Read Noche cerrada en Bergen Online

Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (26 page)

BOOK: Noche cerrada en Bergen
9.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Habían pasado casi dieciocho años desde la última vez que se vieron. Igualmente, se habían reconocido de inmediato. Cuando Karen salió del taxi frente al restaurante Víctor en Sandaker, Inger Johanne recibió el abrazo más largo que podía recordar, y cuando entraron ella se sentía dichosa.

Casi excitada.

El camarero colocó una copa de champán frente a cada una de ellas.

—¿Desean que les haga una pequeña presentación del menú ahora? —sonrió.

—Podemos esperar un poco —dijo rápido Inger Johanne.

—Por supuesto. Regresaré.

Karen levantó su copa.


To you
—dijo, y rio—. Pensar que nos hemos reencontrado. ¡Fantástico!

Bebieron un sorbo de champán.

—Mmm. Delicioso. Déjame saber más de Kristi..., Krysti...

—Kristiane. Durante mucho tiempo los expertos pensaron que podía tratarse de una forma de autismo. Asperger, quizá. Pero no coincide del todo. Es cierto que tiene una gran necesidad de rutinas fijas y que puede ocuparse intensamente y durante largos periodos con sistemas y órdenes repetitivos. A veces casi puede parecer una
savant,
o sea, una autista con capacidades extremas. Pero entonces, de pronto, sin que podamos saber qué es lo que desencadena el cambio, puede portarse como una niña normal, algo retraída. Y si bien le cuesta trabar amistades reales, es muy flexible en relación con las demás personas. Es... —Inger Johanne levantó nuevamente la copa, asombrada por lo bien que le iba hablar de su hija mayor con alguien que nunca la había conocido— muy cariñosa con la familia.

—Es realmente adorable —dijo Karen devolviéndole la foto—. Eres muy, muy afortunada por tenerla.

Aquello hizo que Inger Johanne se acalorase y se sintiese casi avergonzada. Isak quería a su hija más que a nada en el planeta, e Yngvar era el padrastro más cariñoso del mundo. Los abuelos adoraban a Kristiane, y ella estaba tan bien integrada en el ambiente social de la familia Vik Stubø como era posible para una niña como ella. Sucedía de vez en cuando que alguien le dijese que Kristiane era muy afortunada por tener una familia tan buena. Live Smith le había dado la sensación de que disfrutaba de tener a su hija en la escuela.

Pero nadie había dicho nunca que Inger Johanne era afortunada al tener una hija como Kristiane.

—Es cierto —dijo Inger Johanne—. Soy..., somos increíblemente afortunados, los que la tenemos.

Parpadeó con rapidez para evitar que se le saltasen las lágrimas. Karen extendió la mano por encima de la mesa y la apoyó sobre su mejilla. El gesto le pareció extrañamente agradable, pese a los muchos años que habían estado separadas.

—Los niños son el mayor regalo de Dios —dijo Karen—. Son siempre, siempre, una bendición; independientemente de dónde vengan, de a quién le lleguen o de qué manera.
They should be treated, loved and respected accordingly.

Una lágrima solitaria se soltó y rodó hacia abajo sobre la mejilla de Inger Johanne.

«Los norteamericanos y sus palabras», pensó. Ellos y su enorme, grandilocuente y bello uso de las palabras. Sonrió brevemente y se secó una lágrima con el dorso de la mano.

—¿Quieren pedir ya?

El camarero había aparecido nuevamente y las miraba alternativamente.

—Sí —dijo Inger Johanne—. Sería bueno si nos puede comentar el menú en inglés, así me evita tener que traducirlo para mi amiga.

Era el menor problema para el camarero. Durante casi diez minutos, explicó y describió los diferentes platos y respondió a todas las preguntas curiosas de Karen. Cuando finalmente estuvieron de acuerdo en la comida y en el vino, Inger Johanne se dio cuenta de que Karen estaba mucho mejor educada que ella. Hasta el camarero estaba sorprendido.

Comenzaron con las ostras.

Ni siquiera estaban en el menú, y el camarero no las había nombrado en su exhaustiva descripción de lo que el restaurante tenía para ofrecer. Karen había reflexionado cuando él terminó su presentación, había mostrado su sonrisa blanquísima y había concluido que todo chef que se precie tendría una reserva de ostras.

Miró el plato. Las medias conchas descansaban sobre una cama de hielo y olían levemente a resaca. Nadie podría haber dicho que la masa gelatinosa y gris blancuzca era tentadora. Miró a Karen, que utilizando una escudilla vertía una mezcla de vinagre y vino del Rin sobre cada ostra antes de llevarse la primera concha a la boca para absorber su contenido. Con los ojos cerrados, dejó que la ostra rodase en su boca antes de tragarla y exclamó:


Perfect!

Inger Johanne la imitó.

Las ostras eran lo mejor que había probado en su vida.

—Inger —dijo Karen una vez que las conchas estuvieron vacías—. Cuéntame más. ¡Cuéntamelo todo!
Absolutely everything!

Hablaron durante los dos platos siguientes. Sobre sus tiempos de estudiantes y acerca de sus amigos comunes de entonces. De sus familias y de sus padres, de sus alegrías y sus frustraciones. De los hijos. Hablaban interponiéndose, riendo juntas e interrumpiéndose. El pequeño local tenía una acústica lamentable; la risa fuerte de Karen estallaba contra las altas paredes de piedra importunando a los otros comensales. El camarero, de todos modos, se mostraba atento y escanciaba discretamente cada vez que las copas amenazaban con vaciarse.

—Karen, debo preguntarte acerca de algo.

Inger Johanne miró el cuarto plato cuando se lo colocaron delante, una codorniz sobre un lecho de puré de alcachofas. Pequeñas tiras de jamón de Parma circundaban al ave menuda, junto a algún que otro tomate macerado.

—Cuéntame cosas de APLC —pidió.

—¿Cómo sabes que trabajo ahí?

Karen se llevó a la boca la enorme servilleta de tela antes de retomar los cubiertos.

—Te busqué en Google —contestó Inger Johanne—. Justo ahora estoy ocupada con un proyecto en el que...

Karen se rio haciendo tintinear las copas.

—¡Hemos estado aquí sentadas durante más de dos horas y aún no nos hemos contado ni dónde trabajamos ni qué es lo que hacemos! ¡Cuéntame!

E Inger Johanne se lo contó. Habló de su trabajo en el Instituto de Criminología; del doctorado que había cursado en el año 2000, de cuánto le gustaba la investigación, y de cómo no podía escapar a los compromisos docentes que acompañaban a su trabajo, y de las alegrías y frustraciones que resultaban de combinar su carrera con las necesidades de dos niñas exigentes. Finalmente llegó al proyecto que la ocupaba entonces. Cuando terminó, las codornices se habían convertido en dos osamentas minúsculas y los platos estaban casi vacíos.

—Tienes que visitarnos —dijo Karen con decisión—. Las cuestiones de que nos ocupamos son sumamente importantes para tu investigación.

—Y ahora es tu turno —dijo Inger Johanne—. A ver.

Le pidió al camarero que hiciese una pequeña pausa antes del plato siguiente. Sentía que había bebido un poquito de más, pero no importaba. No podía recordar cuándo fue la última vez que había comido en un restaurante, y ciertamente tampoco cuándo se había sentido tan bien. Cuando el camarero llenó la copa, se lo agradeció con una sonrisa.

—La empresa se estableció en 1971 —empezó Karen, y sostuvo la copa de vino tinto contra la luz para evaluar el color—, y está en Montgomery, Alabama. Los dos fundadores, que incidentalmente son blancos, estaban en el movimiento de derechos civiles. En principio, empezaron con la oficina para luchar contra el racismo. Una empresa claramente deficitaria, por supuesto.

Se interrumpió, como buscando la manera de contar una larga historia en el menor tiempo posible.

—Al comienzo, bien podría decirse que funcionábamos como una oficina de apoyo legal gratuito. ¡Tampoco es que yo estuviese ahí en aquel tiempo!

La risa resonó otra vez entre las paredes, y una pareja mayor sentada dos mesas más allá las miró con enojo.

—En ese entonces yo no había acabado ni siquiera la
elementary school.
En 1981, la oficina abrió un departamento de información. Sencillamente para estar en mejores condiciones de alcanzar nuestra única meta real: unos Estados Unidos que funcionen de acuerdo con su otrora tan revolucionaria constitución. En los primeros años, la lucha fue principalmente contra los
white supremacy groups.

—Ku Klux Klan —dijo despacio Inger Johanne.

—También ellos. Hemos ganado una serie de casos contra miembros del Klan. Un par de veces hasta llegamos a conseguir que cerraran campos de entrenamiento y también les destruimos células bastante importantes. El problema es, por supuesto... —Aspiró aire y tomó un pequeño trago—. Los del KKK no son los únicos en esta lucha. Tenemos a los Imperial Klans of America, Aryan Nations, Church of the Creator...,
you name it!
Con los años, nuestro servicio de información se ha vuelto bastante completo, y hoy por hoy sabemos de 926 grupos de odio distintos, distribuidos por todos los Estados Unidos. Algunos son «muy» activos.

—¿No todos están dirigidos contra los afroamericanos, entiendo?

—No. ¡Tenemos, por ejemplo, movimientos separatistas negros que quieren echarnos a todos los demás! De la misma manera, los judíos tienen enemigos por todos lados. También entre nosotros.

De pronto Karen le pareció más vieja. Las arrugas en torno a los ojos no eran arrugas de sonrisa, como Inger Johanne había creído. Cuando estaba seria, eran más profundas.

—Institute for Historical Review, Noontide Press..., demasiados. Por su parte, los judíos tienen la Jewish Defense League, que definitivamente es una organización de odio. En todo caso:
There is hate enough to go around in this world.
Tenemos grupos contra los sudamericanos, contra los
native Americans,
a favor de los
native Americans,
en contra de todos los inmigrantes, con fundamentos más generales y menos prejuiciosos.

Terminó la frase con una sonrisa irónica. Ahora hablaba más bajo. La pareja que estaba sentada contra la pared les dirigió de todos modos una mirada de reproche antes de ponerse de pie para irse. Cuando pasaron a espaldas de Inger Johanne, pudo oír que murmuraban algo acerca de una cena arruinada y de que deberían existir límites, en especial para los norteamericanos.

—Y por supuesto tienes además a todos los que odian a los homosexuales —dijo Karen.

Los postres llegaron a la mesa.


Carpaccio
de frutas en corteza de vainilla —dijo el camarero colocando los platos frente a ellas—, acompañado de un pequeño sorbete de champán. ¡Buen provecho!

—¿Como de grandes son estos grupos, en realidad? —preguntó Inger Johanne en cuanto volvieron a quedarse solas.

Karen introdujo la cuchara entre las rodajas de fruta. Apoyó el codo sobre la mesa y hurgó en el postre mientras respondía despacio:

—De hecho no es tan simple responder a eso. En lo que respecta a las organizaciones puramente racistas, son más grandes de lo que querrías imaginar. Algunas son realmente antiguas y están organizadas como fuerzas paramilitares. Otras, en especial los
anti-gay groups,
son difíciles de... —Se llevó la cuchara a la boca y cerró los ojos de placer mientras masticaba—. ¿Qué puedo decir? —soltó finalmente—. ¿Definir?

Inger Johanne asintió. Ella luchaba con lo mismo, y preguntó:

—¿Por las fuertes conexiones que existen entre ellas y sus comunidades religiosas legítimas?

—Sí —dijo Karen—. Entre otras cosas por eso. Para comenzar, definimos un grupo de odio como una organización más o menos estable que agita o que, de alguna otra forma, apoya el odio hacia otros grupos. No se vuelven criminales, a menos que crucen los límites de libertad de expresión a que se atienen la mayoría de los países, cometan delitos o los promuevan, y donde los blancos individuales de esos crímenes sean elegidos por pertenecer a un grupo mayor de personas con características específicas y registrables.

Respiró.

—Te conoces bien el discurso —sonrió Inger Johanne.

—¡Ya lo he empleado algunas veces!

Ahora comía más despacio. Inger Johanne estaba saciada y empujó el postre a medio terminar un poco más hacia el centro de la mesa.

—Por tomar un ejemplo —dijo Karen—. Sucedió en 2007. Un hombre joven, Satender Sing, estaba de vacaciones en Lake Natoma, en California. Venía de Fiyi y un día estaba con unos amigos en un restaurante. A un grupo de individuos que hablaban ruso les pareció que Satender era homosexual, y para hacer corta una historia dramáticamente larga: lo mataron.

Inger Johanne se quedó en silencio.

—Que se elimina a homosexuales por ser homosexuales no es algo nuevo —continuó Karen—. Lo especial en este caso es que los asesinos pertenecían a un grupo muy grande de inmigrantes eslavos religiosos de la región de Sacramento. La congregación a la que pertenecen se opone radicalmente a los homosexuales. Hablamos de cerca de cien mil personas distribuidas en setenta congregaciones fundamentalistas, en una región que ya desde antes estaba dominada por el sector homosexual de la población. Decir que las relaciones actuales entre estos grupos son tensas es presentar la situación muy suavemente. Los cristianos hacen una intensa propaganda antihomosexual, con emisoras de radio y televisión propias, y tienen una enorme capacidad movilizadora. En algunas de las reuniones de protesta que mantienen las organizaciones de homosexuales hay más anti demostrantes que demostrantes —Tomó aire pesadamente y recogió el resto de la salsa del plato con el tenedor, y continuó—: Pero ¿cuándo pasan estas congregaciones a ser criminales? Por un lado, es evidente que odian. El lenguaje que utilizan y, no menos, la atención absolutamente desproporcionada que prestan en especial a ese campo subrayan que se trata claramente de un odio alienado.

Por otro lado, muchos de sus líderes espirituales se niegan directamente a tomar distancia de los asesinatos de, por ejemplo, Satender. Por otro lado, la libertad de expresión llega, y llegará, muy lejos; y dentro de congregaciones como éstas, a lo largo de todos los Estados Unidos, muchos se cuidan bien de exhortar al asesinato o a la violencia.

—Ellos asientan las bases para los casos de odio, se niegan n tomar distancia cuando suceden y después se lavan las manos porque nunca dijeron expresamente «matadlos».

—Precisamente —asintió Karen—. Y cuando un cura grita en el éter que los homosexuales se revuelcan en el pecado y que han de sufrir una muerte dolorosa, que arderán en el Infierno, que se..., bueno, entonces ahí puede decir que se refería a la palabra y la voluntad de Dios. Y que si alguno de los hijos de Dios se lo tomó al pie de la letra, no es problema suyo. Y la libertad de credo y expresión son, como bien sabes...

BOOK: Noche cerrada en Bergen
9.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Jaxie's Menage by Jan Springer
Laced with Poison by Meg London
To the Steadfast by Briana Gaitan
Tracers by Adrian Magson
An Inconvenient Friend by Rhonda McKnight
Pursuit of a Kiss by Lola Drake
To Tempt a Scotsman by Victoria Dahl
Poirot and Me by David Suchet, Geoffrey Wansell


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024