El documento satisfacía todos los requerimientos de forma. Estaba paginado y firmado por el redactor y dos testigos que, según el contenido, no eran beneficiarios. Cuando el abogado vio la fecha original del testamento, arrugó por un momento la frente antes de escribir una pequeña nota en un papelito.
La secretaria volvía con una taza. «Enojoso», pensó el abogado Faber; la taza debía de estar ya preparada cuando preguntó. Guardó rápidamente el testamento en su sobre y lo selló con una ancha cinta adhesiva. Pegó al papelito escrito en la cara del sobre.
—Guarde esto en la caja fuerte —dijo—. He de verificar lo que haremos con ello. Niclas Winter está muerto, pero puede que tenga herederos.
—No —dijo la secretaria—. En el periódico dicen que no tiene ningún heredero. Hasta donde yo entiendo, el Estado es quien heredará todo lo que deja.
—Bueno —dijo Kristen Faber, encogiéndose de hombros—. Entonces no es tan peligroso. El Estado ya saca lo suficiente de casi toda la gente. Pero en todo caso creo que este documento tiene que llevarse al juzgado de sucesiones. Lo investigaré mañana.
—Mañana tiene que ir a la corte con un nuevo caso —le recordó ella—. Quizá yo podría...
—Sí —dijo él, cortante—. Hágalo. Llame al juzgado de sucesiones y pregúnteles qué debemos hacer.
—Por supuesto —dijo ella con una sonrisa—. Haré eso mañana por la mañana. ¿Estaba bien el té?
Su jefe ni siquiera le contestó.
—Mil gracias por haberse molestado en venir hasta aquí otra vez —dijo en voz baja, y sonrió suavemente al robusto policía—. Mandé a los dos niños mayores a la casa del vecino, y William está a punto de irse a dormir. Lukas, el pobre, ha dormido durante todo el día.
Yngvar Stubø se quitó los zapatos y le entregó el abrigo antes de entrar en el salón agradable y luminoso. Aquí y allá había juguetes, libros infantiles y cosas así, y sobre el respaldo de una silla del comedor colgaba un jersey, secándose. De todas maneras, el salón daba una impresión de orden. «Placentero», pensó Yngvar, y cayó en la cuenta del enorme dibujo infantil que colgaba enmarcado sobre un sofá beis lleno de almohadones de colores.
—¿Quién es el artista? —sonrió indicando el cuadro con la cabeza.
—La del medio —dijo ella—. Andrea.
—¿Qué edad tiene?
—Seis.
—¿Seis? ¡Caramba, tiene talento!
Astrid levantó una mano hacia el sofá.
—Siéntese, por favor. ¿Un café?
—No, gracias. No tan tarde.
Ella miró de reojo el reloj de pared sobre la mesa de la cocina. Eran las siete pasadas.
—¿Agua? ¿Alguna otra cosa?
—No, gracias.
Él retiró un par de almohadones antes de sentarse. Olía a bollitos y levemente a limón, y en el hogar la leña reseca ardía con viveza. Había algo particular en aquella casa. La atmósfera era de alguna manera más calma de lo que él estaba acostumbrado a ver en familias con niños pequeños; a pesar del limitado desorden, todo parecía bien arreglado. Levantó la vista cuando ella, a pesar de su negativa, le puso enfrente una taza de café, una jarrita con leche y una bandeja con panecillos.
—Esto no me sucede a menudo —dijo él cogiendo un panecillo.
Ella sonrió y fue hasta una estantería vecina a la ventana que daba al jardín. Cuando regresó, dudó por un momento antes de sentarse a su lado en el sofá amplio y profundo. Yngvar ya estaba por la mitad de un bollito.
—Buenísimos —dijo con la boca llena de comida—. ¿Qué les pone dentro?
—Mermelada común y corriente —dijo ella—. De fresa. Mire.
Le mostró una fotografía. Confundido, él dejó el resto del bollo en el platillo y se limpió los dedos en el pantalón antes de tomar el retrato y apoyarlo con cuidado sobre la rodilla derecha.
La fotografía era de papel grueso y sepia, y había sido tomada desde bastante cerca.
—Espero estar haciendo lo correcto —dijo ella con voz casi inaudible.
—Lo está haciendo.
Él examinó la foto con cuidado. Si bien no podía tildársela precisamente de bella, había algo simpático en aquel rostro joven. Los ojos eran grandes y él hubiese apostado a que eran azules. Tenía una linda sonrisa, con indicios de hoyuelos en una de las mejillas. Uno de los incisivos frontales ocultaba al vecino y, por un momento, él arrugó la frente, profundamente concentrado.
—Es casi como si la hubiese visto antes —murmuró.
Astrid no contestó. En lugar de hacerlo lo miró, con la boca entreabierta y sin respirar, como tomando impulso para decir algo que se resistía a pronunciar.
Él se le adelantó.
—Se parece a Lukas, ¿verdad?
Ella asintió.
—Lukas cree que es su hermana —dijo—. Por eso no deseaba mostrarle esta foto. Quería encontrarla por sus propios medios y evitar que se hiciera pública cualquier cosa en torno a este asunto. Piensa que la familia ya ha tenido suficiente y que esto no debería salir a la luz. En lo primero que piensa es en su padre. Pero también en la reputación de su madre. Y en sí mismo, creo.
—Una hermana —dijo Yngvar, pensativo—. Una hermana desconocida podría tener cabida en esta historia, pero ella es...
—No es posible —interrumpió Astrid, que se enderezó.
Estaba sentada a su lado como una reina: de costado en el sofá, relajada y sin apoyar la espalda, con las piernas juntas.
—Eva Karin no habría mantenido jamás en secreto una hermana de Lukas.
—Eso creo —dijo Yngvar sin quitar la mirada del retrato—. Porque esta mujer es demasiado mayor hoy, si vive, como para ser la hermana de Lukas.
—¿Demasiado mayor? ¿Cómo lo sabe? La fotografía no tiene fecha, y...
Esta vez fue Yngvar el que interrumpió.
—De hecho, hemos considerado que había un hijo o una hija. Esa historia de que encontró a Jesús cuando tenía dieciséis años fue claramente muy importante en la vida de Eva Karin. Puede pensarse que en ese momento estaba embarazada y que fue salvada, en ese sentido. Lo común en ese entonces era dar en adopción los hijos de las jóvenes madres solteras. Pero... —Hizo una mueca y sacudió lentamente la cabeza—. Me he hecho una idea bastante buena de la obispo en estas semanas. Y tengo que estar de acuerdo con usted. Si existe un hijo o una hija de esa época, ella probablemente se lo hubiese dicho a Lukas. En todo caso cuando creció. Hoy nadie la condenaría. Muy al contrario, una historia así apuntalaría todo lo que ella dice..., todo lo que dijo en referencia a la cuestión del aborto.
Astrid tomó el retrato y lo alzó con cuidado.
—El parecido puede ser puramente casual —dijo—. Siempre pensé que Lukas se parecía a Lili Lindfors, y en todo caso ellos no están emparentados.
—¿Lili Lindfors?
Yngvar sonrió con amplitud mientras examinaba el retrato una vez más.
—Ella también se le parece —dijo sorprendido—. ¡Y ahora que lo dice, Lukas no está tan lejos de parecérsele, tampoco! Una versión masculina de Lili Lindfors, con el cabello oscuro.
—Y usted se parece a Brian Dennehy —sonrió Astrid—. El actor norteamericano. Aunque seguramente no es su hermano.
—No es usted la primera persona que lo dice —rio Yngvar, y se enderezó con energía—. Pero él es un poco más gordo que yo, ¿no cree?
Ella no contestó. El tomó otro bollo.
—¿Cómo puede saber que ella es demasiado mayor? —preguntó ella.
—Una mujer nacida en 1962 ó 1963 tendría hoy en día... —calculó rápido— alrededor de cuarenta y seis. Cuarenta y seis años. ¿Qué edad cree usted que tenía cuando tomaron esta foto?
Una inclinación de cabeza hacia el retrato hizo que Astrid lo sostuviera de nuevo ante sí.
—No estoy segura —dudó—. ¿Veintitrés? ¿Veinticinco?
—Probablemente menos. Quizá sólo dieciocho. En esa época parecían mayores en los retratos hechos en las tiendas de fotografía. Tiene que ver con la ropa, el peinado y esas cosas. Yo nací en 1956 y me animaría a jurar que esta mujer del retrato es mayor que yo.
—Pero ¿cómo...? Usted no puede...
—Para comenzar, tiene usted la calidad del papel —dijo él, y sujetó el retrato cuidadosamente por uno de los bordes—. En caso de que esta mujer hubiese nacido en efecto a principios de los sesenta, el retrato debió de tomarse... —Otra vez calculó rápidamente—. Cerca de 1980. ¿Cree que esta foto parece, de algún modo, haber sido tomada tan tarde?
Astrid sacudió levemente la cabeza.
—Yo tampoco lo creo —dijo Yngvar—. Me parece que es de alrededor del comienzo de los años sesenta. Quizá de 1965, pero como mucho. ¡Mire la ropa! ¡Fíjese en el peinado!
—Yo nací en 1980 —dijo ella despacio—. No sé gran cosa acerca de la moda en los sesenta. Pero eso quiere decir que esta mujer..., esta señora..., ¡tiene la misma edad que Eva Karin!
—Sí —dijo Yngvar, y se contuvo de tomar otro bollo—. Y entonces...
Dejó el retrato nuevamente sobre la rodilla. Se inclinó sobre él y analizó cada trazo. La nariz fina y recta. La frente, que era amplia y sin una sola arruga. Los pómulos eran lisos y el cabello parecía como pintado sobre el cráneo, en bellas ondas y con rizos en las sienes.
—¿Puede haber habido una hermana? —murmuró enderezándose finalmente—. No se parece a Eva Karin, pero puede explicar de alguna manera el parecido con Lukas. De vez en cuando estos genes nuestros toman atajos notables, y...
Astrid lo miró, asustada.
—¿Hermana? Eva Karin tiene dos hermanos, ambos menores que ella. Einar Olav, que debe andar por los cincuenta y cinco, y Anne Turid, que cumplió cincuenta el año pasado. No. El año antes. ¡Y ésta no es ella!
Hubo ruidos en la entrada. Voces de niños. Alguien se rio y la puerta de calle se cerró de golpe.
Astrid colocó rápidamente el retrato dentro del sobre del que lo había sacado. Dudó sólo un momento antes de entregárselo a Yngvar.
—En silencio, niños.
No quitó su mirada de la de él.
—Papá y William duermen. En silencio, ¿de acuerdo?
Yngvar se puso de pie. Caminó hacia la puerta y los dos niños casi lo atropellaron cuando entraron corriendo. Lo miraron con curiosidad.
—¿Quién eres? —preguntó la menor.
—Soy Yngvar. Y tú eres Andrea, la nueva Picasso.
La niña rio.
—No, yo dibujo las orejas y los pies ahí donde deben ir.
—Eso está bien —dijo Yngvar, que le revolvió el cabello—. Siempre es bueno tener esas cosas en el lugar que corresponde.
—Gracias por haber venido —dijo Astrid.
Se apoyó contra el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho. Parecía aliviada, de alguna manera. La sonrisa ya no era tan medida como cuando él había llegado, y rio un poco cuando el niño de ocho años le mostró un tatuaje con el logo de Brann que le cubría todo el antebrazo.
—Soy yo quien debe darle las gracias —dijo él, levantó el sobre como en un gesto de despedida y salió a la escalera de piedra.
La puerta se cerró tras él, que caminó hacia el coche. Antes de que se sentase y hubiese puesto el motor en marcha, Astrid lo alcanzó, corriendo. Él bajó la ventanilla y miró hacia afuera.
—Pensé que querría tener esto —dijo ella, y le alcanzó una bolsa de plástico con bollos—. Realmente son mejores cuando están frescos, y me ha parecido que le gustan.
Antes de que alcanzase a darle las gracias, ella se alejó corriendo hacia la entrada. Se quedó sentado un momento antes de abrir la bolsa y tomar uno de los deliciosos bollos. Cuando estaba a punto de morderlo, lo golpeó la mala conciencia.
Pero es que esos bollos...
Y la mermelada era de lo mejor que había probado nunca.
Marcus intentaba pensar sobre lo bueno que había en la vida. En todo lo que era bello y delicado y que hasta ahora había hecho que la existencia valiese la pena. En lo que existía antes, antes de que descubriese brutalmente que la vida estaba basada en una equivocación. En una mala interpretación.
Un robo.
Era un robo, todo, y empañaba todo lo que le permitía conciliar el sueño.
Rolf roncaba suavemente.
Marcus se sentó despacio sobre la cama. Hacía pequeñas pausas entre cada movimiento. Finalmente logró ponerse de pie y caminó con pasos cuidadosos hasta el baño. La puerta que daba al pasillo chirriaba, por lo que decidió ir a través del anexo que parecía una piscina y que estaba pared con pared con el dormitorio principal. Llegó allí y logró cerrar la puerta sin despertar a Rolf.
Una luz atenuada permanecía encendida. El pequeño Marcus tenía su propio baño, pero cuando se despertaba por la noche prefería el de sus padres.
Aun a la luz suave de la lámpara, Marcus tenía un aspecto terrible. Se sobresaltó al mirarse en el espejo. Las bolsas bajo los ojos parecían grandes ampollas y tenía la piel tan pálida que casi parecía azulada. Aumentaba cada vez más de peso y no había respetado su intención de Año Nuevo ni una vez en los quince días que llevaba el año 2009. El olor de su cuerpo le ofendía la nariz; el sudor nocturno, el pijama sin lavar y la angustia. Volvió la espalda a su reflejo fantasmagórico y salió al pasillo.
La puerta de la habitación del pequeño Marcus estaba entreabierta. Fuera, Marcus se podía mover más libremente. A esta hora del día, la casa podía ser demolida en torno al muchachito sin que éste se despertara. Se quedó de pie ante la puerta entreabierta y miró a su hijo, que dormía.
El cuarto estaba bañado en la luz fría y azulada de la lámpara sobre la cama, una nave espacial en vuelo entre las galaxias. Juguetes y libros reposaban de lado a lado en los estantes a lo largo de una de las paredes, y el ordenador mostraba la lluvia de estrellas de un protector de pantallas que el niño había descargado por sí mismo. El gastado osito que su hijo todavía necesitaba en la cama para poder dormirse yacía abandonado sobre el suelo. Había perdido uno de los ojos hacía ya tiempo. El otro miraba ciego hacia el techo. Marcus se inclinó sobre el suelo sin pisar ninguna de las muchas cosas que había desparramadas, y recogió el osito. Lo sostuvo durante un momento frente a su nariz. Respiró el olor de todo lo que significaba algo.
Se inclinó en silencio sobre el muchacho, puso a
Freddie
en sus brazos y lo arropó mejor con la colcha. El pequeño Marcus gruñó, chasqueó un poco la lengua y, de pronto, se recostó de costado con el osito en los brazos.
Una necesidad casi irresistible de trepar a la cama lo asaltó tan de repente que soltó un quejido. Sería fuerte otra vez. Sería el papá que consolaría a su hijo las pocas veces que el muchacho se despertase con pesadillas y lo necesitase. Yacería abrazado al pequeño Marcus y le contaría historias en voz baja, sobre los días pasados y el espacio exterior. El muchacho se acurrucaría contra él y sonreiría, y su cabello le haría cosquillas en la nariz. Serían sólo ellos dos en todo el mundo, como era antes de Rolf, como era antes de que fueran tres.