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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (20 page)

BOOK: Noche cerrada en Bergen
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«Y qué hay de mi hija», pensó Inger Johanne. La vida de Kristiane, todos los análisis, diagnosis y no diagnosis, medicaciones y errores, avances e intentos; toda la existencia de su hija estaba registrada en un archivo que había sido acumulado con confianza a través de los años y que ahora había desaparecido.

—Las carpetas de los niños son un poco más valiosas que su ordenador —dijo Inger Johanne.

Por fin dejó de sonreír.

—Por supuesto —dijo Live Smith—. Ésa es también la razón por la que pensé que sería bueno avisarla. Pero quizá el rector tenía razón. Fue un error por mi parte. Ya verá cómo la carpeta aparece hoy, más tarde. Sólo pensé que como tenía esa sensación, y como usted misma trabaja en la Policía, yo...

—Eso no es así. Yo trabajo para la universidad.

—Cierto. Es su marido el que es policía. El papá de Kristiane.

Inger Johanne no tenía ganas de corregirla otra vez. En lugar de hacerlo se puso de pie. Echó una mirada al cuarto de archivos al fondo.

—Hizo lo correcto al avisarme —dijo—. ¿Puedo ver el armario?

—¿El armario de los cajones?

—Si es así como lo llaman.

—En realidad sólo somos el rector y yo los que... Como le dije tenemos reglas muy estrictas para...

—¡Sólo voy a mirar! ¡No tocaré ninguna carpeta!

La inspectora de enseñanza se puso de pie. Sin una palabra fue hacia la puerta, eligió la llave correspondiente de un llavero enorme y abrió. La mano buscó el lado del marco izquierdo. Un tubo de luz estridente crepitó y parpadeó en el techo hasta asentarse finalmente en un murmullo de alta frecuencia.

—Es ese de ahí —dijo señalándolo.

Los estantes cubrían dos de las paredes desde el suelo hasta el techo. Eran estantes grises, esmaltados, con puertas. Inger Johanne miró con más atención el que la inspectora había señalado. El candado parecía lo suficientemente sólido. Se inclinó un poco más y achicó los ojos tras los vidrios de las gafas.

—Hay una pequeña raya aquí —dijo al cabo de unos segundos—. ¿Es nueva?

—¿Raya? Déjeme ver.

Juntas estudiaron el candado.

—Yo no veo nada —dijo Live Smith.

—Aquí —dijo Inger Johanne señalando con una pluma—. Un poco ladeada. ¿La ve?

Live Smith se inclinó hacia delante. Cuando entrecerró los ojos, el labio inferior se elevó hasta darle la apariencia de un ratón empeñoso.

—No...

—Sí.

—¡En todo caso, yo no veo nada!

Inger Johanne aspiró sonoramente y se enderezó.

—¿Puede abrirlo? —pidió.

Esta vez, Live Smith cedió sin discutir. El enorme llavero se agitó otra vez y al cabo de unos segundos pudo abrir la puerta. El interior del armario estaba dividido en seis cajones. Cada uno con su correspondiente candado y llave.

—Éste es el cajón donde estaba la carpeta de Kristiane —dijo señalando el superior.

Inger Johanne no logró ver huellas de que alguien hubiera forzado nada ni siquiera poniendo toda su voluntad. Inspeccionó por todos lados el pequeño agujero de la llave. El armario era ciertamente viejo, con alguna que otra raya en el esmalte. Sin embargo, no parecía que nadie hubiera tocado el candado.

—Gracias —murmuró.

Live Smith cerró y echó la llave cuando salieron.

—Entonces —dijo aliviada, una vez que todo estuvo cerrado—. Lamento sinceramente haberla alarmado sin razón.

—No hay problema —dijo Inger Johanne, y se obligó a sonreír en respuesta—. Como hemos dicho es mejor anticiparse. Gracias.

Ya estaba en la puerta. Entonces se dio cuenta de que tenía puesto el abrigo. Tenía calor, casi estaba sudando.

—Llámeme si aparece —pidió.

—«Cuando» aparezca —rio la inspectora de enseñanza—. Por supuesto que lo haré. De paso debo decirle que es una alegría observar los avances que hace Kristiane.

Fue como si la mujer de mediana edad hubiera experimentado un súbito cambio de personalidad. La estúpida sonrisa desapareció. Las manos, que todo el tiempo habían estado nerviosas tocándose los cabellos y llevándolos detrás de las orejas, reposaron tranquilas en su falda cuando se sentó. Inger Johanne permaneció de pie.

—Es una niña fascinante —continuó Live Smith—. ¡Pero además nos brinda tanto! Lo especial con Kristiane es lo impredecible de su enorme predictibilidad. He tenido muchos autistas en la escuela, pero...

—Kristiane no es autista —se apuró a decir Inger Johanne.

Live Smith se encogió de hombros.

Pero sin sonreír.

—Autista, asperger, o quizá sólo... especial. No importa mucho cómo quiera usted llamarla. La cosa es que es un placer tenerla aquí. Tiene una fantástica capacidad de aprendizaje, y no hablo solamente de estudiar. Puede formular las preguntas más extrañas que, si uno utiliza sus mismas premisas, pueden tener una lógica asombrosa.

Ahora la sonrisa era genuina. De vez en cuando reía, una risa alegre y cristalina que Inger Johanne no le había oído nunca. Para saber tan poco de la familia, conocía notablemente a Kristiane.

—Pero todo esto usted ya lo sabe. Yo sólo quería que entendiese que no son únicamente sus maestros más cercanos los que han aprendido a querer a Kristiane. Todos nos preocupamos por ella y aprendemos algo nuevo de ella todos los días.

Inger Johanne sacó un pañuelo. Sabía a sal cuando su lengua rozó el labio superior.

—Gracias —dijo despacio.

—Yo soy quien debo darle las gracias. Tengo el mejor trabajo del mundo, y hay niños como su hija que me hacen estar agradecida por cada día de escuela. Tantos de nuestros pequeños encuentran límites en todo lo que hacen. Pueden ser tres pasos adelante y dos hacia atrás. Pero no con Kristiane.

—Tengo que irme —dijo Inger Johanne.

—Desde luego. ¿Sabe cómo se sale?

Inger Johanne asintió y abrió la puerta. Cuando la dejó cerrarse detrás de ella, sintió en la nariz el olor de jabón verde. Se apuró a través del largo corredor. Las botas resonaban contra el linóleo recién encerado, y cuando llegó finalmente a las grandes puertas de vidrio de la entrada, no las pudo abrir lo suficientemente rápido.

El frío del invierno la golpeó haciendo que respirase más fácilmente.

Disminuyó la velocidad y metió las manos en los bolsillos del abrigo. Como de costumbre, Kristiane había insistido para que aparcasen a algunos cientos de metros de la escuela, así podrían dar exactamente el mismo rodeo de siempre hasta llegar al edificio.

Finalmente había llegado el cambio de clima.

Una larga helada había endurecido el suelo y lo había preparado para la nieve seca y ligera que cubría ahora todo Østlandet. Las pistas de esquí distribuidas en los pulmones verdes que la capital todavía consideraba sensible mantener habían estado repletas de niños y padres de criaturas en los últimos días de las vacaciones escolares. Las pistas de trineo se rellenaban cada día echándoles nieve ligera. En las canchas de fútbol congeladas, grandes y chicos daban vueltas con cajones y palas. No sólo la ciudad estaba más luminosa cubierta de blanco; era como si, colectivamente, sus habitantes suspirasen aliviados porque la naturaleza se había dado de alta. En todo caso por esta estación.

Inger Johanne se ajustó mejor la bufanda contra la nevada y trató de pensar racionalmente.

Seguramente la carpeta se había extraviado, sin más.

Pero no lograba creerlo.

—Joder —se dijo—. Joder, joder, joder.

No entendía por qué se había alterado tanto. Era cierto que se sentía siempre preocupada por Kristiane, pero aquello ya era excesivo.

Extraviada, había dicho Live Smith.

Caminó más rápido.

Una angustia nueva y aterradora se había asentado en ella. Había llegado con el hombre que había visto en el jardín. Ese que las niñas no supieron quién era, pero que llamó a Kristiane por su nombre. Lo único que reconocía en la constante inquietud que la perseguía desde entonces era que estaba completamente sola con ella. Isak manejaba a Kristiane como si la niña fuese sana y normal, y se reía siempre ante cualquier preocupación. Yngvar siempre la tranquilizaba, sobre todo en los peores momentos. Ahora tenía menos paciencia. Los gestos de desaliento cada vez que ella insinuaba que pasaba algo extraño con su hija, que algo no iba como debería, hicieron que se quedase cada vez más callada. Trataba de calmarse diciéndose que había leído demasiado. Toda la sabiduría de la que se había adueñado en el curso de los años con Kristiane se había vuelto una carga. Mientras que Ragnhild ya sabía que los extraños podían ser peligrosos, Kristiane era a menudo totalmente incapaz de discernir. Podía dejarse llevar por quien fuera.

Delincuentes sexuales.

Ladrones de órganos.

No debía darle tantas vueltas. Kristiane estaría protegida siempre, siempre.

Se acercó al coche. No podía haber pasado más de una hora desde que había aparcado. Aun así, el automóvil estaba cubierto de nieve. Además, un tractor limpiacalles había pasado por su lado y había dejado un muro de nieve de un metro de alto entre el viejo Golf y la estrecha calle de una sola dirección.

Inger Johanne se detuvo. No tenía una pala en el coche. Había olvidado los guantes en la oficina de la inspectora de enseñanza.

Por primera vez se animó a considerar la idea en su conjunto: había alguien que los vigilaba.

No a ellos.

A Kristiane.

La familia Vik Stubø nunca había tenido cortinas en las ventanas de la sala. Las miradas de la calle no les molestaban, y la habitación era más luminosa sin ellas. En los últimos días, sin embargo, Inger Johanne había comenzado a buscar algún género liviano. Algo que los protegiese de las miradas de los que se movían allí fuera. Esos que ella no conocía, pero que estaban ahí. La parte racional de su cerebro sabía que un hombre detrás de una cerca de jardín, un tipo amigable en la tienda de los ositos y un fichero desaparecido difícilmente completaban una secuencia. Pero la sensación en su estómago le decía algo totalmente diferente.

Furiosa, con las manos desnudas, comenzó a remover la nieve que cubría el automóvil. Pronto se le entumecieron los dedos, pero no cejó hasta dejar libre todo el vehículo. Entonces empezó a deshacer a patadas el muro que había dejado el tractor. Le caían las lágrimas y le dolían los talones cuando por fin juzgó que le sería posible salir.

Se dejó caer en el asiento del conductor, introdujo la llave en la ranura y la giró.

Acelerando más de lo necesario, torció las ruedas hacia la calle pasando por encima de toda la nieve que no había podido quitar del paso. Puso la reductora y condujo al doble de la velocidad permitida. Al llegar al primer cruce se dio cuenta de lo que hacía y frenó abruptamente, justo a tiempo para evitar la colisión con un camión que avanzaba desde la derecha.

Se quedó sentada, inclinada hacia delante, con ambas manos en el volante. La adrenalina la hacía pensar con una claridad absoluta. Por un momento consideró lo absurdo que era creer que alguien podía interesarse en vigilar a una niña rara de catorce años que vivía en Tasen.

En cuanto puso de nuevo el coche en marcha, volvió a sentirse tan angustiada como antes.

—No debería preocuparse por no tener suficiente quehacer —dijo, risueña, la secretaria alcanzando una carpeta a Kristen Faber—. El que un cliente no aparezca facilita las cosas, así se pueden hacer muchas más cosas. Arreglar los papeles de su escritorio, por ejemplo. Allí reina un alegre caos.

El abogado cogió la carpeta y la abrió mientras caminaba hacia la puerta de la oficina. Detrás de él, junto al escritorio de la secretaria, quedó un olor de cuerpo sin lavar, de loción para después del afeitado y de alcohol barato. Ella abrió un cajón y extrajo un aerosol perfumado. Pronto el olor de borrachera rancia se mezcló con el intenso aroma de lirios, y la secretaria olisqueó el aire con una mueca antes de devolver el pulverizador a su lugar.

—¿Ni siquiera ha llamado? —gritó el abogado Faber, antes de que un ataque de tos hiciese innecesaria la respuesta.

En lugar de eso, la secretaria se paró, tomó una humeante taza de café bien caliente de encima de un archivador y lo siguió.

—No —dijo cuando finalmente el hombre terminó de escupir flemas en un cesto rebosante de papeles—. Probablemente algo se lo impidió. Tome. Beba esto.

Cuando Kristen Faber tomó la taza, logró hacerlo sin derramar nada.

—Este miedo a volar que tengo es una desgracia —murmuró—. Tuve que beber alcohol desde
fucking
Barbados.

La secretaria, una mujer amigable y de constitución frágil que rondaba los sesenta, podía imaginarse muy bien que había habido mucho
fucking
en Barbados. También sabía que él no había bebido tan sólo en el viaje.

Había trabajado durante casi nueve años para el abogado Faber. En el bufete eran sólo ellos dos, más un apoderado que trabajaba media jornada. Según los papeles compartían la oficina con otros tres abogados, pero los locales estaban distribuidos de tal forma que podían pasar días sin que ella viese a los otros. El abogado Faber tenía su propia entrada, su recepción y su
toilette.
Como su oficina era grande, no era común que ella tuviese que preparar café y agua mineral en el gran cuarto de reuniones, que era compartido.

Dos veces al año, en julio y para las Navidades, Kristen Faber se desconectaba de todo. Junto a un grupo de viejos amigos de estudios, todos hombres, divorciados y forrados de dinero, viajaba a lujosos destinos para comportarse como si todavía tuviesen veinticinco años. Salvo en lo que respectaba al dinero. Cada vez que lo hacía regresaba igual de cansado. Le llevaba una semana recuperarse, pero entonces no tocaba una gota de alcohol antes de que llegase la oportunidad de un nuevo viaje con sus amigos. La secretaria suponía que él sufría de una especie de alcoholismo. Sin embargo, se podía vivir con eso, pensaba.

—¿El avión llegó a la hora? —preguntó, más que nada por decir algo.

—No. Aterrizamos en Gardermoen hace dos horas, y si no hubiera sido por esta entrevista, hubiera podido pasar por casa para darme una ducha y ponerme ropa limpia. ¡Joder!

Chasqueó los labios con el café fuerte.

—Un poco más, por favor. Y creo que debe cancelar la entrevista de las dos. Tengo que...

Levantó el brazo y se olisqueó la axila. Los restos salados de sudor marcaban un anillo claro en su traje oscuro. Se enderezó con violencia.

—¡Pufff! ¡Tengo que irme a casa!

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