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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (17 page)

BOOK: Noche cerrada en Bergen
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Lukas había pensado de inmediato en su padre.

También en su madre, por supuesto; amaba a su madre. Una pena sorda empezó a drenarlo de fuerza en cuanto entendió bien lo que le decían. Pero era su padre el que lo había preocupado.

Erik Lysgaard era un hombre apacible.

Algunos decían que era indeciso, pero otros sabían apreciar al tipo tranquilo, retraído. Nunca se daba mucha importancia a sí mismo fuera de la familia. Sólo lo justo. Hablaba poco, y escuchaba mucho. Erik Lysgaard era un hombre al que uno se acostumbraba al conocerlo más de cerca. Tenía sus amigos, por supuesto, algunos compañeros de infancia y un par de colegas del colegio en donde trabajaba hasta que la espalda se le puso tan difícil que lo retiraron por invalidez.

Pero fundamentalmente era el marido de su esposa.

«Solo no es nadie», fue el pensamiento que golpeó a Lukas cuando comprendió que su madre había muerto. «Papá no es nadie sin mamá.»

Y al principio lo había entendido.

Esa noche, la bendita, terrible noche que Lukas no olvidaría jamás en su vida, la Policía lo condujo a Nubbebakken. El mayor de los policías había preguntado si querían tener compañía hasta que llegase el nuevo día.

Ni él ni su padre querían a nadie en la casa.

Su padre se había reducido hasta algo que era difícil de reconocer. Estaba tan delgado y débil que casi no proyectaba sombra cuando le abrió la puerta a su hijo y le dio la espalda, sin decir una palabra, y regresó a la sala.

Lloró de forma aterradora. Durante un buen rato lo hizo casi en silencio, para enseguida aullar bajo y largo, sin sollozos; un dolor animal que asustó a Lukas, que se sintió más desamparado de lo que esperaba, en especial porque su padre le negaba el contacto físico. Tampoco quería hablar. Cuando fue evidente que empezaba a hacerse de día, una mañana de Navidad negra como el carbón y lluviosa, Erik aceptó finalmente tratar de dormir. Pero no quiso que su hijo lo ayudase, pese a que Eva Karin, durante más de diez años, cada noche, le había quitado los zapatos y lo había ayudado acompañándolo hasta la cama para aplicarle en la espalda un bálsamo casero que asiduamente recibía de uno de los feligreses de sus años en Stavanger.

Igualmente, Lukas lo había entendido.

Ahora empezaba lo difícil.

Ya habían pasado cinco días desde el asesinato y nada había cambiado. Su padre no había comido nada durante esos días. Bebía agua, mucha agua, y un par de tazas de café con azúcar y leche por las tardes. Ni siquiera cuando Lukas lo llevó a casa junto a su propia familia, con la esperanza de que sus nietos le despertasen algún tipo de chispa de vida en el viejo, quiso comer algo. La visita fue un fiasco. Los niños estaban aterrados al ver a su abuelo llorar de forma tan rara, y el mayor, de ocho años, ya tenía suficiente con aceptar que la abuela no volvería nunca, nunca, nunca más.

—Así no va, papá.

Lukas empujó un puf hasta el sillón orejero de su padre y se sentó en él.

—Debemos pensar en el entierro. Tú debes comer. Eres una sombra de ti mismo, papá, y esto no puede seguir así.

—No puede haber entierro hasta que la Policía lo autorice —dijo el padre.

Hasta su voz se había hecho más delgada.

—No. Pero debemos planificarlo.

—Tú puedes hacerlo.

—No estaría bien, papá. Tenemos que hacerlo juntos.

Silencio.

El viejo reloj de pie se había detenido. Erik Lysgaard había dejado de izar las piñas de bronce, pesadas como el plomo, que colgaban bajo la esfera, antes de irse a dormir cada noche. Ya no precisaba escuchar cómo pasaba el tiempo.

El polvo bailaba en la luz que entraba por la ventana.

—Tienes que comer, papá.

Erik alzó la mirada y tomó con cuidado las manos de su hijo entre las suyas, por primera vez desde la muerte de Eva Karin.

—No. Eres tú quien debe comer. Eres tú quien debe seguir viviendo.

—Papá, tú...

—Tú eras el hijo de nuestra dicha, Lukas. Nunca un hijo fue más bienvenido que tú.

Lukas tragó saliva y sonrió.

—Eso dicen todos los padres. Yo mismo se lo digo a mis hijos.

—Pero hay tanto que tú no sabes.

Aunque afuera seguían los sonidos de la ciudad, era como si no lograsen colarse dentro de la casa muerta de Nubbebakken. Lukas no podía siquiera oír el latido de su propio corazón.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Hay muchas cosas que se van con una persona. Con Eva Karin se fue todo. Así debe ser.

—Tengo derecho a saber, papá. Si es algo que tiene que ver con la vida de mamá, con vuestra vida, como...

La risa seca de su padre lo asustó.

—Todo lo que tú tienes que saber es que fuiste un hijo amado. Siempre fuiste el gran amor de tu madre, y el mío.

—¿Fui?

—Mamá murió —dijo su padre con dureza—. Yo no voy a vivir mucho más.

Lukas recogió bruscamente las manos y enderezó la espalda.

—Recupérate —dijo—. Recupérate ya.

Se puso de pie y comenzó a andar rápido por el cuarto.

—Esto debe terminar. Ahora. ¡Ahora! ¿Me escuchas, papá?

Su padre apenas reaccionó ante aquel violento arrebato. Se quedó allí sentado, tal como había estado sentado en el mismo sillón, con la misma expresión vacía, desde hacía cinco días.

—¡No puedo entenderlo! —gritó Lukas—. ¡Mamá no puede entenderlo!

Cogió una figura de porcelana de una pequeña mesa al lado del televisor. Dos cisnes en un corazón dividido, regalo de bodas de los padres de Eva Karin. Había sobrevivido a ocho mudanzas y era una de las cosas más queridas de su madre. Lukas agarró los cisnes por el cuello con ambas manos. Los golpeó contra su muslo hasta que le dolieron los músculos y las figuras se rompieron en pedazos. Los bordes cortantes se le hincaron en las palmas. Cuando arrojó los restos al suelo, la sangre salpicó la alfombra.

—No te permito morir. ¡No te permito morir, coño!

Tenía que llegar a eso.

Lukas Lysgaard no se había atrevido nunca a decir tacos en presencia de sus padres, ni siquiera en su plena juventud. Ahora su padre se puso de pie a una velocidad que nadie hubiese creído posible juzgando su condición. Tres pasos y se plantó frente a su hijo. Levantó el brazo. El puño se detuvo a pocos centímetros de la mandíbula del joven. Y ahí se detuvo, como congelado en una escena absurda; más alto ahora, y más ancho. Era de él de quien Lukas había heredado los hombros, y era como si de pronto estos hubieran encontrado su lugar. Todo el hombre se agrandó. Lukas no respiraba. Se encogió bajo la mirada de su padre, como si hubiese vuelto a ser un adolescente. Terco y joven, y el muchachito de su padre.

—¿Por qué estaba mamá caminando por la calle?

Erik dejó caer la mano.

—Es un asunto entre Eva Karin y yo.

—Creo que sé por qué.

—Mírame.

Lukas observó sus propias palmas. En la raíz de cada pulgar había una profunda rasgadura. La sangre seguía goteando hacia la alfombra.

—Mírame —repitió Erik.

Cuando Lukas todavía no lograba levantar el rostro, sintió la mano de su padre sobre su mejilla sin afeitar. Finalmente levantó la vista.

—Tú no sabes nada —dijo Erik.

«Sí —pensó Lukas—. Quizá siempre lo supe. Por lo menos durante mucho tiempo.»

—De veras que no sabes nada —repitió su padre.

Estaban tan cerca que el aliento de uno acariciaba la piel del rostro del otro con pequeños soplos. Y de la misma forma en que los malos pensamientos se convierten en secretos rígidos cuando no se comparten, ambos cargaban con la certeza de algo que estaban convencidos que el otro ignoraba. Se que daron ahí quietos, avergonzados cada uno a su modo, sin que hubiera nada que decirse.

—Me avergüenza decirlo, Synnøve, pero éste es el tipo de casos en los que tratamos de mantenernos bastante a la expectativa.

En todo caso, Kjetil Berggren había logrado bajar la temperatura dentro de la pequeña sala de interrogatorios. Ahora estaba sentado con las mangas de la camisa arremangadas de manera antirreglamentaria y tamborileaba distraído con un lápiz sobre la pierna del pantalón.

Ella lo contó todo tal como era, sin esconder nada. El que cada palabra suya hiciese que la desaparición de Marianne resultase cada vez menos sospechosa era algo que todavía no entendía bien.

—Comprendo —dijo, dócil.

—Una cosa es que ni siquiera has hablado todavía con sus padres.

—¡Marianne no tuvo contacto con ellos desde que nos mudamos a vivir juntas!

—Entiendo —dijo él, y se pasó la mano por el cabello bien corto—. En principio estoy de acuerdo contigo en que hay razón para preocuparse. Pero es que...

Estaba marcadamente menos entusiasta ahora que cuando la rescató de Ola Kvam hacía ya una hora y media. Se sentaba inquieto en la silla y no había tomado una sola nota en más de treinta minutos.

—Uno debe hablar con la familia cercana antes. Hasta donde entiendo, tú no contactaste con nadie todavía.

El enervante tamborileo contra la pierna se hizo más fuerte.

—Ni siquiera con sus padres —repitió él.

Como si los padres de una mujer de cuarenta y dos años tuviesen respuesta para todo.

—No vinieron cuando nos casamos —dijo Synnøve, agotada—. ¿Por qué se te ocurre que ahora podrían saber algo de Marianne?

—Al fin y al cabo iba a visitar a la tía de su madre, ¿verdad? Eso puede querer decir que su madre tiene...

—¡Esa tía apareció de la nada! Escucha, Kjetil: Marianne rompió con sus padres después de un terrible enfrentamiento hace ya más de trece años. Obviamente, tuvo que ver conmigo. Mantuvo una especie de contacto con su hermano, pero sólo eventualmente. No tiene abuelos y su padre es hijo único. La madre tiene a toda la parentela bajo su puño de hierro. En otras palabras, es como si Marianne no tuviese familia. Así las cosas, en otoño llegó una carta de la tía abuela, que emigró antes de que Marianne naciese y es...
persona non grata
para la familia. Una bohemia. Se casó con un afroamericano a comienzos de los sesenta, cuando hacer algo así no era precisamente popular en las familias finas de Sandefjord. Después se divorció y se fue a vivir a Australia. Ella... —Synnøve se interrumpió—. ¿Por qué estoy aquí sentada dándote un montón de información totalmente irrelevante sobre una mujer mayor extravagante y un tanto rara que de pronto descubrió que tenía una sobrina nieta a quien su familia apoyaba tan poco como a ella? ¡La cosa es que Marianne nunca llegó a casa de su tía!

Gesticuló con el brazo y volcó una taza llena de café. Soltó una palabrota cuando el líquido caliente cayó sobre sus muslos y saltó de la silla. Antes de que pudiese darse cuenta, Kjetil Berggren estaba a su lado con una botella de agua mineral vacía.

—¿Qué tal? ¿Quieres que eche más?

—No, gracias —murmuró ella—. Está bien, gracias.

Kjetil Berggren buscó toallas de papel en una alacena, al lado de la pequeña pileta que había en el rincón.

—Y además está eso de que ella ya se fugó antes —dijo él, todavía de espaldas.

Synnøve se sentó otra vez en la silla incómoda.

—No se fugó. Terminó la relación. Es distinto.

—Ten.

Él le alcanzó una gruesa pila de toallas.

—Dijiste que se fue para catorce días —dijo, sentándose de nuevo—. Sin dar noticias. Tampoco esa vez, quiero decir. Creo que comprendes que esto quiere decir algo, Synnøve. Que esta mujer..., que Marianne, hace tan sólo tres años, desapareció después de una tremenda pelea y viajó a Francia sin siquiera decirte que se había ido al extranjero. Éste es el tipo de cosas que los policías tenemos que tomar en consideración cuando decidimos si poner o no todo el peso en...

—Pero esta vez no nos peleamos. No nos peleamos en absoluto.

En lugar de regresar a su lugar al otro lado de la mesa, él se sentó sobre ésta y apoyó un pie en la silla al lado de Synnøve. Posiblemente era un gesto amistoso.

—Me encuentro horrible —murmuró ella poniendo distancia—. Y apesto como un caballo. Disculpa.

—Synnøve —dijo él con calma, sin darse cuenta de que ella tenía toda la razón.

Su mano estaba caliente cuando la apoyó en el hombro de ella.

—Desde luego que veré qué es lo que puedo hacer. Me hago cargo de tu denuncia de desaparición. Por lo menos es un comienzo. Pero desgraciadamente no puedo garantizarte que vayamos a hacer gran cosa. No por un tiempo, en todo caso. Sin embargo, hay mucho que puedes hacer sola mientras tanto.

Ella se puso de pie. Más para alejarse del contacto, que inesperadamente sintió como poco bienvenido. Cuando se estiró para coger el jersey, Kjetil Berggren bajó de la mesa al suelo.

—Haz unas llamadas —dijo él—. Tenéis muchos amigos. En caso de que haya algún asunto de... infidelidad en todo esto... —por suerte tenía la cabeza dentro del jersey. Se sonrojó enseguida. Luchó con torpeza dentro de la prenda hasta que retomó el control— suele haber uno o más en el grupo de amistades que lo saben.

—Entiendo —dijo ella.

—Y si tenéis una cuenta bancaria común, puedes verificar si ella retiró dinero. Y si ése fuera el caso, puedes averiguar dónde. Yo te llamaré dentro de un par de días a ver cómo va todo. O pasaré por tu casa. ¿Vives aún en la vieja casa de Hystadveien?

—Vivimos en Hystadveien. Marianne y yo.

En el momento en que lo dijo, supo que era mentira.

—Sin considerar que Marianne está muerta —dijo con dureza, tomó el anorak y caminó hacia la puerta—. Gracias, Kjetil. ¡Gracias por
fucking nothing!

Cerró la puerta tras de sí con tanta fuerza que la hizo saltar de las bisagras.

Noche hasta la oscura mañana

Rolf no podía cerrar la puerta de un coche de manera civilizada.

La cerró con tanta fuerza que Marcus Koll lo oyó desde la sala, pese a que el coche estaba detrás del edificio del garaje. Rolf le echaba la culpa a que durante toda su vida había conducido ruinas con ruedas. Todavía no se acostumbraba a los coches alemanes que superaban el millón. Por no hablar de los italianos que costaban el doble.

Marcus daba manotazos irritados persiguiendo una mosca que invernaba. Era enorme y perezosa, pero todavía vivía cuando entró Rolf.

—¿Qué diablos haces?

Marcus estaba de rodillas sobre la mesa del comedor y arrojaba golpes a su alrededor.

—Una mosca —murmuró—. ¿No puedes ser un poco más amable con nuestros automóviles?

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