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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (23 page)

Simplemente no se podía creer.

Precisamente ahora estaba abajo en el vestíbulo, con las piernas separadas y con las manos a la espalda, mientras olisqueaba el aire. Si bien Fritjof Hansen era un hombre de sesenta y tres años y tenía el olfato algo debilitado después de haber fumado un buen número de cigarrillos diarios durante cuatro décadas, una vez que hubo terminado con eso, hacía ya tres años, tanto ese sentido como el del gusto se le habían aclarado.

—Edvard —dijo, reteniendo con un gesto de la mano al botones que pasaba vacilante con una cartera bajo el brazo y una maleta en cada mano—. ¿Notas un olor raro por aquí?

—No —jadeó Edvard sin detenerse—. ¡Pero el sótano huele que apesta!

—¡Ajá!...

Fritjof Hansen juntó los pies como un soldado y se sacudió una mota de polvo imaginaria del mono que vestía. Era verde, estaba recién planchado y las rayas en las piernas del pantalón se marcaban como cantos afilados. Los zapatos negros le brillaban. La tarjeta de identidad, que combinada con su cinta magnética y el poco sabiamente elegido código 1111, le permitía tener acceso a todos los cuartos del edificio, colgaba de un mosquetón en el cinturón mediante un cordón extensible. Cuando empezó a caminar lo hizo también a la estricta manera militar.

El sótano del Continental era un laberinto poco claro, aunque no para Fritjof Hansen. Había manejado grandes y pequeños detalles en el hotel durante más de dieciséis años. Cuando le dieron el título de gerente de mantenimiento el año anterior, entendió que, de algún modo, era sólo para premiar su lealtad. Realmente no era jefe de nada. Antes de obtener ese trabajo en el Continental, había precintado paquetes para una empresa de seguridad en Groruddalen. Como parecía ser muy hábil con las manos, se convirtió en una especie de conserje informal del lugar. Hasta que su jefe lo recomendó para un puesto en el Continental. Se había presentado a la entrevista recién afeitado, con su caja de herramientas y un buen traje. Consiguió el puesto, y desde entonces no faltó un solo día.

No le gustaba el sótano.

Las complejas máquinas de allí abajo las mantenían especialistas. Podía suceder que Fritjof Hansen cambiase una lamparita o reparase una puerta que se hubiese salido de registro, pero el hotel tenía contratos con firmas externas para el mantenimiento y la continua modernización del cuarto de calderas. También del sistema de ventilación. En el techo y en su propio local en el piso superior estaba el módulo que tomaba aire fresco de fuera. En el sótano estaba el sistema mecánico. Con los años, se habían construido y suplementado de tal manera que en la práctica funcionaban como dos sistemas separados. En la última modernización, se había aconsejado que el hotel lo cambiase todo de una vez. Resultó demasiado caro, y a través de un acuerdo entre la dirección del hotel y el proveedor del equipo, en su lugar se proveyó un nuevo agregado menor para aliviar el viejo sistema. Fritjof Hansen podía oír el rumor monótono desde mucho antes de llegar al pasillo más alejado, donde estaba la puerta cerrada que se abría al cuarto de las máquinas.

En cuanto bajó las escaleras, arrugó la nariz. No olía igual que en las habitaciones contaminadas, pero aquí también había un olor extraño, dulce, mezclado con polvo y humedad, además del olor característico de lo viejo.

Fritjof Hansen no creía en fantasmas. Creía en su hermano, en el Partido Socialdemócrata y en la dirección del hotel, que le había prometido que tendría trabajo allí mientras pudiese sostenerse en pie y caminar. Con los años había empezado también a confiar en sí mismo. Los fantasmas eran invisibles. Lo que no se podía ver, no existía. De todas maneras siempre sentía esta extraña incomodidad cuando buceaba en los largos pasillos estrechos con las muchas puertas de estancias que escondían cosas que conocía, pero que, por lo general, no comprendía.

Cuando torció el pasillo hacia la izquierda, el olor se hizo más penetrante. Se acercaba al sistema de aire acondicionado, que se encontraba en dos cuartos separados, uno al lado del otro. A cada paso que daba, la incomodidad iba en aumento. Pensó que tal vez debería buscar a alguien. Edvard era un buen tipo al que le gustaba conversar cada vez que podía.

Sin embargo, era sólo el botones. Él era jefe de mantenimiento, con un cartel identificatorio sobre el pecho y un código para entrar a cualquier lugar en todo el edificio. Aquél era su trabajo, y el conserje había dicho que tenía una hora para solucionar el asunto antes de que la dirección del hotel llamase a un servicio profesional.

Como si él no fuese un profesional.

Aunque casi todo era viejo en el sótano, la cerradura del cuarto era un moderno lector de tarjetas. Pasó la suya por el lector de la puerta más cercana e introdujo el código con tanta decisión como pudo.

Abrió la puerta.

La fetidez lo golpeó con una fuerza que le hizo retroceder un par de pasos. Se tapó la nariz con la mano antes de adelantarse de nuevo con obstinación.

Se quedó parado en el vano de la puerta del cuarto oscurecido, y con la mano libre buscó el interruptor. Cuando lo halló, casi se quedó ciego por el resplandor de los tubos fluorescentes, que, de pronto, inundó el cuarto con una incómoda luz azul.

Cuatro metros más allá, medio ocultas tras un artefacto que no sabía qué era, vio unas piernas, de la rodilla hacia abajo. Era difícil decir si pertenecían a una mujer o a un hombre.

Fritjof Hansen tenía un ritual nocturno. Diariamente, a las nueve y treinta y cinco de la noche, veía
CSI
en TV Norge. Una cerveza, una pequeña bolsa de patatas fritas y
Crime Scene Investigation
antes de irse a la cama. Le gustaban tanto la versión de Miami como la de Nueva York. Aunque, de todos modos, su favorito era Gil Grissom, en la serie original de Las Vegas. Ahora, cuando estaban a punto de cambiar a Grissom por el negro, no estaba tan seguro de querer seguir viéndola.

Grissom era el mejor de todos.

En todo caso, a Gil Grissom no le hubiera gustado que el jefe de mantenimiento de un hotel respetable entrase en el lugar del crimen y destruyese las muchas pruebas microscópicas que podían encontrarse allí. Fritjof Hansen estaba seguro de que aquello era la escena de un crimen. En todo caso, la persona de ahí, al lado de la pared, estaba muerta. Recordó un episodio en donde Grissom había establecido la hora exacta de un asesinato estudiando el desarrollo de las larvas de las moscas que pululaban sobre un cadáver descompuesto. Había sido suficientemente desagradable por televisión.

—Remuerto —murmuró para convencerse—. Aquí apesta a muerte.

Retrocedió despacio y cerró la puerta. Verificó mediante el picaporte que la cerradura estuviese echada y comenzó a caminar de regreso hacia las escaleras. Antes de llegar a la esquina donde el pasillo formaba un ángulo de 90 grados, empezó a correr.

—De hecho consideré dejar que se escapara. Pero entonces encontramos el hachís. Tuve que hablar seriamente con él, y entonces me di cuenta de que...

El oficial Knut Bork alcanzó un informe personal a Silje Sørensen mientras caminaban juntos hacia la zona azul de la Central de Policía. Ella lo tomó y se detuvo mientras dejaba que sus ojos recorriesen la hoja.

Tras hacer una verificación más precisa, habían comprobado que Martin Setre tenía quince años y once meses de edad. Había pasado la primera parte de su vida con sus padres biológicos. Ya en el parvulario destacó como un pájaro de mal agüero. Infracciones constantes. Cardenales. Estaba claro que el muchacho era negligente también en el parvulario, pero la mayor parte de las heridas las traía de su casa. Cuando el director de Pedagogía pidió un informe sobre el niño, se sugirió un diagnóstico de TDAH. Antes de que la investigación comenzase, la familia se mudó. Martin comenzó a ir a la escuela en un pequeño distrito de Østfold y al cabo de sólo medio año lo internaron en el hospital con dolores de estómago que nadie podía explicar. Durante la primavera del primer año, la familia volvió a mudarse, después de que una de las maestras llegase de visita sin haberse anunciado, para encontrar al niño encerrado en un depósito para bicicletas y vestido con muy poca ropa. La mujer denunció el caso a Protección de Menores, pero antes de que el expediente alcanzase a llegar al tope de la pila, la familia se había mudado de nuevo. La vida de Martin continuó así hasta que, a los once años, le internaron en el hospital de Ullevål con una fractura de cráneo. Por suerte se le pudo salvar la vida, pero darle una resultó ser mucho más difícil.

Desde entonces, el muchacho entró y salió de instituciones y orfanatos. La última vez que se escapó fue durante las Navidades, de una institución de protección de menores en la que lo habían internado contra su voluntad.

Se había sobreseído a los padres por falta de pruebas.


Ptm
—murmuró Silje levantando de nuevo la vista.

—¿Cómo?

—Puta madre —dijo ella más claramente.

—Puede decirse eso —contestó Knut Bork invitándola a avanzar—. Está aquí sentado.

Sacó una llave y la introdujo en la cerradura.

—Estrictamente, no tenemos derecho a encerrarlo —dijo en voz baja—. En todo caso, no sin supervisión. Pero el tipo hubiera andado por todos lados si yo hubiera dejado esta puerta abierta por un segundo. Trató de escaparse tres veces cuando lo traíamos de Protección Infantil.

—¿Estuvo allí desde el lunes?

—Sí, en Agudos de Protección Infantil. Aquí no ha estado solo más de cinco minutos.

La puerta se abrió.

Martin Setre no levantó la vista. Estaba sentado balanceándose en una silla y había puesto un pie sobre la mesa. La bota sucia descansaba sobre un pequeño charco de nieve derretida. El respaldo de la silla golpeaba rítmicamente la pared detrás de él y ya había comenzado a marcarla.

—Para —dijo Bork—. Ahora. Ésta es la subinspectora Silje Sørensen. Quiere hablar contigo.

El muchacho mantuvo la mirada baja. Tenía una cajita de tabaco para mascar entre los dedos, sin que pareciese estar usándolo ahora. Como contrapartida se le había agravado la infección de herpes.

—Hola —dijo Silje desde el otro lado de la mesa—. Puedes saludarme si quieres.

Se sentó.

—Entiendo —dijo ella, y comenzó a reírse.

Ahora el muchacho levantó la vista, pero sin encontrar la mirada de Silje.

—¿De qué coño se ríe?

—No es de ti. Es de Knut, aquí.

Señaló con la cabeza a su colega más joven. Él, por su lado, levantó las cejas tanto como era posible antes de adoptar la misma expresión indiferente. Había dado la vuelta a la silla sobre la que estaba sentado y se inclinó sobre el respaldo con los brazos en cruz; una delgada carpeta de casos colgaba de una de sus manos.

—El asunto es... —dijo Silje— que cuando él me mostró tus papeles hicimos una apuesta. Yo aposté cien coronas a que te ibas a balancear en la silla, juguetearías con una cajita de tabaco y te negarías a saludarme. Después le aposté otras cien a que durante el primer cuarto de hora no me ibas a mirar a los ojos. Me parece que me voy a forrar. Por eso me río.

Se rio de nuevo.

El muchacho quitó el pie de la mesa, dejó caer al suelo con un ruido las dos patas delanteras de la silla y la miró directamente a los ojos.

—Todavía no han pasado quince minutos —dijo—. Perdió.

—Sólo a medias —sonrió ella—. Es uno a uno entre Knut y yo. Cómo será entre nosotros dos, está por verse.

Un golpe débil en la puerta hizo que el muchacho mirase hacia allí.

—Entre —dijo Knut Bork en voz alta, y la puerta se abrió.

Una mujer de aproximadamente treinta años, muy por encima de su peso y con ropas más que holgadas, entró respirando pesadamente.

—Disculpen la tardanza —se excusó—. Mucho que hacer hoy. Soy Andrea Solli, de Protección de Menores.

Lo último lo dijo en dirección a Martin, y la mujer alargó una mano frente a él. Él levantó la suya vacilante, hasta encontrar un apretón flojo. No se puso de pie.

—Con eso todas las formalidades deben de estar en orden —dijo Andrea Solli cogiendo la última silla del cuarto.

El muchacho cerró los ojos e hizo como si bostezara. En realidad, ponía al día sus propias cuentas. En la sucesión de empleados de Protección al Menor, peritos, abogados y miembros de juntas que habían pasado por la vida de Martin Setre, Andrea Solli era la número 62. La primera había logrado hacerlo hablar. Le había contado tanto como quiso, y terminó describiendo cómo su padre le había encajado la cabeza dentro de una taza de retrete hasta que él no había estado seguro de estar vivo todavía.

Esa vez la mujer le había dicho que le creía y que todo saldría bien. Nada había salido nunca bien y ya hacía mucho que él había dejado de creer en nada de lo que le dijeran.

—Entiendo que te trajeron hace tres días —dijo Silje Sørensen—. Por posesión de tres gramos y medio de hachís, dice aquí. Para serte franca, esto no me interesa lo más mínimo. Tampoco estoy especialmente interesada en tu carrera como prostituto. Tampoco en este... —tomó la hoja que Knut Bork sacó de la carpeta que sostenía—, esto de aquí. Un informe de detención del 21 de noviembre del año pasado.

—¿Eh? ¿Ahora también van a empezar a sacar asuntos del tiempo de Maricastaña?

Martin se agitó en la silla.

—De esto hace un mes y medio, Martin. Aquí en la Policía, esto no es un asunto muy antiguo. Pero de hecho tampoco es esto lo que me interesa de tu caso.

El muchacho estaba inclinado hacia delante y empujaba la cajita de tabaco sobre la mesa, enviándola de una mano a la otra como si fuese un disco de hockey.

—Es Hawre. Hawre Ghani. ¿Lo conoces, verdad?

El movimiento de la cajita entre las manos aumentó de velocidad.

—Vamos, Martin. Os detuvieron juntos. En este informe está claro que os conocíais. Sólo quiero saber...

—No he visto a Hawre desde hace muchísimo —dijo el muchacho con amargura.

—Bueno, eso me lo creo.

—No sé nada de Hawre —murmuró Martin.

—¿Erais amigos?

El muchacho esbozó una mueca.

—¿Eso quiere decir sí o no?

—No es muy fácil hacer amigos cuando se vive como yo. ¡No puedo vivir en el mismo sitio durante más de unas semanas!

—Eres tú el que se escapa —lo interrumpió la asistente social—. Yo entiendo que las cosas son muy difíciles para ti, pero no es fácil comprender...

—De eso se puede hablar más tarde —interrumpió Silje Sørensen—. Tengo que preguntarte otra vez, Martin: ¿conocías bien a Hawre?

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