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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (37 page)

Por lo visto, el hombre no tenía herederos.

Su madre y sus abuelos habían muerto. No tenía hermanos, y su madre había sido también hija única. Simplemente no había nadie para heredar la pequeña fortuna que Niclas Winter dejaba tras de sí, sin haber tenido idea de ello. Además de la ya finalizada
I
was thinking of something blue and maybe grey, darling,
había cuatro grandes obras más en el atelier del artista fallecido.

Los artistas se expresaban con loores acerca de
CockPitt,
un tributo homoerótico al marido de Angelina Jolie. Al parecer ya habían presentado una oferta anónima de varios millones por la obra. Las fuentes de
DN
decían saber que era el propio actor quien quería comprarla.

A pesar de la crisis financiera, el dinero parecía fluir en lo relacionado con el arte de Niclas Winter, ahora que él estaba muerto. StatoilHydro ya había iniciado una demanda por la escultura rechazada y no quería darse por vencida antes de que el síndico revisase el contrato cancelado. Su cálculo liberal y altamente provisional del valor de la escultura oscilaba entre los quince y los veinte millones. Quizá más. El artículo resaltaba la ironía de que Niclas hubiera vivido de préstamos míseros y de la buena voluntad de los mecenas, y que en cuanto murió se hubiera convertido en un hombre rico. Un destino no del todo extraño en un artista, señalaba el empresario y coleccionista Christen Sveaas, dueño de dos instalaciones menores de Niclas Winter que integraban su extensa colección en Kistefos; el hombre ahora podía constatar con satisfacción que se había producido un radical aumento en el valor de ambas.

En un artículo destacado se mencionaba que Niclas había tenido suficientes demonios. Había vivido con VIH, que pudo mantener bajo control gracias a las medicinas. Desde los dieciocho años, había estado tres veces internado en clínicas para combatir la adicción. Su última estancia, cuatro años atrás, había tenido éxito. Sus mejores obras pertenecían a la época inmediata a esa cura, y dos de sus colaboradores expresaban gran sorpresa por que hubiese vuelto a utilizar heroína. Se hallaba frente a su gran debut internacional y especialmente durante las últimas dos semanas antes de su muerte había estado en paz, casi feliz. Como las recaídas previas habían sucedido en relación a reveses artísticos, era difícil entender que hubiese querido volver a las drogas.

Inger Johanne sintió que respiraba con más calma y que, de hecho, comenzaba a estar cansada. Leer sobre las desgracias de otros ponía por el momento las cosas en perspectiva. Dejó caer el periódico sobre la cama y cerró los ojos.

«Kristiane está segura», pensó, y reconoció que el sueño llegaba finalmente.

No se atrevió siquiera a recostarse mejor o a apagar la luz. Quería solamente deslizarse en la oscuridad detrás de sus párpados. Dormir. Sólo quería dormir.

«Kristiane está segura en casa de Isak, y mañana he de hablar con Yngvar. Todo saldrá bien.»

Cuando se despertó cuatro horas más tarde, el periódico estaba aún a su lado sobre la cama, abierto por el artículo que hablaba del fallecido artista de instalaciones Niclas Winter.

—¿Ha visto usted este artículo?

El abogado Kristian Faber levantó contra su voluntad la vista de los documentos y tomó el periódico que su secretaria le alcanzaba.

—¿De qué se trata? —murmuró intentando terminar de comer los restos del bollo sin dejar escapar demasiadas migajas.

Una fina lluvia de migas grasas y almendras cayó sobre el pecho de la camisa y él se inclinó hacia delante tratando de sacudirlas sin provocar manchas.

—¿No es éste el periódico de ayer?

—Sí —dijo la secretaria—. Lo llevé a casa como acostumbro al terminar la jornada, y entonces encontré esto. ¡No es raro que su cliente no llegara nunca! Está muerto.

—¿Quién? —Masticó lo mejor que pudo y mantuvo el periódico frente a sí con una mano—. ¡Oh! —dijo con la boca llena de comida—. Ése. Sí, Dios mío. ¿No era bastante joven?

—Si lee el caso —dijo la secretaria con una sonrisa indulgente—, entonces...

—Nunca leo «Después de la bolsa». Déjeme ver. Niclas Winter, sí. Ajá. Sobredosis, digo yo. Pobre diablo. Parece que... —Ahora dejó de masticar—. ¡Caramba! Era muy conocido. No oí nunca nada acerca de este tipo. Aparte de como un cliente futuro, quiero decir.

Cuando dejó el periódico en el escritorio que tenía enfrente, la secretaria salió para buscar una escoba y una pala. Él siguió leyendo sin molestarse mientras ella barría el suelo en torno suyo y no terminó de leer antes de que saliera otra vez con el cepillo y la pala y regresase con una jarra llena de café recién hecho.

—Su desayuno no es del todo sano —dijo ella amablemente, y llenó la taza—. Debería desayunar en casa. Pan integral o cereales. No bollería industrial, si me permite. ¿Cuándo fue la última vez que bebió leche, por ejemplo?

—Si necesitase una madre aquí, habría empleado a una. ¿Dónde está el jodido expediente?

Había empezado a inspeccionar la pila con casos en curso. Estaba seguro de que había puesto el sobre marrón lacrado en el montón sobre el lado izquierdo del escritorio antes de irse a casa a darse una ducha después del fatigoso viaje desde Barbados. Ahora no estaba en ningún lado.

—Joder. Tengo que estar en la corte dentro de quince minutos. ¿No puede usted tratar de encontrar el expediente? Es un sobre lacrado. Pone solamente: «Pertenece a Niclas Winter», y tiene su número de identificación personal.

Se puso de pie, se echó encima la chaqueta y tomó el cartapacio camino de la puerta.

—Y Vera, ¡no lo abra! ¡Quiero ser yo quien tenga el gusto!

La puerta se cerró detrás de él con un golpe, y otra vez se hizo el silencio en la oficina del abogado Kristen Faber.

Astrid Tomte Lysgaard no sabía si le gustaba del todo que la casa se quedase tan silenciosa cuando Lukas se iba a trabajar y los niños estaban en el parvulario y en el colegio. Ninguna de sus amigas se pasaba el día en casa, a no ser por el año obligatorio que seguía a cada nacimiento, pero ella tenía la impresión de que la mayoría envidiaba la tranquilidad que presumían que se instalaba en su casa cada día, entre las ocho y media de la mañana y las cuatro y cuarto de la tarde.

Ella también había sentido eso durante mucho tiempo.

El trabajo diario del hogar raramente llevaba más de tres horas, por lo general menos. Pese a que ella también traía y llevaba a los niños y era quien se ocupaba de realizar todas las compras, le sobraba mucho tiempo. Leía. Le gustaba salir a pasear. Dos veces por semana, hacía ejercicios en Nautilus en Idrettsveien. Muy de vez en cuando podía sentir un asomo de aburrimiento, pero nunca duraba mucho. Que todo estuviese hecho y la comida estuviera sobre la mesa cuando Lukas llegaba a la casa hacía las tardes más tranquilas. El estar juntos, más alegre. La vida en familia era así mucho mejor. Podían utilizar el tiempo en cuidar de los niños, en vez de en dedicarse a las tareas hogareñas, y Lukas le demostraba diariamente lo agradecido que estaba porque ella hubiese elegido como lo había hecho.

Tras la muerte de su suegra, todo había sido distinto.

Lukas se afligía de una manera que la asustaba.

Parecía tan encerrado en sí mismo.

Mecánico.

Decía poco y podía mostrarse huraño, incluso ante los niños. Normalmente era siempre él quien se sentaba con el mayor a hacer los deberes, pero ahora le era claramente imposible lograr concentrarse en el programa del 2.° grado. En su lugar, había comenzado a ordenar el garaje, donde quería construir una nueva estantería a lo largo de la pared más corta. Debía de congelarse trabajando ahí afuera cada noche, y cuando por fin entraba nuevamente en la casa, se comía un bocadillo en silencio y se acostaba sin tocarla.

La casa estaba demasiado silenciosa y a ella no le gustaba.

Apoyó verticalmente la plancha y fue hacia la ventana para encender la radio. Otro día deprimente presionaba contra los vidrios mojados. Ya pronto tenía que dejar de llover. Enero era siempre un mes triste, pero éste era peor de lo normal. La baja presión le influía de forma claramente física: hacía varios días que le molestaba un leve dolor de cabeza.

Ahora era peor. Le dolía detrás de cada sien, e intentó masajearlas con dedos suaves. No ayudaba. Iría hasta el baño a buscar un par de Paracets antes de seguir con el planchado.

El botiquín de medicinas, cerrado con llave, estaba vacío de analgésicos. Buscó confundida entre venditas de Asterix y Flux, botellas de Pyrisept y Vademecum. Nada contra el dolor, salvo supositorios para niños.

Era como si el dolor de cabeza se hiciese más fuerte al no poder dar con las medicinas.

«Las pastillas para la migraña de Lukas», pensó.

Eso ayudaría.

El problema era que no estaban allí. Lukas pensaba que la cerradura era demasiado simple y que la potente medicina podía ser peligrosa para una criatura de ocho años, curiosa y hábil con los dedos. En lugar de ponerla allí, guardaba la caja bajo llave en el cajón del enorme escritorio de la habitación que utilizaban como oficina. Astrid sabía dónde estaba la llave; detrás de una primera edición de
La vuelta al mundo en ochenta días
que Lukas había recibido de sus padres cuando cumplió veinte años.

Nunca había abierto el cajón de Lukas y dudó al introducir la llave en la cerradura.

No había secretos entre ellos.

Quizá debía llamar y preguntarle.

Era su marido, pensó vencida, y ella sólo quería una pastilla. Lukas no le hubiera prohibido nunca mirar en el cajón. Era algo ajeno a ellos el prohibir alguna cosa al otro.

La cerradura cedió casi sin ruido. Abrió el cajón y vio una fotografía. Una mujer, y la foto debía de ser antigua. Al principio se quedó quieta mirándola, luego la cogió con cuidado y la mantuvo contra la luz más fuerte de la lámpara del escritorio.

Había algo reconocible en el rostro. Astrid no podía concretar exactamente el qué. De algún modo, la forma de la cara y la nariz recta podían recordarle a Lukas, pero eso debía de ser una casualidad. La mujer del retrato tenía además la curiosa característica de que uno de los incisivos superiores casi cubría parte del diente vecino, pero muchos tenían ese rasgo. Lili Lindfors, por ejemplo, como solía decirle cuando eran jovencitos y ella estaba prendida de todo lo que tuviera que ver con él.

Pese a que no tenía idea de quién era la mujer de la fotografía, se le ocurrió que había visto esa foto con anterioridad. No lograba recordar dónde. Mientras miraba el retrato, se percató de que el dolor de cabeza se había ido. Puso rápidamente la foto en su lugar, cerró, echo llave al cajón y coloco la llave en su escondite habitual.

Cuando salió de la oficina de Lukas, cerró la puerta con cuidado tras de sí, como si realmente hubiese hecho algo ilegal.

La deprimente pila de delitos sin resolver que había en la oficina desalentaba a Silje Sørensen. Casi no había lugar para una taza de café sobre el atestado escritorio, pese a que todo estaba ordenado cuidadosamente en carpetas. Se sentó en la silla, empujó una pila de recortes de periódico y apoyó la taza antes de comenzar a revisarlo todo.

Tendría que asignar nuevas prioridades.

Los casos se complicaban.

Las acciones y protestas más o menos legales de la Asociación de Policías en contra de las malas condiciones laborales, los bajos salarios, la falta de efectivos y los planes de pensión amenazados habían endurecido durante los últimos años el tono entre la Policía y el Estado. Los agentes ya no estaban dispuestos a trabajar horas extras. Los casos ya no se movían con la misma velocidad. Los más de once mil miembros de la organización comenzaron lentamente a cambiar sus prioridades. Pese a que las cifras no estaban todavía procesadas, ya en enero se veía que el porcentaje de casos resueltos en 2008 había disminuido radicalmente en relación con el año anterior. Los miembros de la Policía insistían sobre sus derechos a tener tiempo libre y se ponían enfermos más a menudo, de vez en cuando, de manera conspicuamente simultánea, y con preferencia antes de los fines de semana en los que se esperaban esfuerzos extraordinarios por parte de los que debían velar por el cumplimiento de las leyes.

A los criminales se les hacía directamente más fácil.

La gente se sentía cada vez menos segura. La Policía, que siempre había registrado un nivel alto en el barómetro de la confianza, iba camino de perder la simpatía de la población. Los periódicos podían publicar cada vez más a menudo historias sobre víctimas de la violencia que no lograban denunciar sus casos porque las comisarias locales carecían de policías; había comisarías de distrito que cerraban durante los fines de semana y había víctimas de allanamiento que se veían forzadas a esperar varios días a que la Policía llegase para buscar posibles rastros. Cuando llegaba.

Silje Sørensen era miembro de la organización laboral, pero había renunciado hacía mucho a mantener el orden en su propio tiempo libre. El único patrón de medida que utilizaba eran las reacciones en su hogar. Cuando sus hijos empezaban a mostrarse ingobernables y su marido comenzaba a ponerse taciturno, ella intentaba estar más en casa. Si no, se escabullía hasta la oficina fuera de las horas normales de trabajo cuantas veces podía.

Era hija única de un armador, por lo que no parecía muy lógico que hubiese elegido ser policía. Su madre había caído en estado de
shock
e histeria cuando tuvo conocimiento de la elección de su hija. Duró todo el primer año de su educación. Aquí estaban, se lamentaba, habiendo utilizado una fortuna en escuelas privadas de Suiza e Inglaterra ¡y su hija venía a despilfarrar su futuro en la labor pública! Y debía ensuciarse primero con el contacto de delincuentes violentos y de lo peor que había, ¿por qué demonios no podía ser abogada? O si tenía necesidad, ¿abogada en la Policía?

Era exactamente la reacción que Silje buscaba. Su padre había sonreído con amplitud y le había besado la frente cuando ella le contó que había sido aceptada por la Academia de Policía. No era justamente lo que esperaba.

Silje Sørensen no había dado jamás problemas ni de niña ni de jovencita. Nunca una protesta. Ni siquiera cuando con diez años tuvo que mudarse al extranjero y conformarse con ver a sus padres durante las vacaciones. Ni cuando el verano en el que cumplió quince años debió pasar dos meses en una escuela de francés en Suiza, en donde la jornada comenzaba a las seis y media y donde las monjas católicas no despreciaban el uso de métodos de castigo que probablemente estuviesen prohibidos por las convenciones de Ginebra. Silje no contradijo jamás a su padre cuando él decidió que ella debía comprimir cinco años de escuela en dos años y medio; llegó a obtener una licenciatura en Inglés antes de cumplir diecinueve. Cuando alcanzó la mayoría de edad, y como premio a su callada paciencia y diligencia extrema, su padre traspasó más de la mitad de su fortuna a su única hija.

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