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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (36 page)

Toda la vida de Marcus Koll giraba en torno a su hijo.

El trabajo, la empresa, la gran familia; todo perdía su valor sin el pequeño Marcus. Cuando Rolf llegó a sus vidas, fue como si llegase a una existencia compartida. De todos modos, pronto los tres se volvieron una familia, una familia a la que Marcus haría lo que fuera por proteger. Pero el muchacho era y fue el problema de la familia de Marcus Koll.

El pequeño Marcus quiso a Rolf desde el principio. Su afecto era mutuo. Al cabo de un tiempo, Rolf había dado señales de querer él también adoptar a su hijastro.

A partir de entonces él había aparcado la cuestión.

Marcus no había contado jamás a nadie los sueños que tenía de joven.

Quería hijos.

Había sido un muchacho fuerte; la ruptura con su padre le había convertido en un hombre. Le había costado sorprendentemente poco presentarse tal y como era. Como adolescente podía mostrarse terco en su obstinación; como adulto se volvió más astuto y flexible. Lo que era terquedad, se volvió determinación. La altivez se hizo orgullo. Amortiguó su peculiaridad con autoironía y nunca sintió la necesidad de acercarse al ambiente homosexual que sabía que podía encontrar tanto en Bergen, donde había estudiado, como en Oslo, adonde regresó una vez que pasó su examen en NHH. Al contrario, siempre había visto un desafío en seducir a los que sentía que lo atraían. Hasta que encontró a Rolf, había conquistado exclusivamente a hombres heterosexuales. El que antes de conocerlo ellos se hubiesen limitado a las mujeres, era algo de lo que se congratulaba en su fuero interno. El que luego volviesen a su existencia heterosexual, no le hacía sentirse tan orgulloso.

Marcus Koll junior había sido un homosexual atípico en su época.

Por otro lado lo que más deseaba era un hijo. La única pena que sintió cuando con dieciséis o diecisiete años tomó la decisión de no disimular más fue que el futuro no le daría una descendencia. Nunca compartió esa pena con nadie. Su madre la percibió, desde luego, de la forma que las madres suelen leer a sus hijos; mejor que ellos mismos. Pero jamás habían hablado del pequeño vacío en el corazón de Marcus: la falta de un hijo propio a quien amar.

Durante varios años, Marcus Koll fue, sin embargo, un joven satisfecho.

Le fue bien, y jamás se sintió atacado por sus inclinaciones. Ni en su vida laboral ni entre sus amigos o colegas. Con el tiempo fue para ellos una coartada políticamente correcta. Durante la segunda mitad de los ochenta y al comienzo de los noventa, la homosexualidad evidente no era muy común, y su permanencia en la vida de otras personas les brindaba de alguna manera algo de lo que presumir.

Disfrutaba tanto de la vida que ni siquiera notó que comenzaba a cansarse. Era tan bien recibido que no comprendió que utilizaba demasiada energía para manejar su condición de ser diferente. En la vida completamente heterosexual que vivía, con el pequeño añadido de que se acostaba con hombres sin ocultarlo, su espíritu progresó lentamente hacia un colapso por fatiga que no vio venir.

Entonces sus amigos comenzaron a tener hijos.

Marcus Koll también quería tenerlos.

Siempre lo había deseado.

Tomó una decisión.

Cuando viajó a California para cerrar un trato con una madre de alquiler y donante de óvulos, acababa de tomar el control de la vieja empresa de su padre. El futuro estaba frente a él, bendecido con dinero, y además podía explicar los sucesivos viajes a los Estados Unidos en el año que siguió como viajes de negocios que era preciso hacer.

Una noche de enero de 2001, sencillamente apareció en casa de su madre con el niño en brazos. Ella lo entendió todo apenas abrió la puerta y comenzó a llorar. Tomó con cuidado a su nuevo nieto, lo estrechó contra su pecho y caminó dentro del gran apartamento que sus hijos y su hija le habían comprado cuando se hicieron ricos. Jamás había esperado algo semejante, pero cuando Marcus apareció en la puerta con el pequeño, se sentó en medio del suntuoso sofá en el que nadie se había sentado nunca. Pegó la nariz a la mejilla del pequeño y susurró casi inaudible:

—Ahora has llegado a casa, mi muchacho. La abuela está en casa. Y tú estás con ella.

—Se llama Marcus —había dicho su hijo, y ella lloró y lloró—. No por mí, sino por mi abuelo.

La idea de perder al pequeño Marcus era impensable.

Quizá jamás debía haberlo tenido.

—¿Estás despierto? —murmuró Rolf, y se volvió en la cama—. ¿Qué hora es?

—Duerme —susurró Marcus.

—Pero ¿por qué no puedes dormir?

Se recostó de costado, la cabeza sobre la mano.

—Te quedas despierto casi todas las noches —dijo, y dio un largo bostezo.

—No, vamos. Duérmete.

Sólo la luz de las cifras digitales del despertador hacía posible ver algo en el cuarto. Marcus se miró las manos. La piel adquiría un tinte verdoso en la oscuridad. Intentó sonreír.

La angustia llegó con el hijo. Su condición de diferente, el hecho incontestable de que no era como los otros y nunca lo sería, se hizo más evidente. Siempre le había parecido que defenderse a sí mismo era fácil. Cuando su hijo llegó a su vida, se percató de lo impotente que podía sentirse a veces en presencia de prejuicios frente a los que en el pasado hubiese vuelto la espalda, convencido de que eran secuelas de un tiempo perdido. El mundo avanza, había sido siempre su opinión. Llegado el pequeño Marcus, de vez en cuando tenía la sensación de que el desarrollo de la sociedad tomaba una curva asimétrica e imprevisible que era difícil seguir. La alegría y el amor en torno al niño eran universales. La angustia por no poder protegerlo contra la maldad del mundo y los prejuicios era desgarradora. Entonces llegó Rolf, y muchas cosas mejoraron. Nunca del todo; todavía Marcus se sentía como un hombre marcado en todos los sentidos. Rolf era a la vez fuerza y alegría, y el pequeño Marcus gozaba de una vida fantástica. Eso era lo más importante, y Marcus decidió guardarse para sí sus períodos de depresión y pérdida de energía. Le ocurrían cada vez menos.

Hasta Georg Koll, su propio y maldito padre muerto, le había dado un último chasco.

—¿Qué sucede? —dijo Rolf, más despierto ahora.

La colcha se había deslizado sobre él hasta la mitad. Estaba desnudo y todavía yacía de costado, con una rodilla doblada y la otra pierna estirada. Aun con esa luz débil, el contorno de los músculos del abdomen era claro.

—Nada.

—Vamos, ¿qué pasa?

La colcha crujió cuando él la recogió impaciente sobre su cuerpo atlético.

—¿No me lo puedes decir? No has sido tú mismo últimamente. Si es algo del trabajo, algo de lo que no puedes hablar, ¡pues dilo! No podemos seguir con esto de...

—No pasa nada, de verdad —dijo Marcus, y se volvió de costado—. Sigamos durmiendo.

Sabía que Rolf se había quedado tal como estaba, y sintió su mirada taladrándole la espalda.

Debió haber hablado con él cuando el problema apareció. Ahora, después de tantos meses y preocupaciones, se daba cuenta de que ni siquiera una vez había evaluado la posibilidad de compartirlo todo con su marido. Se sorprendió; Rolf era una de las personas más inteligentes que conocía. Rolf hubiese encontrado seguramente una salida. Hubiese analizado con tranquilidad la situación y hubiera discutido consigo mismo hasta dar con la solución. Rolf tenía una actitud positiva, era optimista y tenía una fe invencible en que todo, incluso las tragedias más oscuras, tiene su lado bueno. Uno sólo debía tomarse el tiempo para encontrarlas.

Por supuesto que debería haber hablado con Rolf. Es lo primero que debería haber hecho. Juntos, podían solucionarlo todo.

Rolf estaba todavía inmóvil. Marcus tenía la mirada fija en el reloj. Parpadeó cuando los números cambiaron de 3.07 a 3.08. De pronto tomó aliento en una aspiración rápida y buscó las palabras que pudiesen transmitir la dolorosa historia que debió de haber compartido hacía mucho.

Antes de que encontrase alguna, Rolf se dio la vuelta. Se quedaron tumbados, espalda contra espalda. Tan sólo unos minutos después, Rolf volvió a respirar con ritmo acompasado.

De pronto Marcus se percató de por qué era demasiado tarde para contarle algo: Rolf no le perdonaría jamás. Jamás.

Si se sinceraba con su amante, la vida que Marcus conocía y amaba terminaría. No hubiese perdido sólo a Rolf; hubiese perdido también a su hijo. El miedo lo traspasó y se quedó como estaba, sin dormir hasta que finalmente los números pasaron de 6:59 a 7:00.

Cuando Inger Johanne se despertó con un respingo, estaba empapada en sudor. Las sábanas se le pegaban al cuerpo. Intentó liberarse del abrazo húmedo, pero sólo logró meter los pies en la abertura de la funda de la colcha. Se sintió atrapada y pateó desesperada para soltarse. La funda se desgarró. Al final logró liberarse y trató de recordar qué clase de pesadilla podía haber tenido.

El pensamiento estaba totalmente en blanco. Las manos le temblaron cuando las estiró hacia la mesita de noche en busca de un vaso de agua y lo vació. Cuando lo devolvía a la mesa, el vaso cayó al suelo. Cerró los ojos en un gesto de resistencia hasta que recordó que Kristiane estaba en casa de Isak. Ragnhild no se despertaba nunca a aquella hora.

Todavía respiraba pesadamente cuando apoyó nuevamente la cabeza en la almohada e intentó relajarse.

A pesar de que la noche anterior había hablado por teléfono con Yngvar durante más de veinte minutos, no le mencionó su charla con Kristiane. Tampoco había dicho nada a Isak cuando llegó conduciendo desde la escuela, bastante irritado. Se había olvidado de avisarle de que ella había ido a buscar a Kristiane, fuera de todo plan y arreglo. Cuando él subió las escaleras con la mirada inusualmente torva, sólo le dijo que se había tomado un día libre del trabajo y por una vez había aprovechado la oportunidad para pasar sola un poco de tiempo con Kristiane.

Por supuesto que lamentaba mucho haberse olvidado de avisarle.

Como de costumbre, lo aceptó todo, y cuando la dejó para volver a su casa con la niña, estaba igualmente risueño.

Kristiane había sido testigo de algo en relación con la muerte de Marianne Kleive. Eso era seguro. En todo caso debió de ver a la mujer la noche en que la mataron. Igualmente, Inger Johanne no sabía muy bien qué les diría a Yngvar y a Isak. Su hija no le había dicho directamente lo que había sucedido. Habían sido el lenguaje corporal de Kristiane y la expresión de su cara, las palabras que había elegido y el tono de su voz los que habían sido críticos.

Exactamente el tipo de cosas que hacían que Isak se riese de ella y que Yngvar intentase ocultar lo deprimido que estaba.

Y si uno de ellos o ambos creyesen, contra lo que era de esperar, que ella tenía razón, en todo caso Yngvar insistiría en que contactaran de inmediato con la Policía. Isak también, probablemente. Era un buen padre en muchas cosas, pero nunca había entendido lo frágil que era Kristiane.

Si había algo que la niña no podría tolerar era que personas extrañas se entrometiesen en su esfera y le preguntasen sobre algo que ella, de una manera u otra, había logrado encerrar dentro de sí. Aclarar un asesinato era desde luego importante, pero Kristiane lo era más.

Esto era algo que Inger Johanne debía resolver sola. Ahora el pulso estaba más calmado. Empezó a tener frío por el sudor de la noche y decidió cambiar la ropa de cama. Halló un juego limpio y con manos expertas preparó un lecho seco y cómodo en sólo cuatro minutos. No se tomó el trabajo de cambiar la colcha de Yngvar. Se veía rara con la funda diferente, pero eso podía esperar hasta mañana. Se acostó de nuevo y cerró los ojos. Estaba totalmente despierta. Dio una vuelta en la cama e intentó pensar en otra cosa.

Kristiane había visto algo terrible. Un crimen, o su resultado. Alguien vigilaba a Kristiane.

Dio otra vuelta sobre la cama. El pulso se le aceleraba. Se sentó con brusquedad. Aquello no podía continuar. Aquí y ahora no había nada que ella pudiese hacer. Tampoco podía llamar a nadie a aquella hora, y por otro lado, Kristiane estaba segura en casa de Isak. De una u otra forma, tenía que pasar la noche.

Por la mañana hablaría con Yngvar. La decisión la calmó.

Le rogaría que volviese a casa. No era necesario decirle por qué; él escucharía en su voz que tenía que regresar. Yngvar regresaría a casa desde Bergen, ella se lo contaría todo. No podía decirle nada.

Si estaba en lo cierto, lo que seguiría destruiría a Kristiane. Era imposible vivir así. Agarró la almohada de Yngvar, la colocó sobre su barriga y la apretó contra sí como si fuera una de las niñas.

Podía levantarse y trabajar. No.

Había tres libros sobre la mesita de noche. Tomó uno. Lo hojeó hasta donde estaba marcado y comenzó a leer.
The Road,
de Cormac McCarthy, no la calmó en absoluto. Al cabo de tres hojas cerró el libro y con él los ojos.

Los pensamientos pasaban a toda velocidad, se sentía físicamente mal.

Yngvar había querido desde hacía mucho poner un televisor en el dormitorio. Ahora ella se arrepentía de no haber accedido. No es que hubiese logrado engancharse a nada, pero tenía una intensa necesidad de escuchar voces. Por un momento se sintió tentada de despertar a Ragnhild. En lugar de hacerlo, encendió la radio del reloj. Ya estaba sintonizada en la NRK P2 y la música clásica inundó la habitación, una música tan triste como la novela posapocalíptica de McCarthy. Jugó con la rueda del sintonizador hasta que la frecuencia cayó en una radio local que emitía música pop durante toda la noche, y subió el volumen; el dormitorio de los vecinos quedaba justo debajo del de ellos.

El
Dagens Næringsliv
había caído al suelo.

Se inclinó y recogió el periódico. Era la edición diurna, que no había leído. Tampoco era que hubiese mucho para leer; los titulares y las demás noticias en la primera plana se referían a la crisis financiera. Hasta ahora, el derrumbe de los mercados financieros del mundo no le había importado, a pesar de que lo reconocía de mala gana. Tanto ella como Yngvar trabajaban en el sector público, ninguno de los dos perdería su trabajo; y la renta estaba en caída libre. Ya notaban que tenían más dinero que desde hacía mucho tiempo.

Empezó por la última página, como solía.

El artículo principal de «Después de la bolsa» trataba sobre el fallecido artista Niclas Winter. Inger Johanne había visto varios de sus trabajos y
Vanity Fair, reconstruction
había preparado una impresión especial cuando toda la familia salió de paseo un domingo y se tomaron tiempo para ver, entre otras cosas, las tres instalaciones de Niclas Winter en Rådhuskaia. A Kristiane le había fascinado profundamente; Ragnhild estaba más ocupada con las gaviotas y las fuentes, pero Yngvar había sonreído con despecho y había sacudido la cabeza ante el hecho de que semejantes cosas se tildasen de arte.

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