ahora mamá va a cepillar el resto —dijo con voz innecesariamente fuerte y agarró el cepillo de dientes con tanta energía que Ragnhild casi se puso a llorar—. No tienes por qué llorar, Ragnhild. Abre la boca.
«La señora estaba muerta.»
Inger Johanne escuchó la voz de Kristiane con tanta claridad como si estuviese al lado de ella.
—Albertine —dijo Inger Johanne en voz alta—. Se refería a Albertine.
—No quiero una niñera —gritó Ragnhild mordiendo el cepillo de dientes.
«La señora estaba muerta, mamá.»
Kristiane lo había dicho varias veces cuando la recogieron en Stortingsgaten, congelada y confundida, durante la boda de su tía.
—Mamá —aulló Ragnhild mordiendo con fuerza—. ¡Me haces daño!
—Perdón —dijo Inger Johanne, y soltó el cepillo como si le quemase en la mano—. ¡Perdón, mi vida, mamá es muy torpe!
Cayó de rodillas y abrazó a la niña. Escondió el rostro en el cuello de la criatura y se apretó a ella.
—Ahora me asfixias —suspiró Ragnhild—. ¡No puedo respirar, mamá!
Inger Johanne se soltó y en su lugar tomó a Ragnhild por ambos hombros. La miró directamente a los ojos y forzó una sonrisa.
—Ahora tienes que ayudarme —dijo tragando con dificultad—. ¿Puedes ayudar a mamá?
—
Sííí...
Ragnhild arrugó la frente como si alguien estuviese a punto de engañarla para hacer algo de lo que no podría escapar.
—Tu hermana Kristiane, ¿a quién suele llamar «señora»? —preguntó Inger Johanne, y trató de sonreír más ampliamente.
—A quienes no conoce —dijo Ragnhild—. Si no son hombres, claro.
—Y también a quienes no conoce muy bien, ¿verdad?
—No...
—¡Vamos, sí! Como Albertine, por ejemplo. Os cuidó solamente cuatro o cinco veces. Kristiane puede llamar señora a Albertine de vez en cuando, ¿no?
Ragnhild se rio con ganas. Las lágrimas brillaron en sus pestañas a la luz intensa del cuarto de baño.
—¡No seas tonta, mamá! A Albertine, Kristiane la llama Albertine. Pero no tendremos niñera hoy, mamá, ¿verdad? Tú te vas a quedar aquí y...
«La señora estaba muerta.»
—Sí, sí —dijo Inger Johanne, y se incorporó—. Yo te voy a cuidar, quédate tranquila.
Ella ya no estaba allí.
No fue ella la que encontró una pastilla de flúor y la puso en la boca de Ragnhild. No fue Inger Johanne Vik la que caminó con calma hasta la cocina para buscar las cajas de la comida sin siquiera mirar hacia el periódico. Cuando se acercó a la escalera en la puerta de entrada, podía sentir apenas la mano suave de la niña en la suya.
«El alma. Uno no puede ver que se va.»
La cena de Navidad.
Las palabras de Kristiane cuando hablaban de la muerte.
—Mamá —dijo Ragnhild bajito una vez que se puso las botas—. Ahora me pareces muy, muy rara.
Inger Johanne no quiso contestar.
Ni siquiera tuvo ganas de sonreír.
Lukas Lysgaard se había presentado siempre ante Yngvar como un hombre joven extremadamente serio. No tan raro, quizá, puesto que se habían encontrado en circunstancias trágicas. De todas formas él podía intuir algo meditabundo, casi melancólico, en la naturaleza de Lukas. Algo que no necesariamente tenía que ver con la muerte de su madre.