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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (39 page)

BOOK: Noche cerrada en Bergen
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—Llamaba sólo para...

—Para saber cómo está Kristiane —completó él—. Lo está pasando de maravilla. Fuimos a la piscina de Bislett, a pesar de que no se puede ir con niños sino durante los fines de semana. Es tan tranquila que la mujer de la entrada la dejó pasar.

—¿La dejaste sola en el vestuario de mujeres?

—Sí, por supuesto. ¡Es demasiado grandecita para entrar en el de hombres! Ya está a punto de desarrollar sus pechos, ¿te has dado cuenta de eso? ¡También tiene algo de vello en el pubis! Nuestra hijita está creciendo, Inger Johanne, y por supuesto que la mandé sola al vestuario de mujeres.

Ella no contestó.

—Inger Johanne —dijo él, abatido—. ¡Se maneja perfectamente! Ahora estamos preparando tacos y ella ha cocinado sola toda la carne picada, sin ninguna ayuda. Pica las verduras y colabora. Cuando está aquí, en casa, siempre preparamos la comida juntos. Va a cumplir catorce años, Inger Johanne. No puedes tratarla como a una criatura durante toda la vida.

«Es una criatura. La criatura más frágil del mundo.»

—¿Hola?

—Sí, sí —murmuró ella—. Aquí estoy. Es fantástico que lo estéis pasando tan bien. Quería saber solamente si...

—¿Quieres hablar con ella? Está aquí.

Se oyó un gran ruido por detrás.


¡
Ooops!
—dijo Isak—. Algo se nos ha caído al suelo. ¿Puedo pedirle que te llame un poco más tarde?

—No, déjalo. No es necesario. Pasadlo bien. Nos vemos el viernes.

—¡Nos vemos!

Él colgó y ella dejó el teléfono un poco descuidadamente sobre la mesa. Cuando se dirigió hacia el ventanal ya no lo hizo de puntillas. Caminaba pisando fuerte y con irritación, sin estar segura de si el blanco de esa agresión era ella o Isak.

Seguía sin colocar cortinas.

Había tanta nieve que la cerca que iba hacia la calle Hauges ya no se veía. Los montones levantados por los quitanieves eran enormes. La gente había comenzado a tener problemas para recolocar la nieve que quitaban de los accesos a sus casas. A falta de otro sitio, la esparcían en medio de la calle, lo que provocaba que volviese a su lugar original cada vez que el tractor pasaba con su pala de barrer.

Fuera no había nadie. El frío de las ventanas le dio escalofríos. El enorme muñeco de nieve que los niños de la casa de enfrente habían levantado la semana anterior la miraba con sus ojos de carbón. Había perdido la nariz. Los brazos hechos de ramas se erizaban a cada lado como las garras de una bruja. Sobre la cabeza llevaba un sombrero viejo y la bufanda de rojo intenso le cubría la mitad de la cara.

Le recordaba al hombre junto a la cerca.

Mañana compraría las cortinas.

De pronto se le ocurrió que estaba completamente equivocada.

La angustia que tanto la consternaba desde Navidad no había llegado con el hombre de la cerca. La sensación de que alguien vigilaba a Kristiane no había surgido con el extraño que apareció para preguntarle qué había recibido como regalo de Navidad. La razón por la que ella reaccionó tan violentamente esa vez era que el miedo ya estaba en ella. La búsqueda del maldito costillar de cerdo y todo el follón para preparar una cena de Navidad con la que su madre estuviese satisfecha solamente lo había desplazado.

No fue el hombre de la cerca lo que desató la angustia. La sensación había estado con ella desde la boda. Desde el instante en que Kristiane estaba parada en las vías del tranvía e Inger Johanne se convenció de que su hija moriría, había sentido que su propia confusión se debía a algo más, y aún más grande que el hecho de que su hija hubiese estado en peligro de muerte. A pesar de todo, había salido bien, y si ella había estado casi fuera de sí de la angustia, no podía recordar sentirse así desde que Wencke Bencke la amenazara de manera sutil hacía ya casi cinco años.

Inger Johanne corrió hacia el ordenador y lo encendió.

Pareció que transcurría una eternidad hasta que apareció la página de inicio, y cuando tecleó en el campo de búsqueda de Google el nombre de la mundialmente conocida autora de novelas policiacas, lo tecleó erróneamente cuatro veces hasta que logró escribirlo correctamente. 26.900 enlaces. Intentó limitar la búsqueda. Lo único que quería saber era si la escritora vivía todavía en Nueva Zelanda.

Wencke Bencke se había escapado, a pesar de ser una asesina. Con sangre fría, y sin que por una vez Inger Johanne hubiese entendido completamente sus motivos, le había quitado la vida a una serie de personajes conocidos a lo largo del invierno y la primavera de 2004. Inger Johanne había ayudado a Yngvar y a Sigmund en la profunda investigación, que nunca los llevó más allá de la convicción de que Bencke era culpable. No pudieron probar nada. La célebre autora la había encontrado un precioso día de primavera, una vez que pareció claro que nunca atraparían al asesino. Inger Johanne estaba fuera y llevaba a Ragnhild, recién nacida, en su cochecito cuando Wencke Benck tranquila y con una sonrisa, reconoció su culpabilidad. No de forma que pudiese considerarse válida en un juicio, pero lo suficientemente clara para Inger Johanne. La amenaza velada que dejó tras ella cuando se separaron bajo el sol primaveral también fue artificiosa, pero no más ambigua que lo necesario para asustar seriamente a Inger Johanne. El miedo no desapareció hasta que la autora se casó con un maorí quince años más joven que ella al año siguiente y emigró a Nueva Zelanda. Volvía a Noruega sólo por el lanzamiento de sus libros, algo que había hecho que Inger Johanne evitase consecuentemente las páginas culturales de los periódicos durante gran parte del otoño.

Ahí.

Un titular del
VG
en septiembre.

Wencke Bencke bajo el sol, junto a unas ovejas. Ella y su marido habían comprado una granja en Te Anau. El último otoño no había vuelto a casa ni siquiera para promocionar su último libro. En cambio, el
VG
la había visitado:

«Mi casa ahora es aquí —dice la mundialmente famosa escritora, y nos enseña con orgullo el enorme rebaño—. Escribo mejor aquí. Vivo mejor. Aquí me he de quedar.»

Inger Johanne respiró un poco más aliviada.

Esto no tenía nada que ver con Wencke Bencke.

La angustia que sufría ahora había aparecido el 19 de diciembre, la misma noche que mataron a Marianne Kleive. Inger Johanne parpadeó, y vio el número 19 como un aguafuerte brillante en el reverso de los párpados.

El maldito número 19.

Abrió de nuevo los ojos y fijó la vista en el vacío.

Sonó el teléfono.

A Eva Karin Lysgaard la asesinaron el 24 de diciembre.

Niclas Winter, acerca de quién había leído la noche anterior, el 27.

Murió. No lo mataron. Murió de una sobredosis.

El teléfono no se rendía. Lo cogió. Era Yngvar.

19, 24 y 27.

La combinación de los dígitos llevaba a 25.

Suministrar una sobredosis a un adicto era una forma conocida de disimular un asesinato.

El teléfono quedó en silencio. Segundos más tarde, volvió a sonar.

—Hola —dijo iniciando la conversación mientras se llevaba el aparato a la oreja.

—Hola, tesoro. He visto que me has llamado un montón de veces. Disculpa que no haya podido atenderte hasta ahora. Estuve toda la tarde en una reunión. No llegamos a ningún lado y...

—Está bien —respondió ella—. No era nada importante.

—¿Va todo bien? Se te nota un poquito... rara.

—No, no. Sí. Todo está en orden. Sólo... estaba durmiendo. Me ha despertado el teléfono. Me parece que me voy a acostar, sin dar más vueltas.

—¿Ya?

—Falta de sueño. ¿Está bien si lo dejamos aquí? No quisiera quitarme la modorra del cuerpo.

—Sí, claro...

La decepción era tan evidente que ella casi se arrepintió de la decisión.

—Que duermas bien —dijo él finalmente.

—Hasta luego, querido. Hablamos mañana, ¿vale? Buenas noches.

Se quedó sentada un rato largo con el teléfono muerto en la mano. Tony Braxton gemía
Un-Break My Heart
en el estéreo. Un coche aceleró en la calle Hauges. El viento debía de haber virado, pues el silbido distante, incesante de Maridalsveien y del Ringveien cargado de tráfico era tan claro que se escuchaba como si una cañería se hubiese roto en el baño.

A pesar de que el artículo del
Dagens Næringsliv
no mencionaba nada acerca de las inclinaciones de Niclas Winters, mucho podía leerse entre líneas. El hombre era VIH positivo. Podía achacársele al abuso de heroína, pero también podía provenir de practicar sexo inseguro con otros hombres. La instalación
CockPitt
apuntaba, en todo caso, en esa dirección.

Eva Karin Lysgaard era una mujer heterosexual, casada y con hijos, pero se había distinguido como una ardiente defensora de los derechos de los homosexuales.

Marianne Kleive estaba casada con otra mujer.

Inger Johanne se incorporó del sofá y se sintió hambrienta.

Ya no tenía miedo.

Pista

—Me temo que el sobre de Niclas Winter, sencillamente, ha desaparecido —dijo la secretaria del abogado Kristen Faber cuando entró en la oficina de su jefe la mañana del jueves 15 de enero—. Lo he buscado por todas partes y no he podido dar con él.

—¿Desaparecido? ¿Perdió usted la carpeta de un cliente?

El abogado Faber hablaba con la boca llena de cruasán. El hojaldre estaba relleno con chocolate, que se había depositado como un borde marrón sobre el labio superior.

—Yo no he tocado esa carpeta desde el lunes —respondió ella con calma—. Y entonces fue usted quien la recibió de mí. Aquí dentro.

—Jodida urraca —dijo Kristen Faber—. ¿Es tan difícil encontrar un sobre enorme?

—Por supuesto no he mirado en sus cajones —contestó ella igualmente indiferente—. Ésos los debe comprobar usted.

Irritado, él comenzó a abrir un cajón tras otro.

—Dejé el sobre en la pila del rincón —murmuró—. Usted lo debe de haber desordenado.

En lugar de contestarle, ella cogió el plato y salió con él.

—¡Eh! —gritó él antes de que ella llegase a la puerta—. ¡Esto está atascado! ¿Ha estropeado mi escritorio?

—No —respondió ella—. Como le dije, no he tocado sus cajones. Pero puedo intentar ayudarle.

Dejó el plato y trató de ayudarlo. En lugar de tirar del cajón, como él había hecho, intentó destrabarlo. Al no lograrlo, intentó forzar la cerradura.

—Con un abrecartas —dijo, y pensó nuevamente—. O un destornillador. Tenemos una caja de herramientas en el archivo.

—¿Está loca?

Él la empujó a un lado y, empecinado, trató de abrir nuevamente el cajón.

—¿Usted sabe lo que cuesta este escritorio? Tiene que buscar un carpintero. O un cerrajero. No tengo idea de a quién debemos llamar para esto, pero lo quiero arreglado antes de que regrese por la tarde. ¿De acuerdo?

Sin mirarla, metió los documentos del caso en el maletín. Cogió el abrigo y una toga de abogado del gancho al lado de la puerta.

—Probablemente no terminemos boy, pero puede que el juez quiera alargar el tiempo. Puede que se haga bastante tarde. Usted esperará, ¿verdad? Voy a tener una serie de cosas que deberá investigarme después de la reunión de hoy en la corte, y debería ser suficiente con que se quede hasta entonces.

La secretaria sonrió y asintió como respuesta.

La puerta se cerró con un golpe. Ella se sentó cómodamente y se tomó su tiempo con el café de la mañana y el periódico del día. Cuando por fin hubo terminado, entró en la página de Internet de
Camino del carné de conducir.
Su marido comenzaba a tener mala visión y había llegado el momento de que ella obtuviese su permiso antes de que su fiel conductor perdiese la vista del todo.

«Uno nunca es demasiado viejo», pensó. Y tenía por delante un mar de tiempo.

Inger Johanne esperó impaciente hasta que se hicieron las ocho. La última media hora había pasado con la lentitud de un caracol, y no tenía la paz suficiente para leer el periódico. No podía, por vergüenza, llamar más temprano durante la mañana. Ya a las cinco estaba completamente despierta, después de un sueño profundo e ininterrumpido de siete horas. En una ocurrencia súbita, buscó su equipo para esquiar y condujo hasta Grinda para dar un pequeño paseo matinal. Dio la vuelta después de hacer 500 metros. Había nevado nuevamente sobre las pistas iluminadas, y los delgadísimos superesquís que Yngvar le regaló en Navidad eran inútiles en esas condiciones. Ella quería esquís de paseo, pero el vendedor convenció a Yngvar de que el estilo que se usaba ahora en Nordmarka era patinar con esquís. Al regresar finalmente al coche, se preguntó si sería posible cambiar las malditas tablas. Por no hablar de las botas; le apretaban en torno a los tobillos y parecían más unas botas de esquí alpino. Jamás habría podido patinar con esquís y tampoco tenía muchas ganas de aprender a hacerlo.

Sin embargo, el esfuerzo le sentó bien.

Había frito huevos y tocino para el desayuno, y no podía recordar una primera comida del día que le supiese mejor. Fue hacia el sofá con la taza de café en la mano. El teléfono estaba en el suelo, cargando baterías. Se estiró para recogerlo, desconectó el cable y tecleó hasta dar con un número en la lista de contactos.

Al cabo de un solo tono, obtuvo respuesta.

—Wilhelmsen —dijo una voz inexpresiva.

—Hola, Hanne. Habla Inger Johanne. ¿Cómo estás?

De todas las maneras desastrosas de iniciar una conversación con Hanne Wilhelmsen, la pregunta acerca de cómo estaba debía de ser la primera de la lista.

—Muy bien —dijo la voz en el otro extremo, y a Inger Johanne se le atragantó el café.

—¿Qué? —tosió.

—Me va bastante bien. Gracias por el regalo de Navidad para Ida, ya que estamos. Le gustó. ¿Y tú? ¿Cómo te va a ti?

Hanne Wilhelmsen debía de haber asistido a un curso relámpago de buenos modales en Navidad, pensó Inger Johanne.

—Bien, bien. Ya sabes. Mucho que hacer. Yngvar se pasa ahora la mayor parte de la semana en Bergen, por lo que tengo mucho trabajo con las niñas cuando están solas conmigo.

Hanne no parecía haber avanzado mucho en el curso, porque ahora todo quedó en silencio en el otro extremo.

—Voy a ser breve —dijo Inger Johanne—. Sólo me preguntaba si me podrías ayudar con un pequeño asunto.

—¿Con qué?

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