Siempre amable. Siempre calma y con una subrepticia sonrisa que limaba los bordes de una u otra palabra afilada que pudiese escaparse en las contadas ocasiones en que Eva Karin Lysgaard se dejaba llevar por la emoción.
Lo que sucedía normalmente en relación con la cuestión del aborto.
Eva Karin Lysgaard era extremista en una sola cuestión: se oponía al aborto. Entera, totalmente y bajo cualquier circunstancia. Ni siquiera en caso de una violación o con riesgo inminente para la vida de la madre podía aceptar una intervención para eliminar la vida creada. Para la obispo Lysgaard, lo que Dios había creado era inviolable. Sus caminos eran inescrutables y un óvulo fecundado tenía derecho a la vida si Dios así lo había dispuesto.
Se respetaba su postura, en un país en donde, en realidad, las discusiones sobre el aborto habían desaparecido en 1978. Los pocos que se mantuvieron luchando contra la libertad de elegir sobre la cuestión fueron, por lo general, considerados cómicamente conservadores y (en todo caso, para el público en general) intensamente extremistas. Hasta las activistas feministas se moderaban frente a Eva Karin Lysgaard. Al ser tan profundamente ortodoxa, se distanciaba del argumento de que el aborto era una cuestión de liberación femenina.
Para ella el aborto era una cuestión de cuán sagrada era la vida, no de sexos.
—Me pregunto qué debió de sucederle ahí fuera, en el bosque —dijo de pronto Inger Johanne.
—¿En el bosque? Creí que la habían matado en la calle.
—Sí, claro. No me refiero al asesinato, sino a aquella vez... Su retrato apareció en el
Magasinet
el sábado, ¿lo viste?
Line sacudió la cabeza y se sirvió más vino.
—Estuvimos en la cabaña durante el fin de semana. Esquiamos un montón, pero no leímos ningún periódico.
«Eso lo haces tú independientemente de donde estés», pensó Inger Johanne, y sonrió mientras continuaba:
—Ahí decía que encontró a Dios cuando tenía dieciséis años. Dijo que fue algo muy especial, pero no aclaró qué era.
—¿No es a Jesús a quien ven?
—¿Qué?
—Yo creía —dijo Line— que cuando uno se salva se dice que «encontró a Jesús».
—Dios o Jesús... —murmuró Inger Johanne—, es lo mismo.
Se puso de pie con brusquedad y fue hasta el dormitorio. Cuando regresó, traía consigo el ejemplar del
Magasinet.
Mientras se sentaba lo hojeó hasta dar con la entrevista.
—Aquí —dijo, y tomó aliento—. «Estaba en una situación muy difícil. Nos pasa a menudo cuando somos adolescentes. Los problemas nos parecen enormes. Y a mí también. Entonces encontré a Jesús.»
—¡Ah! —interrumpió Line—. ¡Yo tenía razón!
—¡Chist! «¿Qué sucedió realmente?», le pregunta el periodista. —Inger Johanne miró rápido a Line por encima del borde de sus gafas antes de continuar leyendo—: «Eso queda entre Dios y yo [la obispo se ríe y se le forman hoyuelos en los que uno podría esconderse]. Todos tenemos nuestro cuarto secreto. Así debe ser. Y así será siempre.»
Dobló la revista despacio.
—Ahora quiero ver la película —dijo Line.
—Todos tenemos nuestro cuarto secreto —repitió Inger Johanne examinando el retrato de Eva Karin Lysgaard en la tapa del
Magasinet.
—Yo no —dijo Line, frívola—. ¿Vemos primero
Algo pasa en las Vegas
o pasamos directamente a
El diablo se viste de Prada?
Yo no la he visto, y puedo ver a Meryl Streep en cualquier momento.
—También tú tienes un par de estancias con secretos, Line. —Inger Johanne se quitó las gafas y se frotó los ojos antes de añadir—: Sólo que has perdido las llaves.
—Puede ser —dijo Line, igualmente risueña—. ¡Pero aquello que uno ignora, sabido es que no duele!
—Ahí te equivocas de raíz —contestó Inger Johanne, que señaló con desgana el DVD de
El diablo se viste de Prada
—. Es justamente lo que ignoramos lo que nos hace sufrir.
«Lo peor hubiera sido no saber», pensó Niclas Winter. Había vivido tanto tiempo al borde de la quiebra económica que saber que el comprador ya no estaba interesado le había hecho volver a beber un poco más, un poco más a menudo. Por no hablar de todo lo que se tomaba para mantener los nervios bajo control. Por fin había terminado con esa mierda. Le aflojaba los sentidos y lo volvía indolente. Chato. Improductivo.
Exactamente como no quería ser.
Cuando la crisis financiera le golpeó desde todos lados en otoño de 2008, no tuvo el mismo efecto en Noruega que en muchos otros países. Con varios miles de millones en la caja y un explosivo cajón de herramientas políticas, el Gobierno rojiverde pudo tomar contramedidas tan costosas y sólidas que nadie hubiese podido imaginarlas tan sólo unos meses atrás. La nación había bombeado dinero del mar del Norte durante tanto tiempo que parecía como mínimo invulnerable después del terremoto económico en los Estados Unidos. El mercado inmobiliario noruego, que desde antes estaba tan inflado como sobrecalentado, chocó contra el muro a principio del otoño. Pero ya se había despertado. En todo caso ya mostraba signos de vida. La cantidad de quiebras se multiplicó en los últimos meses, pero muchos pensaban que había sido una limpieza saludable entre empresas que, de todos modos, no se podían sustentar. El desempleo creció en la industria de la construcción, algo que por supuesto se tomó muy en serio. Por el momento, éste era un sector del mundo de los negocios que se mantenía sobre todo a partir de la fuerza de trabajo importada. Polacos, bálticos y suecos, todos tenían la fantástica cualidad de que preferían volver a casa cuando no conseguían trabajo; por lo menos aquellos que aún no habían entendido del todo que podían hacer buen dinero a través del sistema de beneficencia noruego. Además había bastantes economistas que, entre ellos y bien callados, pensaban que una desocupación de aproximadamente el cuatro por ciento era buena para mantener la flexibilidad del mercado laboral.
Al final Noruega Inc. siguió avanzando, y si bien no como antes, en todo caso sin las enormes y catastróficas consecuencias para el país o la población que afectaron a otros. La gente continuaba comprando comida, todavía necesitaban ropa para ellos y para sus hijos, se permitía como de costumbre el vino en los fines de semana e iba al cine tantas veces como antes.
Lo que disminuyó fue el consumo de bienes suntuarios.
Y por una u otra razón, el arte se consideraba un lujo.
Niclas Winter arrancó la cápsula de estaño del cuello de la botella de champán que había comprado el día que murió su madre. Trató de recordar si había abierto alguna vez antes una botella de esa manera. Mientras maniobraba con el seguro de alambre, pensó que aquélla era la primera vez. Estaba claro que había bebido cantidades sustanciales de la deliciosa bebida francesa, en especial en el curso de los últimos años, pero siempre a costa de otros.
Un chorro de espuma saltó, y Niclas rio para sí mientras escanciaba el espumoso en una copa de plástico que encontró en el borde del atestado banco de trabajo. Apoyó la botella en el suelo por seguridad y se llevó la copa a los labios.
El atelier de trescientos metros cuadrados, originariamente un depósito, estaba bañado de luz natural. Para el observador no avisado, el caos debía parecer completo en aquella habitación inmensa, con luces en el techo y grandes ventanas con arcos a lo largo de la pared suroeste. Niclas Winter tenía, por el contrario, un control absoluto del conjunto. Aquí estaban el equipo de soldadura, los ordenadores y los viejos lavabos, cables submarinos extraídos del mar del Norte y la mitad de un automóvil siniestrado; el atelier hubiera sido un paraíso para cualquier niño de once años mínimamente curioso. Pero, en realidad, no hubiese podido entrar jamás. Niclas Winter tenía tres fobias: las aves grandes, las lombrices y los niños. Ya le había sido suficientemente traumática su propia infancia y no soportaba recordarla cuando veía niños que jugaban y hacían bullicio y lo pasaban bien. El que el atelier quedase a sólo doscientos metros de una escuela primaria era un hecho lamentable que obviamente había aprendido a soportar. El local era perfecto en cualquier otro sentido, el alquiler era bajo y la mayoría de los niños lo evitaba desde que él había colocado carteles en la puerta que alertaban con un «
PERRO SUELTO
» junto a la imagen de un dóbermann.
El local era casi rectangular, dieciséis metros por casi dieciocho. Todo el desorden se concentraba cerca de las paredes, un marco de trastos y cosas necesarias que rodeaban un área grande en medio del cuarto. Ahí estaba siempre limpio y vacío, a no ser por la instalación en que Niclas Winter trabajaba entonces. A lo largo de una de las paredes más cortas había además cuatro instalaciones que estaban terminadas, pero que todavía no había mostrado a nadie.
Bebió un sorbo de champán, que era un poquito dulzón y además no estaba del todo frío.
Esto era lo mejor que había hecho.
El trabajo se llamaba
I was thinking of something blue and maybe grey, darling,
y lo había comprado StatoilHydro.
En el centro de la obra de arte se levantaba un monolito de maniquíes. Estaban entrelazados, como en el original en Vigelandsaparken, pero debido a la rigidez de los muñecos en todo lo que no fuera rodillas, codos, caderas y hombros, la figura de seis metros de altura resultaba manifiestamente espinosa. Cabezas montadas en cuellos casi quebrados, dedos erectos y pies con las uñas pintadas; todos apuntaban muertos hacia el espacio. El conjunto estaba envuelto en un delgado y brillante alambre de púas hecho de plata. Plata verdadera, por supuesto; sólo ese alambre había costado una pequeña fortuna. Si uno se acercaba, podía ver que los muñecos desnudos y sin vida tenían costosos relojes en las muñecas y que casi todos llevaban joyas en el cuello. En realidad, cuando los compró, los maniquíes carecían de sexo. Tan sólo los hombros anchos y la ausencia de pechos distinguían a los hombres de las mujeres, además de una protuberancia sin contornos entre las ingles. Niclas Winter acudió en su ayuda. Compró tantos penes en una tienda de artículos eróticos que obtuvo un importante descuento. Después los montó en los muñecos castrados. Esos dildos se presentaban como «naturales», algo que Niclas Winter sabía que era un disparate. Eran colosales. Los pintó con aerosoles de colores fluorescentes y los hizo más llamativos.
—Perfecto —dijo para sí, y vació la copa de un trago.
Se alejó unos pasos y ladeó la cabeza.
La última exposición de Niclas Winter había sido un éxito gigante. Se expusieron tres instalaciones al aire libre durante cuatro semanas en Rådhuskaia. El público estaba encantado. Los críticos también. Lo vendió todo. Por primera vez en su vida no tenía casi deudas. Lo mejor era que StatoilHydro, que ya había comprado
Vanity Fair, reconstruction,
había encargado
I was thinking...
basándose en un boceto. El precio era de dos millones. Recibió medio millón como adelanto, pero tanto ese dinero como bastante más ya había desaparecido con los materiales.
Y entonces los jodidos cambiaron de opinión.
Él no sabía de contratos, y cuando acudió indignado a un abogado con la carta que había recibido en octubre, entendió que era el momento de contratar a un agente. StatoilHydro estaba en su pleno derecho. El contrato incluía una cláusula de suspensión del encargo. Niclas Winter apenas lo había leído cuando lo firmó, mareado por el éxito.
«En el actual clima financiero», decían disculpándose en la carta. «Desafortunada señal para los empleados y los dueños», peroraban más abajo. «Moderación.» «Cierta restricción en el consumo innecesario.»
Bla, bla, bla. ¡Había que joderse!
La maldita carta llegó cuatro días antes de que su madre muriese.
Cuando se sentó a su lado en las últimas horas, más por un sentimiento de culpa que porque realmente se sintiese triste, todo cambió. Niclas Winter salió del cuarto de su madre moribunda en el hospicio Lovisenberg con una sonrisa en los labios, con una esperanza renovada y con un enigma que resolver.
Y lo había logrado.
Le llevó su tiempo, por supuesto. Su madre había sido tan poco clara que él tuvo que emplear varias semanas hasta dar con la oficina correcta. Se estresó, y en el camino se había hecho dos ampollas, pero ahora estaba todo resuelto. La entrevista estaba programada para el primer día hábil después del Año Nuevo. El tipo con el que se tenía que encontrar iba a convertir a Niclas Winter en un hombre riquísimo.
Se sirvió más champán y lo bebió.
La ligera embriaguez le sentó bien. Además, su trabajo estaba terminado. Si StatoilHydro dejaba pasar la oportunidad, habría otros compradores. Con el dinero que tendría ahora, podía aceptar el ofrecimiento de organizar una muestra en Nueva York para otoño. Podría terminar con todo el trabajo extra sin sentido, que le robaba energía y vitalidad. También dejaría las drogas. Y la bebida. Trabajaría las veinticuatro horas, sin preocupaciones.
Niclas Winter estaba casi feliz.
Le pareció oír un ruido. Un «clic» casi inaudible.
Se volvió a medias. La puerta tenía la llave puesta, y allí no había nadie. Bebió un poco más. Un gato en el tejado, quizá. Levantó la vista.
Alguien lo cogió por detrás. No entendió nada cuando una mano y después otra envolvieron su cara y le forzaron a abrir la boca. Cuando la aguja penetró en la mejilla izquierda le provocó más sorpresa que miedo. La punta le rozó la lengua y el dolor que sintió cuando la jeringa se vació sobre la delicada mucosa fue tan intenso que le hizo gritar. El hombre estaba todavía detrás de él y le apresaba las manos. Un calor intenso se esparció rápidamente desde su boca. Le costaba respirar. El extraño lo sostuvo mientras caía. Niclas Winter sonrió y trató de parpadear fuera del velo que se extendía como grasa sobre su mirada. No podía respirar. Sus pulmones no podían más.
Apenas se dio cuenta de que le arremangaban la parte izquierda del jersey. La nueva inyección se cebó en la vena azul, en el lado interno del codo.
Era el 27 de diciembre de 2008, tres minutos después de las once y media de la mañana. Cuando Niclas Winter murió, a los treinta y dos años y justo antes de su debut internacional como artista de éxito, todavía sonreía por la sorpresa.
Ragnhild Vik Stub ø se rio con entusiasmo. Inger Johanne le sonrió como respuesta, recogió todos los dados y los arrojó nuevamente.