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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (43 page)

—Pero ¿de dónde la sacó?

—De cualquier lado. Y puede ser cualquier cosa. Algo que encontró en cualquier lugar. Si tenemos razón en nuestra teoría, éste es un asesino muy profesional. Su cabello, por ejemplo. ¿Es calvo o se rapó la cabeza? Yo me inclino por lo último.

—Es como si usted hubiera leído esto —dijo Silje que se abanicó con la nota explicativa del dibujante—. Martin Setre no estaba seguro.

—Pero ¿también lo pensó? Hasta ahí yo no había llegado, por decirlo así. ¡Si yo estuviese trabajando en la Policía, él sería seguramente testigo profesional! Yo diría que este tipo... —movió la cabeza indicando el tablero—, en realidad, tiene el cabello bastante normal. En lugar de utilizar una peluca o teñírselo, lo que precisa esfuerzo para que parezca natural, se lo afeita.

Silje sacudió despacio la cabeza.

—Nos preguntamos —dijo— si el hombre buscaba engañarnos.

Se quedaron en silencio. Inger Johanne sintió que los dedos estaban a punto de dormírsele y los sacó de debajo de sus nalgas. Una mirada rápida le confirmó que no sólo estaban descuidados, sino blancos y con manchas rojas.

—No puede actuar totalmente solo —dijo Silje, más como una pregunta que como una reflexión.

—No. No lo creo. Es un grupo, y actúan como tal. Pero nada está claro, por supuesto.

Encogió los hombros levemente.

—Tengo que comenzar —dijo Silje en voz alta apoyando ambas palmas sobre la mesa—. Tenemos que establecer una colaboración formal con Kripos cuanto antes. Y con la Policía de Bergen. Y... —Tomó aliento y lo dejó escapar a través de los labios casi cerrados—. Esto es tan jodidamente grande que no sé muy bien por dónde empezar.

Inger Johanne se sorprendió cuando aquella cara grácil y femenina pronunció la palabrota.

—Puede ser que me equivoque —dijo despacio.

—Sí. Pero no vamos a correr el riesgo.

Se pusieron de pie al mismo tiempo, como siguiendo una orden. Inger Johanne recogió su cartera grande, se la echó al hombro, tomó el abrigo y enfiló hacia la puerta.

No había mencionado su sensación de que vigilaban a Kristiane. Ahí parada, con la mano de Silje en la suya para despedirse, se le ocurrió que debía de haberlo hecho. Silje Sørensen era una extraña, sin las reacciones reflejas que Isak o Yngvar tenían ante la angustia exagerada de Inger Johanne. Silje misma era una madre, hasta donde podía deducir por las fotos familiares enmarcadas.

Quizás ella la hubiera creído.

Todo podía tener significado en el caso.

—Gracias por haberme querido escuchar —dijo soltando la mano de Silje.

—Somos nosotros quienes debemos darle las gracias —contestó Silje, y sonrió sin alegría—. Y hablaremos otra vez bien pronto.

Cuando dos minutos más tarde, Inger Johanne se sentó en su coche, entendió por qué no le había contado nada de la carpeta desaparecida, del hombre en la cerca y de ese sentimiento indefinible e intimidatorio de que había alguien allí fuera que no deseaba precisamente el bien para su hija.

Hubiera sido una traición a Yngvar no hablarlo primero con él.

Ahora, una vez que la Policía de Oslo la tomaba en serio, él escucharía con más atención.

Eso esperaba.

Astrid Tomte Lysgaard habría deseado que Lukas hubiese respondido de forma distinta. No dudaba que él decía la verdad, pues se conocían más que bien. Pero, de todos modos, algo sucedía con él, algo que ella no podía entender. Desde que iban a primer año de secundaria y eran novios, siempre lo había admirado. Primero porque era atractivo, bueno en el colegio y amable. Con los años llegaron las obligaciones económicas, la vida diaria y los tres niños. Lukas se lo tomaba todo seriamente. Nunca se atrasaban en las cuentas. Había acudido a todas las reuniones para padres desde que el mayor se iniciara en el parvulario, y se enroló voluntariamente como representante en la Comisión de Padres en cuanto el niño empezó el colegio. Lukas era trabajador y hábil con las manos, y había construido el anexo y el garaje él solo. No se le hubiera ocurrido jamás pagar algo en negro. Criticaba todas las formas de racismo y las habladurías.

Sus amigos podían dejar caer de vez en cuando un comentario sobre que Lukas era aburrido.

No lo conocían como ella.

No era para nada aburrido, pero ahora ella no lo entendía.

El
shock
por la muerte de Eva Karin le había afectado más y más, aparte de provocarle una profunda pena. Era incomprensible que no hiciese lo posible para ayudar a la Policía.

Simplemente, Lukas nunca hacía algo mal.

No ayudar a la Policía estaba mal.

Se sirvió más café y se sentó en el sofá. Sostuvo la taza cerca de su cara y sintió cómo el vapor húmedo se enfriaba al tocar su piel.

Lukas no tenía una hermana. Por supuesto que no. Si Eva Karin hubiese tenido una hija en su vida anterior, con o sin Erik como padre, la hubiese aceptado. Si la criatura hubiese sido dada en adopción, ella se lo hubiera dicho a los que le eran más cercanos. Era cierto que, en determinadas circunstancias, Eva Karin podía parecer distante, casi encerrada en sí misma. Pero Astrid siempre había atribuido esa fugaz ausencia de ánimo al hecho de que la pastora conocía los secretos de muchos otros. Eva Karin infundía confianza. Era discreta, también en el pulpito, con un discurso sobrio y musical que invitaba de por sí a la confidencia. Y Astrid no había experimentado nunca, ni siquiera una sola vez en todos estos años, que Eva Karin se expresase sin control.

Por otro lado, en lo que le atañía a sí misma, Eva Karin era generosa.

Hablaba abiertamente sobre los errores que había cometido y las locuras que había desechado. Tenía un respeto enorme por la vida, como por las vueltas que ésta podía dar y lo difícil que podía ser para algunos. Su ardiente fe en Jesús bordeaba el fanatismo, pero nunca se pasaba de la raya. Cuando unos años atrás utilizó una pequeña fortuna para comprar un extraño cuadro del Mesías que hoy colgaba en la pared de la sala de Nubbebakken, le lloraron los ojos de alegría. Era un bosquejo para el altar de una iglesia en algún lugar de 0stlandet, pero Eva Karin había dicho que era solamente en ese borrador en el que el artista le había dado ojos de azul hielo al Salvador. En un par de ocasiones, Astrid recordaba haber encontrado a su suegra conversando con la rubia figura del Jesús de cabellos cortos y revueltos. Eva Karin había sonreído con entusiasmo y se había reído un poco de sí misma, antes de cambiar de tema con un comentario liviano sobre el tiempo.

Hasta donde Astrid podía entender, en la realidad Jesús debió de haber tenido cabellos largos y negros, además de ojos marrones.

«Jesús es perdón», solía decir su suegra.

«Jesús considera que toda la vida es sagrada.»

Ocultar un hijo hubiese sido deshonrar la vida.

Astrid dejó bruscamente la taza.

Si hablaban de una hija dada en adopción, ella debía de haber tenido un retrato de la niña cuando era bebé.

Lukas no era él mismo. Normalmente era él quien ponía las cosas en orden cuando el mundo se complicaba y todo se volvía un poco demasiado difícil. Ahora era su turno. Ella debía hacer lo correcto por él.

Llevó la taza a la cocina y la colocó en el lavaplatos.

Si esperaba, quizá se arrepentiría. Cuando cogió el teléfono, se percató de que ya entonces temblaba. El número de Stubø figuraba todavía como el primero en el registro de llamadas recibidas.

—Hola —dijo en voz baja cuando él respondió la llamada enseguida—. Soy Astrid, la mujer de Lukas. Creo que debe usted venir de inmediato.

—¡Debiste decírmelo enseguida!

Rolf no estaba furioso, pero sí excepcionalmente enfadado. Marcus podía oír de fondo el gañido dolorido de un perro y una voz de mujer que intentaba mantener al animal en calma.

—Lo olvidé —dijo Marcus débilmente—. Íbamos a salir a comer y, simplemente, lo olvidé.

—Cuando la Policía me pide que los llame acerca de un caso importante hace ya casi una semana... Esto me pone en la jodida situación... Puede parecer que no quiero devolverles la llamada.

—Lo entiendo, Rolf. Como te dije, lo siento.

—Simplemente no es suficiente. ¿Qué es lo que te pasa?

La voz de Rolf tenía un tono agresivo que Marcus no había oído nunca antes. Tomó aliento con fuerza y estaba a punto de insistir con otra parrafada de disculpas cuando Rolf se le adelantó:

—Estás ausente, murmurador, irritable. Te olvidas de las cosas más sencillas. Ayer ni siquiera le habías preparado a Marcus la comida para el colegio, cuando te tocaba a ti. Lo descubrí de pura casualidad y logré prepararle algo a toda velocidad.

—No puedo hacer otra cosa que lamentarlo. Hay... mucho que hacer. Ya sabes, la crisis financiera y...

Marcus escuchó pasos rápidos al otro lado.

—Espera —gruñó Rolf—. Tendré que ir yo mismo.

Rasguños. El golpe de una puerta. Marcus cerró los ojos e intentó respirar tranquilo.

—No hace ni tres semanas que te felicitabas por tu suerte durante toda la crisis financiera —dijo Rolf finalmente, en el mismo tono sibilante—. ¡Dijiste que eras el único que conocías que había dejado la crisis atrás! ¡Dijiste que la empresa bien podía izar un
spinnaker,
joder!

—Pero tú sabes que...

—¡Yo no sé nada, Marcus! No tengo idea de por qué te quedas despierto de noche. No tengo idea de por qué te has vuelto tan impaciente. No sólo conmigo, sino también con Marcus y con tu madre y...

—¡Ya te he dicho que lo siento!

Ahora también Marcus elevó la voz. Se puso de pie y fue hacia la ventana. El sol anaranjado oscuro estaba bajo en el cielo. El tráfico de las embarcaciones había dejado marcas en una y otra dirección sobre el hielo del fiordo. La nieve cubría el agua negra de la bahía. El ferry de Nesodden atracaba en ese momento en el muelle y un grupo de personas surgió tiritando en la tarde gélida y bella.

—Esto no funciona —dijo Rolf con resignación—. Estás en el trabajo casi todo el tiempo. Así, es imposible que ...

Tenía razón.

Marcus se había sentido siempre orgulloso de respetar, por lo general, las horas normales de trabajo. Su filosofía era que si uno no lograba completar sus tareas entre las ocho y las cuatro, era porque había algo que no andaba bien, no era efectivo trabajando. Eso implicaba que a veces tenían que realizar grandes esfuerzos, tanto él como los otros. Como nada era tan importante como la familia, intentaba estar igualmente en casa en horario normal todos los días y tomarse libres los fines de semana.

Ahora se quedaba trabajando cada vez más a menudo hasta después de la cena y durante las noches. Sin que hiciera mucho. La oficina de Aker Brygge se había convertido en un refugio. Una protección contra las miradas inquisitivas y las acusaciones de Rolf. Cuando todos se habían ido y quedaba sólo él, se sentaba en el cómodo sillón al lado de la ventana y veía cómo la noche envolvía la ciudad. Escuchaba música. Leía poco, lo intentaba, pero le costaba concentrarse.

—¡Joder! —continuó Rolf con abatimiento—. ¡No eres un avaricioso, Marcus! ¡Siempre has dicho que el dinero está allí para que lo utilicemos, y no al revés! Si la empresa te devora, podemos vender toda esa mierda y vivir más simplemente de lo que lo hacemos.

—Es 15 de enero —protestó Marcus débilmente—. Dos semanas de estrés en el trabajo no es tanto, me parece, para que saques conclusiones drásticas. También pienso, para serte bien franco, que eres extremadamente injusto. Yo no cuento cuántas noches o fines de semana tienes que salir de improviso para entablillar las patas de un animal o recibir los cachorros de una perra que ya está tan vieja que no puede parir sola.

El otro extremo se quedó en silencio.

—Eso es completamente distinto —dijo Rolf—. Se trata de seres vivos, Marcus, y yo siento mi oficio. Siempre dije que los animales significan algo para mí. Tú mantienes siempre que el dinero no representa nada para ti. Por otro lado, siempre hablamos de que, justamente porque de vez en cuando tengo que salir, tú te quedarías en casa para estar con Marcus. Hemos... En esto estamos de acuerdo, Marcus. Pero, sinceramente, creo que no vamos mucho más allá. Por lo menos no por teléfono.

El tono frío de su voz lo asustó.

—Llegaré temprano a casa esta noche —dijo él rápidamente—. ¿Has logrado arreglar lo de la Policía?

—Por lo visto. Van a mandar a un policía a por las colillas, esta noche. Ya les mandé por correo las fotografías de las huellas. No es que piense que les será de ayuda, pero igualmente... Nos vemos.

Ni siquiera dijo hasta luego.

Marcus miró fijamente el teléfono mudo, antes de caminar despacio hasta el sillón y sentarse. Estuvo sentado hasta que el cielo se hizo negro y las luces de la ciudad se encendieron, una tras otra, convirtiendo el paisaje de fuera de la ventana en una estampa tan bella como una postal de la gran ciudad durante la noche.

Lo peor era que Rolf lo había llamado avaricioso.

«Si sólo estuviera al corriente», pensó Marcus, y no supo cómo juntaría fuerzas para levantarse.

—¿Sabe qué es? —preguntó el abogado Faber a sus secretaria, realmente sin necesidad.

El lacre estaba intacto.

—Por supuesto que no —dijo ella mansamente—. Usted dijo que debía dejarlo ahí hasta que usted lo abriese. Pero... ¿no sería propiamente violación de correspondencia? La dirección de destino está claramente escrita en el sobre, y aunque esté muerto, es...

—«Violación de correspondencia» —murmuró Kristian Faber despectivamente mientras buscaba un abrecartas en el desorden del escritorio—. ¡No es violación de correspondencia abrir un sobre que encontré en mi propia oficina, que me costó tan cara! ¿Cómo logró abrir el cajón, ya que estamos?

—Aquí —dijo ella alcanzándole un cuchillo largo y afilado—. Usé la astucia femenina.

El hombre abrió el sobre. Introdujo dos dedos en él y sacó un documento. Tenía sólo dos hojas, y al principio de la primera página estaba escrito «
TESTAMENTO»,
en letras grandes.

—Esto es un testamento —dijo él, decepcionado, sin necesidad.

La secretaria estaba de pie a su lado y vio exactamente lo mismo que él. El hombre se alejó de ella con irritación, y enseguida le pidió una taza de té. Ella asintió severa y salió a la antesala.

A Kristen Faber, el nombre del redactor del testamento le sonaba conocido, a pesar de que no lograba ubicarlo. Niclas Winter era único heredero. Una lectura rápida indicaba una vasta herencia, aunque frases como «todo el portafolio» o «todos los edificios» no decían mucho.

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