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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (31 page)

—... hallaron más obras... , ni hijos ni parientes...

Petter Just podía escuchar trozos de la conversación. Sin realmente quererlo, aguzó su concentración en los dos hombres.

—... en el atelier..., ningún heredero...

El pastor indicó con un gesto que la concurrencia debía ponerse de pie. Los dos de delante estaban tan ocupados que no reaccionaron. Se callaron por un momento antes de retomar el cuchicheo.

—... muchas instalaciones menores..., dibujos..., una última obra maestra..., nadie sabía que...

Los cretinos estaban a punto de destruir toda la conmemoración. Petter Just se incorporó con brusquedad y se inclinó por encima del banco que tenía frente a sí.

—¡Cállense, coño! —siseó—. ¡Muestren un poco de respeto, joder!

Los dos hombres se volvieron hacia él, confundidos. Uno andaba por los cincuenta años y tenía el cabello ralo, gafas pequeñas y una barbita que junto con el bigote le encerraba la boca en un círculo. El otro era algo más joven.

—¡Disculpe! —dijo el mayor, y ambos sonrieron cuando se giraron nuevamente.

Les debió de dar un susto, porque no dijeron una palabra más durante el resto de la ceremonia, que, de todos modos, no duró mucho. No hubo nadie aparte del pastor que tomase la palabra. Distinto a cuando lo de Lasse, el tercero del terceto que causaba estragos en Godlia durante los ochenta, ya de jovencito; murió en un accidente de tráfico hacía ya dos años. La ceremonia había tenido lugar en la capilla grande de al lado, y aun así no hubo lugar para todos los que quisieron acudir. Hubo ocho discursos y hasta una banda que tocó
Imagine.
Un mar de flores y lágrimas desmedidas.

Aquí no había nadie que llorase y había sólo una corona sobre el féretro.

El pensamiento provocó que le brotaran las lágrimas.

Tenía que haber retomado el contacto con Niclas. De no haber sido por los asuntos que prefería olvidar y que, de hecho, no eran nada para él, hubiese continuado la amistad con alegría.

De pronto no quiso estar ahí. Poco antes de que sonase la última nota de música, se puso de pie. Hizo a un lado al hombre mayor que veía mal y abrió con violencia la pesada puerta de madera.

Había comenzado a nevar otra vez.

Comenzó a correr, sin saber por qué corría tanto.

O de qué escapaba.

—De la una a la otra —dijo Sigmund Berli antes de sacarse los zapatos y apoyar los pies sobre la pequeña mesa entre las dos sillas del cuarto de hotel de Yngvar—, eso me pasa con las mujeres.

Yngvar se cogió la nariz, hizo una mueca y señaló varias veces en el aire con el índice hacia los pies de su colega.

—Te felicito... —dijo rápido, y casi ahogado por la risa detrás del puño cerrado—, pero tus calcetines huelen a momia y habas verdes. Sácalos de ahí. ¡Ponte de nuevo los zapatos!

Sigmund se inclinó lo más que pudo hacia sus pies. Olisqueó con energía y torció la nariz.

—No es para tanto —dijo plantando de nuevo los pies sobre la mesa—. La señora no se quejó, en todo caso. ¿Te ríes?

—¿Quién es ella? —preguntó Yngvar y se fue a la cama, lo más lejos posible de Sigmund Berli—. ¿Y cuánto tiempo lleva esto?

—Herdis —dijo Sigmund, animado—. Es... Herdis es... ¡Adivina! ¿Adivina qué tipo de trabajo tiene?

—Ni idea —dijo Yngvar, impaciente—. ¿En serio me vas a ofrecer algo de beber?

Sigmund extrajo del bolsillo interno una botella de plástico llena de whisky. Cogió uno de los vasos que Yngvar había encontrado en el baño y lo llenó generosamente antes de alcanzárselo a su amigo.

—Gracias.

Sigmund se sirvió.

—Herdis —repitió satisfecho, como si sólo nombrarla fuese una alegría en sí misma—. Herdis Vatne es profesora de astrofísica.


Prmfrr...

Yngvar salpicó el whisky sobre la cama y sobre sí mismo.

—¿Qué has dicho? ¿Qué diablos has dicho?

Sigmund se enderezó y una expresión de abatimiento le cruzó los ojos.

—¿No creías que yo podía atraer a una científica, no? Tu error, Yngvar, es que eres siempre tan jodidamente prejuicioso. Defiendes a esos negros canallas a vida o muerte. Aunque estén sobrerrepresentados en casi cada una de las estadísticas criminales que tenemos, habrás de insistir siempre con lo difícil que es para ellos y...

—Déjalo ya —dijo Yngvar—. Y no utilices esa palabra.

—Eso también es un prejuicio, ¿sabes? ¡Siempre creer lo mejor de las personas solamente porque pertenecen a un grupo! Nunca crees lo mejor de nadie más que de ellos. Eres escéptico ante cualquier cretino blanco que arrestamos, pero en cuanto tiene la piel un poquito más oscura que la nuestra, entonces debes enfatizar cuán bueno probablemente es y cuánto...

—¡Para! ¡Lo digo en serio!

Yngvar se incorporó en la cama. Sigmund dudó, antes de agregar despacio:

—En todo caso, no crees que yo me haya agenciado una amante que trabaja en la universidad. Te parece cómico. A eso lo llamo yo ser auténticamente parcial. Y bastante insultante, para serte sincero.

—Perdona —dijo Yngvar—. Lo lamento, Sigmund. Por supuesto que me alegro. ¿Tienes...? —Señaló el móvil de Sigmund—. ¿Tienes una foto de la dama?

—¡Sí! ¡Claro!

Sigmund buscó la foto en el teléfono hasta encontrarla. Se la enseñó a Yngvar con una gran sonrisa.

—¡Una bella mujer, sí, señor! Bella e inteligente. Casi como Inger Johanne.

Yngvar agarró el teléfono y examinó el retrato. Una mujer rubia de unos cuarenta años lo miraba con una amplia sonrisa. Los dientes eran blancos y parejos, la nariz apuntaba con gracia hacia arriba. Debía de ser bastante delgada, dado que en la pequeña pantalla él podía ver que las arrugas de la sonrisa eran profundas y que un pliegue bajaba a cada lado de la barbilla desde las comisuras de la boca. Tenía ojos azules con una pizca de exceso de maquillaje.

Se veía como cualquier otra mujer noruega de cerca de cuarenta años.

—¡Mira tú! —murmuró devolviendo el teléfono.

—Yo había pensado contaros esto el sábado, antes de que Inger Johanne se fuese de pronto a dormir. Entonces quise esperar, porque ayer Herdis iba a conocer por primera vez a mis chicos. Bueno, no por primera vez, realmente, porque su hijo juega al hockey con Snorre. Son buenos amigos desde hace tiempo. Pero yo tenía que ver cómo sería..., encontrarse en privado. Todos. No puedo andar con una mujer a la que no le gusten mis hijos, ¿sabes? Y viceversa.

—¿Y fue todo bien?

—Sííí. No podía haber ido mejor. Fuimos al cine y luego a cenar a casa de Herdis. Tiene «el» apartamento. Grande, hermoso. En Frogner. Me siento casi perdido en esa zona de la ciudad. Pero es elegante, hay que admitirlo. —Chasqueó la lengua satisfecho con el whisky y se recostó en la silla—. El amor es algo bello —dijo solemne.

—Cierto.

Se quedaron sentados en silencio mientras bebían hasta la mitad de la agradable bebida. Echado en la cama con tres almohadas como apoyo blando para su cuello y su espalda, Yngvar sintió descender el cansancio. Cerró los ojos y se relajó hasta que el vaso estuvo a punto de caérsele.

—¿Qué piensas de nuestra dama?

—¿De quién? ¿Herdis?

—Idiota. De Eva Karin Lysgaard.

Yngvar no respondió. Ambos habían dedicado el día para sistematizar la cantidad enorme de documentos que formaban el caso. Habían pasado diecinueve días desde que habían asesinado a la obispo de una cuchillada, y a decir verdad la Policía de Bergen no había avanzado un paso hacia la solución. No es que se le pudiera reprochar nada por ello, pensaba Yngvar; él estaba tan en blanco como ellos. El trabajo en colaboración había funcionado sin problemas hasta el momento. Al principio, Yngvar tuvo responsabilidad por las declaraciones de los testigos más importantes, mientras que Sigmund funcionaba como enlace entre Kripos y el distrito policial de Hordaland. Era una función que cumplía brillantemente. Era difícil encontrar una persona con capacidades múltiples que fuese más jovial que Sigmund Berli, y casi no existían atisbos de conflictos que él no pudiese solucionar antes de que se tornaran serios. Durante la última semana, ambos habían asumido una especie de responsabilidad de comprobación. La Policía de Bergen hacía toda la investigación y coordinación. Operaban de manera totalmente independiente, pero Sigmund e Yngvar intentaban continuamente echar una mirada suplementaria a toda la información que llegaba.

—Creo que cometimos un error —dijo de pronto Yngvar—. Un error opuesto al que cometemos un poco demasiado a menudo.

—¿A qué te refieres?

—Nos hemos «expandido» demasiado.

—¡Regla número uno, Yngvar! ¡Mantén abiertas todas las posibilidades!

—Lo sé —dijo Yngvar haciendo una mueca—. Pero escucha esto...

Cogió un bloc de notas y una pluma de la mesita de noche.

—Por lo que respecta a la teoría de uno o varios locos, incluso una de esas bombas latentes de las que todo el mundo habla tanto...

—Buscadores de asilo —añadió Sigmund, y estaba a punto de empezar a hablar del tema cuando una mirada asesina de Yngvar hizo que levantase la palma en un gesto conciliador.

—En ese caso ya lo hubiéramos encontrado hace tiempo —dijo Yngvar—. Este tipo de asesinato es típico de las personas con brotes psicóticos que, por lo general, se alejan corriendo por la calle después de cometer el crimen, cubiertos de sangre y acosados por sus demonios interiores hasta que simplemente los encontramos unas horas después. Ahora han pasado casi tres semanas sin que hayamos visto el hocico de un solo maniático. Nadie se ha escapado de las instituciones psiquiátricas; no se encontró nada sospechoso en los alojamientos de buscadores de asilo, está totalmente... —golpeó el bloc con la pluma— descartado que busquemos a un asesino de esas características.

—La Policía de Bergen piensa exactamente lo mismo.

—Sí. Pero todavía mantienen abierta la puerta.

Sigmund asintió.

—Deberían cerrarla —dijo Yngvar—. Junto con un montón de otras puertas que sólo crean tensión y caos con todas sus posibilidades. Esas cartas de odio, por ejemplo, ¿alguna vez se te ha ocurrido que uno puede encontrar un asesino entre todos los que las mandaron?

—Bueno —dijo Sigmund dudando—. En el caso de Anna Lindh, por lo menos, había un asesino que estaba insatisfecho con...

—A la ministro de Asuntos Exteriores sueca la asesinó un loco de remate —lo interrumpió Yngvar—. Sin cordura, desde un punto de vista jurídico, a todos los fines prácticos. Un
misfit
con antecedentes psiquiátricos que encontró de pronto un objeto para su odio. Lo arrestaron catorce días después, y había tantas pistas que lo señalaban que...

—Que tú y yo lo hubiésemos atrapado en menos de veinticuatro horas —sonrió Sigmund.

Yngvar le devolvió la sonrisa.

—Han sido realmente desafortunados, estos suecos, en algunos casos muy, muy importantes...

Otra vez se quedaron callados. Del cuarto vecino se oía el ruido de agua de una ducha fuerte y de un inodoro que se vaciaba.

—Yo creo que también ese montón de cartas es una pista ciega —dijo Yngvar—. Igual que esa pista del aborto a la que los periódicos le dan bombo. Son los antiabortistas los que pueden llegar a matar por su causa. Por lo menos en los Estados Unidos. No los que apoyan la libertad de elegir el aborto. Eso sería muy rebuscado.

—Pero ¿qué crees tú, entonces? ¡Enseguida habrás nombrado todas las posibilidades que tenemos! ¿En qué coño estás pensando?

—¿Adónde iba? —preguntó Yngvar mirando al vacío—. Tenemos que averiguar hacia dónde se dirigía cuando la mataron.

Sigmund vació el vaso y se quedó mirándolo durante un momento hasta que abrió con decisión la petaca de Famous Grouse y se sirvió más.

—Con cuidado —dijo Yngvar—. Tenemos que levantarnos temprano.

Sigmund no hizo caso de la advertencia.

—El problema es, por supuesto, que no podemos preguntarle a ella —dijo—. Y el viudo se niega, todavía, rotundamente, a decir nada acerca de cuál era el objetivo del paseo. Nuestros colegas aquí en la ciudad le dijeron que tiene el deber de explicarlo y hasta lo amenazaron con un interrogatorio legal. Pero las consecuencias de eso...

—No arrastrarán jamás a Erik Lysgaard hasta la corte. No tendría sentido. Ha sufrido y sufre lo suficiente. Debemos encontrar otra cosa.

—¿Qué?

Yngvar vació su vaso y sacudió la cabeza cuando Sigmund tomó la botella para llenarlo de nuevo.

—Campaña de puerta a puerta —dijo brevemente.

—¿Dónde? ¿En todo Bergen?

—No. Debemos...

Abrió el cajón de la mesita de noche y extrajo un mapa de la ciudad.

—Tenemos que crear un campo de tiro más o menos así —dijo dibujando un círculo con el índice mientras le mostraba el mapa a su colega.

—Es la jodida mitad de Bergen —dijo Sigmund, desanimado.

—No. Es el lado este del centro. La parte noreste.

Sigmund agarró el mapa.

—¿Sabes?, Yngvar, ésta es la proposición más ridícula que se te haya ocurrido jamás. Se ha dicho con la mayor claridad posible en los medios que existe gran incertidumbre sobre por qué la obispo estaba caminando por la calle durante la noche de Navidad. Si hubiese alguien allí afuera que supiese que iba camino de él o de ella, ya hubiera tomado contacto hace mucho. Eso en el caso de que no tengan nada que esconder, y entonces no se gana nada con ninguna maldita campaña de puerta a puerta, en todo caso.

Arrojó el mapa sobre la cama y bebió un largo trago del vaso.

—Además —agregó—, puede ser que simplemente haya salido a pasear. Y entonces estamos exactamente en el mismo lugar.

Los ojos de Yngvar adquirieron una vez más esa mirada vidriosa que Sigmund conocía tan bien.

—¿Tienes otras buenas ideas? —preguntó, saboreando el whisky en los labios—. ¿Ideas que yo pueda torpedear aquí y ahora?

—La foto —dijo Yngvar con decisión antes de echar una mirada al reloj.

—La foto. Ajá. ¿Qué foto?

—Son las once y media. Tengo que dormir.

—Pero ¿de qué hablas?

Sigmund no dio señales de querer irse a su propia habitación. Por el contrario, se acomodó mejor en la silla y trasladó los pies hasta el borde de la cama.

—La que desapareció —dijo Yngvar—. Ya te conté algo de la fotografía que estaba en el «cuarto de servicio»... —Dibujó las comillas en el aire—. Ahí donde Eva Karin solía ir, según dicen, cuando no lograba dormir. La primera vez que entré, había cuatro retratos; y tres cuando regresé dos días más tarde. Lo único que puedo recordar es que se trataba de un retrato.

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