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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (45 page)

Como era antes de que este espanto se le metiese bien dentro.

Retrocedió despacio hasta fuera del cuarto.

No tenía idea de lo que iba a hacer. La oscuridad parecía burlarse de él desde los rincones, y sintió cómo el pulso se le aceleraba. Empezó a caminar rápido hacia la escalera. Quería bajar a la oficina. Cerrar la puerta. Ver la televisión. Prender todas las luces y hacer como si fuera de día.

Cuando por fin llegó, casi cerró la puerta de un golpe. Trémulo, dio un puñetazo al panel que comandaba la iluminación, sin resultado. Se recompuso y pulsó los botones correctos con un dedo. Finalmente la oficina quedó bañada en luz, y el aparato de televisión se encendió. Estaba presintonizado para recibir NRK, que emitía el programa musical
Dansefot.
Tomó el mando a distancia del escritorio y redujo el volumen antes de recorrer los canales hasta dar con la CNN. Se hundió en el amplio y pesado sillón de la oficina y reclinó la cabeza hacia atrás. La úlcera estomacal le quemaba, y un gusto amargo y acre se le asentó en la garganta. El dolor se irradiaba desde el esternón y todo el cuerpo le dolía. La cabeza le giraba en el vacío y sentía tanto miedo que le pareció que su vejiga estaba a punto de explotar, a pesar de que hacía menos de media hora que había utilizado el baño.

Aquello ya no era vida.

De inmediato se incorporó en el sillón y buscó la llave del pesado mueble esquinero que había comprado con la casa. Se había acostumbrado ya al decorado de flores silueteadas, que al principio le había parecido curioso y bastante vulgar. En especial porque el mueble databa de 1700, estaba en muy buen estado y costaba una fortuna. Ahora era como si las vides con flores grandes y grotescas lo tratasen de atrapar al meter la viejísima llave para abrir la cerradura.

Había cinco cajones pequeños detrás de la puerta. Abrió el cajón superior. Allí estaban las píldoras de las que nunca le contó nada a Rolf. No había sido necesario. Tanto éstas como la caja de la oficina habían permanecido sin tocar durante muchos años. Las colocó en su palma y regresó al sillón. Una vez allí las dejó caer sobre la carpeta de piel de becerro.

Marcus no sabía aún si las medicinas perdían su efecto al vencer la fecha de caducidad. No. No completamente. Si se las tomaba todas juntas, probablemente fuese suficiente. Tomó una y se la colocó sobre la lengua a modo de prueba.

El gusto era como el de antes. Dulzón, algo salado.

A su hijo le iría mejor si él moría.

Rolf lo adoptaría.

Rolf era mejor padre que él. Habiendo hecho lo que hizo, Marcus no sólo se había vuelto culpable de un delito. Ya no era un padre digno. Su vida era ser padre, y su existencia como tal había terminado.

Las lágrimas brotaron en silencio cuando se puso otra píldora en la boca.

Y otra más.

La leve modorra lo hizo recostarse en el sillón y cerrar los ojos. Se mojó el índice con saliva y lo presionó a ciegas contra la mesa. Otra píldora siguió al dedo y se la puso en la punta de la lengua.

Lo último que hizo antes de dormirse fue abrir el cajón del escritorio y empujar el resto de las medicinas allí dentro con el canto de la mano.

No era ni siquiera lo suficientemente hombre como para quitarse la vida, pensó con apatía, antes de que un sueño bendito lo alcanzara finalmente.

Yngvar Stubø se despertó el 16 de enero a las siete menos veinte de la mañana con la sensación de no haber dormido nada. Cada vez que estaba a punto de dormirse, veía frente a sí el retrato de la mujer que había estado en el dormitorio de Eva Karin. La idea de que podían tener razón en la teoría respecto a que se trataba de una hija desaparecida o repudiada y de que tendría que remontarse a una generación atrás para solucionar el caso lo despertaba una y otra vez. La teoría ganaba credibilidad a medida que pasaba el tiempo. Que la obispo quisiera proteger el recuerdo de sus padres era más factible que el que quisiera resguardarse ella misma de la vergüenza de haber sido madre soltera a los dieciséis años.

Además, este tipo de cosas ya no era algo que ocultar, y el retrato no podía de ninguna manera ser el de una mujer nacida a principio de los sesenta.

Tenía que tratarse de una hermana, pensó sacando las piernas de la cama. La última vez que vio el reloj, eran poco más de las cinco. Por lo menos había dormido una hora y media.

Otra razón para pasarse la noche en vela era que Inger Johanne no había llamado. No le había hablado en un día y medio. La noche anterior trató de llamarla tres veces, pero lo único que escuchó en el otro extremo era el sonido mecánico de su voz, que pedía dejasen un mensaje después de la señal. Aun así, ella no le había devuelto la llamada. Una fuerte irritación se mezcló con un asomo de angustia cuando arrastró los pies hasta el baño.

Estaba harto de vivir en un hotel.

La cama era demasiado blanda.

El jabón le secaba las manos y estaba cansado de la comida.

Quería regresar a casa.

Golpearon a la puerta. Se enderezó, molesto. Se colocó una toalla en torno a la cintura y fue hacia la puerta. Lo envolvía el olor acre de la orina mañanera. Abrió un poco la puerta y asomó la cara por la rendija.

—¿Qué coño pasa con tu teléfono? —dijo Sigmund Berli, y empujó la puerta mientras blandía un ejemplar del
VG
en la otra mano—. ¿Has visto esto? Tenemos que regresar a casa, ya que estamos, en el primer vuelo. Ponte algo y haz las maletas.

—Buenos días también para ti —dijo Yngvar de mal humor, y dejó pasar a su colega—. Te ruego que me lo expliques todo poco a poco, gracias. Empecemos por el teléfono.

—Te he llamado cinco veces desde anoche. No debes desaparecer, ya lo sabes.

—No hice nada de eso —dijo Yngvar—. Prueba a llamarme otra vez.

Cogió su móvil de la mesita de noche mientras Sigmund tecleaba el número en su propio teléfono.

—Está llamando —dijo Sigmund con el aparato en la oreja—. ¿Lo tienes en modo silencioso?

—No.

Yngvar miró la pantallita fijamente. No pasó nada.

Inger Johanne podía haber...

—¿Por qué no me llamaste a ése? —dijo Yngvar señalando el teléfono del hotel sobre el pequeño escritorio contra la ventana.

—No se me ocurrió —dijo Sigmund, risueño—. Pero eso ya da igual. Nos vamos a casa. Ya. ¡Mira esto!

Yngvar tomó el ejemplar del
VG
como si el periódico pudiese morderlo.

«Grupo de odio detrás de seis asesinatos», gritaba la primera página. El subtítulo era: «Policía con alarmante teoría. La obispo Lysgaard, una de las víctimas».

—¿Qué coño...? —dijo Yngvar. Alzó la voz aún más—: ¿Qué coño es esto?

—Lee —dijo Sigmund—. Verás que la Policía de Oslo ha dado con una posible conexión entre los asesinatos de Marianne Kleive y cierto muchacho kurdo que apareció en la bahía poco antes de Navidad, completamente muerto y casi cayéndose a pedazos.

—¿Y? ¿Qué tiene Eva Karin que ver con esto?

Yngvar se arrojó sobre la cama y pasó las hojas hasta dar con las páginas cinco y seis. Le costaba concentrar la visión. Los ojos corrían sobre el texto. Un minuto y medio después levantó la vista, arrojó el periódico contra la pared y rugió:

—¿Cómo diablos sabe el
VG
esto antes que yo? Ya he aprendido a vivir con que ellos saben más de lo que deberían, y demasiado pronto, pero que yo...

Se incorporó con tanta violencia que se le cayó la toalla. No se dejó importunar por su desnudez y bufó delante de Sigmund con los puños cerrados:

—¡Es que ahora tenemos que comenzar a orientarnos en nuestro trabajo leyendo los periódicos de la mañana! Esto es..., esto es... ¡Joder, Sigmund, esto es un puto escándalo!

Sigmund rio.

—Estás desnudo, Yngvar. Estás empezando a engordar.

—¡Me importa tres carajos!

Caminó hacia el baño dando pisotones. Sigmund se sentó en la silla del escritorio y encendió el aparato de televisión. Sintonizó TV2 mientras escuchaba a Yngvar trajinar tras la puerta cerrada. Salió medio minuto más tarde, agarró ropa limpia de la maleta y se vistió con una velocidad que Sigmund nunca hubiese creído posible en un tipo de semejante tamaño.

—Hay un telediario dentro de cinco minutos —dijo—. Lo veremos antes de salir.

—«Pandilla de los Estados Unidos» —dijo Yngvar con ironía mientras intentaba anudarse la corbata—. Es verdaderamente lo más idiota que he oído.

—No pandilla —corrigió Sigmund—. Grupo. Grupo de odio.

—Peor. ¿Quién mierda llegó a una conclusión tan increíblemente... estúpida?

Agarró del suelo una bolsa para ropa sucia y la metió en la maleta una vez que hubo desistido de la corbata.

—Inger Johanne —dijo Sigmund Berli, y rio con ganas—. ¡La teoría es de Inger Johanne!

—¿Qué? ¿Qué dices?

Yngvar se abalanzó sobre el periódico que yacía semidestruido sobre la cama. Otra vez los ojos corrieron sobre las letras.

—Aquí no dice nada de ella —dijo sin levantar la vista del artículo, que estaba ilustrado con los retratos de Marianne Kleive y la obispo Lysgaard—. No mencionan para nada a Inger Johanne.

Suspiró y dejó caer el periódico al suelo.

—He hablado con una..., con Silje Sørensen —dijo Sigmund—. De la Central de Policía de Oslo. Me llamó a las seis. Había tratado sin éxito de encontrarte.

—¿Es imbécil esta gente? ¡Vivo en un hotel, qué coño...! Esto... —Yngvar se acercó hasta el anticuado teléfono blanco con tres zancadas. Tomó el tubo del aparato en una mano y el resto en la otra y lo acercó a cinco centímetros de la cara de Sigmund—. ¡Esto es un teléfono!

—Cálmate, Yngvar. Ya...

—¿Calmarme? ¡No quiero calmarme! Quiero saber de qué va toda esta payasada, y por qué...

—¡Que me oigas, entonces! ¡Escucha lo que tengo que decir, en vez de dar vueltas como un orate! ¡Pronto vendrán los del hotel y nos echarán, a menos que te calmes!

Yngvar tomó aliento, asintió y se sentó pesadamente sobre la cama.

—Habla —murmuró.

Sigmund aplaudió casi sin ruido.

—Bien. No es mucho lo que sé. Silje Sørensen estaba más o menos tan indignada como tú por el hecho de que el
VG
se enterase del asunto y toda la Central va de cabeza tratando de ubicar la fuente. Lo que ella pudo contarme es que de veras se trota de seis asesinatos. Un artista que murió por Navidad, aparentemente a raíz de una sobredosis de heroína, parece que tenía rastros mínimos de curacit en la sangre. Tuvimos suerte. El curacit, un derivado del curare se degrada muy rápido y el tipo fue al horno temprano, y como rutinariamente se asume que se trata de una muerte sospechosa, habían congelado un poco de la sangre en el laboratorio, y el curacit...

—¿Eh?

—Curacit. Un veneno, ¿sabes?, que afecta la respiración y...

—¡Sé bien lo que es el curacit! Lo que me pregunto es...

—¡Espera un segundo, Yngvar! ¡Escúchame! El tal artista también fue asesinado. Y también es..., también era homosexual. Y también hubo un gandul al que mataron en noviembre en el parque Sofienberg, y todos nosotros sabemos qué hacen en ese parque por las noches, ¿no? —Sin dejar que Yngvar le interrumpiera con una respuesta, Sigmund continuó—: Y había una mujer que todos creían que había muerto en un accidente de coche, pero que tras una investigación más profunda se descubrió que alguien había manipulado los frenos de su coche. ¡Y si quieres puedes adivinar qué clase de gustos tenía en la cama!

Yngvar sólo lo miró, rendido.

—Esta Silje Sørensen estaba realmente paranoica —continuó Sigmund, impertérrito—. Me llamó desde su casa, por el móvil de su hijo. Pero sin importar que los periodistas tengan buenas fuentes, o intervengan los teléfonos de la policía, o hagan lo que sea que hacen, por ahora el
VG
sólo tiene los nombres de tres de las víctimas. La obispo, Marianne Kleive y el muchacho de la bahía. Nunca me acuerdo de esos nombres de monos.

Yngvar se sentía tan acabado que ni siquiera protestó por aquel comentario.

—En todo caso, Silje Sørensen me dijo que Inger Johanne la había visitado con unas preguntas, y una teoría que tenía que ver con su investigación. Este asunto del odio. U otra cosa que..., no sé, simplemente. De todos modos, la teoría se correspondía tan bien con la evidencia que tiene Oslo que ya se ha establecido un equipo para realizar una investigación más profunda en colaboración con la Policía de Oslo y Kripos. Allí es donde vamos. Eso es más o menos lo que sé. ¡Chist! ¡Las noticias, mira!

—«¡Chist!» —repitió Yngvar de mal humor—. ¡Yo no he dicho nada!

Sigmund aumentó el volumen.

TV2 inició su transmisión con el caso del
VG.

Era evidente que habían tenido un problema para llegar a tiempo, puesto que el reportaje empleaba imágenes de archivo. Ni siquiera habían logrado encontrar fotografías invernales; el gran edificio de la Central de Policía aparecía bañado en la luz del sol y personas vestidas con ropas ligeras entraban y salían a través de la puerta principal. La voz en
off
no podía decir más que lo que aparecía en el periódico.

—¡Chis! —repitió Sigmund cuando la cámara mostró a una mujer delgada, vestida con un uniforme con bordes dorados y dos estrellas en las hombreras.

—No podemos hacer ningún comentario ahora sobre el caso —dijo decidida, y se alejó del micrófono.

—¿Puede usted confirmar la información que el
VG
publicó hoy? —insistió el reportero.

—Como ya dije, no tengo nada que agregar sobre esto.

—¿Cuándo se informará a la opinión pública sobre este caso, que parece muy importante y enrevesado?

—Como he dicho, no puedo decir absolutamente nada sobre...

Sigmund apagó el televisor.

—Nos vamos —dijo, y se puso de pie—. Empiezo a sentir bastante curiosidad por saber de qué va todo esto. Voy a buscar mi maleta y nos vemos abajo dentro de un par de minutos. ¿Qué es eso, por cierto?

Indicó con la cabeza la mesita de noche sobre la que Yngvar había dejado el retrato de la mujer desconocida.

—Es el retrato del que te hablé —dijo Yngvar.

—¿Qué retrato?

—El que estaba en la habitación de Eva Karin. Tenemos que pasar por la comisaría con él. Quiero saber quién es. Probablemente sea la mejor forma de averiguarlo.

—¿Cómo diste con él? —preguntó Sigmund.

—Es una larga historia.

—Ahórramela. ¿Nos vemos abajo?

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