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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (52 page)


Water, please.

Levantó su mano para rechazar el vino blanco que ella le ofrecía.

Cuando alzó la pequeña cortina, la luz intensa se derramó a través de la ventanilla. Se habían hecho ya las doce y media, hora de Noruega. Se incorporó un poco para ver el océano Atlántico allí abajo, pero un manto de nubes gris pálido se extendía bajo ellos hasta el infinito, haciendo el paisaje plano y aburrido. Sólo otro avión, que volaba en sentido contrario y mucho más hacia el sur, rompía la monotonía de toda la escena blanca. La luz le molestaba y bajó nuevamente la cortina hasta la mitad de la ventanilla.

Sentía una calma bendita.

Así era después de cada misión.

Odiaba a los perversos con una intensidad que lo había devuelto a la vida cuando estaba a punto de emborracharse hasta morir. Había encontrado alguno que otro en el ejército, perros cobardes que intentaban ocultar que hacían cosas innombrables entre ellos mientras se creían lo suficientemente buenos como para defender a su patria. En aquel entonces, antes de ser salvado, se conformaba con informar sobre ellos. Tres casos se esfumaron en la burocracia militar, sin que por eso él perdiese el sueño. En todo caso les había infligido la humillación de ser investigados. El cuarto sodomita no se escapó. Se le graduó con deshonor. En realidad era por haber hecho insinuaciones a un soldado joven que amenazó con llevar a juicio a la totalidad de los US Marines, pero, de todos modos, el que hubiera además un informe por posesión de pornografía impropia elevado por él antes del caso, no había hecho daño.

El olor a comida se hizo más evidente.

Extrajo la Biblia de su bolsa.

Era suave y estaba gastada, con incontables comentarios pequeñísimos escritos en los márgenes del fino papel. Aquí y allá, el texto estaba resaltado con rotulador amarillo. En algunos lugares, la caligrafía era tan borrosa que era difícil de leer, pero no importaba. Richard Forrester conocía su Biblia, y sabía de memoria los pasajes más importantes de las Escrituras.

Cuando tenía doce años, uno de ellos se le había insinuado.

Cerró los ojos y dejó la mano sobre el Libro.

La vida lo había convencido de que la muerte de Susan y Anthony tenía un propósito. Debían ir a la casa de Dios para que el Señor pudiese darle su luz. Con esposa y un hijo, él no podía oír su llamada; debía purificarse antes de ser un servidor digno para la lucha que le había salvado la vida.

Cuando al cabo de algunos meses el hombre que lo recogió en el callejón en Dallas le presentó a Jacob, estaba listo. Jacob se llamaba solamente «Jacob», y Richard jamás había conocido a ningún otro miembro de The 25'ers. Por todo lo que sabía, podía haber otros como él a bordo de ese mismo vuelo, y se dedicó a mirar de soslayo a la mujer al otro lado del pasillo.

De hecho, había tenido que esperar un año antes de conocer el nombre y el significado de la organización. Cuando tuvo claro que trabajaba al lado de musulmanes, al principio se enfureció. Jacob intentó convencerlo de que el trabajo en equipo era lo que había que hacer y de que era necesario. Tenían la misma meta, y los musulmanes poseían una experiencia de la cual dependían. Sus argumentos no lo convencieron. Tampoco ayudó el que se enterase de que el apoyo económico que recibían de los grupos extremistas musulmanes era considerable. Richard Forrester sabía que en buena medida ellos se autofinanciaban y no podía entender cómo aceptaban dinero de los terroristas. Él mismo había matado para entonces a dos personas en nombre de Dios, pero jamás tomaría la vida de un ser inocente. Se había sorprendido tanto como todos cuando los aviones chocaron contra el World Trade Center, y odiaba a los musulmanes casi con la misma intensidad con que despreciaba a los sodomitas. Una noche cedió, cuando despertó ante la presencia intensa de Dios y recibió el mandato del propio Señor.

Después de cada misión, una suma sustancial ingresaba en su cuenta bancaria legal. El dinero era declarado como pago por viajes y organización de eventos, y se informaba a las autoridades fiscales bajo el mismo concepto. Al comienzo sintió cierta incomodidad. La generosidad de las sumas lo hacía parecer un asesino a sueldo.

Soltó la Biblia con brusquedad.

La azafata instaló la mesa frente a él y sirvió la entrada.

Le pagaban, pensó mientras seguía con los ojos las manos rápidas y diestras de la mujer. Pero no porque mataba.

Richard Forrester mataba por órdenes del Señor. El dinero era solamente necesario para completar las misiones que le daban y aceptaba. Como ahora, cuando no era posible regresar a casa lo suficientemente rápido, a menos que viajase en primera clase.

Muy de vez en cuando se preguntaba de dónde provenían los fondos. Alguna que otra noche eso lo mantuvo despierto durante un rato, pero su confianza en Dios no conocía límite. Superaba rápidamente esa pequeña sensación incómoda en el diafragma cuando a veces se sorprendía por lo mucho que había en la cuenta.

—Gracias —dijo cuando la azafata llenó de nuevo el vaso.

Empezó a comer y decidió pensar en otra cosa.

—Tiene que pensar bien en esto. Es muy importante, Erik.

Yngvar había elegido sentarse esta vez en el sillón de Eva Karin. Había una fragancia en la tela color marrón dorado, el recuerdo un tanto desdibujado de una mujer mayor que ya no estaba. El género era suave, y todavía había algunos pocos cabellos finos, de un gris oscuro, adheridos al reposacabezas. Hasta ese momento Yngvar no había llamado al viudo por su nombre, pero dadas las circunstancias le parecía algo fuera de lugar dirigirse a él de manera más formal. «Casi irrespetuoso», pensó, e intentó hacer que el hombre levantase la mirada.

—Eva Karin creía que tenía la bendición de Jesús —lloraba Erik—. Yo nunca pude resignarme a que esto estuviese bien, pero...

—Ahora tiene que escucharme —dijo Yngvar, y se inclinó hacia el otro—. Yo no tengo ni deseos, ni necesidad de ponerme a juzgar su vida ni la de Eva Karin, ni derecho ninguno a hacerlo. Ni siquiera tengo que escuchar nada acerca de ella. Mi trabajo es encontrar al que mató a Eva Karin. Por eso tengo que preguntarle otra vez: ¿qué otra persona, además de usted, Martine y la propia Eva Karin, sabía de esta... relación?

Erik se incorporó repentinamente. Se cogió la cabeza y se agitó.

Yngvar estaba a punto de dejar el sillón para ayudarlo cuando Erik dio un puntapié en su dirección que hizo que se sentase de nuevo.

—¡No me toque! ¡No puede haber estado bien! Ella no quería escuchar. Yo me dejé convencer, esa vez, era tan...

Hacían veintitrés años que Yngvar Stubø había ingresado en la Academia de Policía, como se llamaba en ese entonces la Escuela Superior. En el curso de esos años había visto y oído casi todo. Tuvo experiencias de las que creyó que jamás iba a sobreponerse. Su tragedia privada fue lo suficientemente devastadora. Informar a alguien de que había perdido a sus hijos, de que su pareja había sido asesinada o de que sus padres habían sido arrollados por un coche de policía durante una persecución era igual, y, de muchas formas, todavía peor. El sufrimiento propio era manejable, al fin y al cabo. Pero en presencia del dolor ajeno, Yngvar se sentía a menudo completamente desvalido. Con los años, no obstante, había encontrado una suerte de estrategia ante la infinita desesperación, un método que le permitía hacer el trabajo que debía.

Ahora no se sentía capaz de ello.

Hacía ya más de media hora que le había contado a Erik Lysgaard que él sabía la verdad. Intentó explicarle por qué había venido. Interrumpió una y otra vez la larga e inconexa historia del viudo sobre una vida construida en torno a un secreto tan enorme que nunca tuvo suficiente lugar para guardar. Era el secreto de Eva Karin, la decisión de Eva Karin.

Erik Lysgaard gritó con fuerza. Estaba de pie allí en medio, con esas ropas demasiado grandes que llevaba y que ya tampoco estaban del todo limpias, y rugió sus acusaciones. Hacia Dios. Hacia Eva Karin. Hacia Martine.

Pero más que nada hacia sí mismo.

—¿Cómo pude creerlo? —sollozaba jadeando en busca de aire—. ¿Cómo pude...? Yo sólo quería ser como ellos..., no como el profesor Berstad, no como... Usted tiene que entender que...

De pronto se calló. Caminó dos pasos hacia el sillón en donde estaba Yngvar. Los mechones grises y grasientos apuntaban hacia todos lados y tenía los labios rojos como la sangre. Húmedos. Los ojos estaban hundidos y le temblaba el cuello.

—El profesor Berstad se suicidó —susurró ronco—. A principios de verano, en 1962. Íbamos a segundo grado de secundaria, Eva Karin y yo. Yo no podía ser como él. ¡No podía vivir como él!

Pesadas y viscosas, unas gotas de saliva enfermiza saltaban de su boca. Algunas bajaban por su cuello, pero a él no le importaba.

—Yo veía las miradas. Oía las palabras insultantes, ¡me golpeaban como... latigazos!

La saliva brillaba en sus labios. Yngvar contuvo la respiración. Erik parecía un hombrecito, magro y encorvado, boqueando en busca de aire.

—Nos pusimos de acuerdo —dijo él—. Acordamos casarnos. Ninguno de nosotros podía vivir con la vergüenza, con la vergüenza de nuestros padres, con... Yo quería a Eva Karin. Ella se convirtió en mi vida. En mi... hermana. Ella también me quería. Me amaba, decía ella, hasta tan tarde como la noche en que... Mientras que yo elegí vivir... siempre solo, ella quiso conservar a Martine. Ese era el arreglo. Eran Martine y Eva Karin.

Regresó despacio a su sillón. Se sentó. Lloraba en silencio, sin cubrirse la cara con las manos.

—Esto ha de castigarse —dijo—. Esto ha de castigarse hasta el final.

—¿Con quién habló?

—El castigado soy yo —susurró Erik—. Yo soy el que vive en un infierno. Todo el tiempo y cada día. Cada noche, cada segundo.

—Tengo que saber con quién, Erik.

—Tenga.

La mano estirada de Erik sostenía un libro, cuya cubierta era de cuero gastado. Cuando Yngvar entró, el libro estaba sobre la mesita para el café; ajado, manchado y sin título. Dudó, pero cuando Erik insistió, lo tomó:

—Cójalo. ¡Cójalo! Es mi diario. Lea las últimas veinte hojas y entenderá. Ahí encontrará lo que busca. Léalo todo. Intente comprender.

—Pero yo no puedo..., así no puedo...

—Ahora debe irse. Coja el libro y váyase.

Yngvar se quedó ahí parado, con el libro en la mano, el libro con todos los pensamientos de Erik Lysgaard. No tenía idea de qué era lo que debía hacer y aún no había puesto orden en el caos de impresiones en el que el arrebato del aquel hombre destrozado lo había sumido. Cuando estaba a punto de preguntar si había algo que pudiese hacer por él, comprendió finalmente que nadie en el mundo podía hacer nada por Erik Lysgaard.

Yngvar cogió la vida de Erik y salió en silencio de la casa de Nubbebakken por última vez, con ella bajo el brazo.

Rolf se movió tan sigilosamente como pudo. Era posible que Marcus durmiese aún, estaba tan silencioso ahí dentro. Con todas las noches insomnes que el hombre acumulaba, era un logro si por lo menos conseguía dormir. Apoyó la mano en el picaporte y entró lentamente. Algo tarde, se percató de que las bisagras crujían, e hizo una mueca al escuchar el chirrido agudo cuando la puerta se abrió.

Marcus estaba despierto. Estaba sentado sobre la cama y miraba fijamente hacia delante; los periódicos estaban apilados sobre la colcha. No había tocado la comida, el vaso todavía estaba lleno de zumo de naranja.

—¿No tenías hambre? —preguntó Rolf, sorprendido.

—No. Tengo que hablar contigo.

—¡Charla en camino! —Rolf se sonrió y se sentó al borde de la cama—. ¿Qué sucede, enamorado mío?

—Quiero que mandes a Marcus a otra parte. A casa de mamá o a la de algún amigo. Da lo mismo, pero cuando esté allí y a salvo quiero que regreses aquí. Tengo que hablar contigo. A solas. Sin nadie más en la casa.

—Vaya, parece serio —dijo Rolf y se rio, rígido—. ¿Qué sucede, Marcus? ¿Estás enfermo? ¿Pasa algo grave?

—Haz lo que te digo, por favor. Te agradecería mucho que lo hicieses cuanto antes. Por favor.

La voz era distinta. No dura, pensó Rolf, sino mecánica, como si no fuese realmente Marcus quien le hablaba.

—Hazme el favor —dijo Marcus, más alto ahora—. Saca a mi hijo de la casa y regresa aquí.

Rolf se puso de pie, dudando. Por un momento consideró protestar, pero cuando vio la expresión desconocida en los ojos de Marcus, comenzó a marchar hacia la puerta.

—Probaré con Mathias o con Johan —dijo tan suavemente como pudo—. Es más fácil con un compañero de clase que conducir todo el camino hasta la casa de tu madre.

—Bien —dijo Marcus Koll junior—. Y regresa en cuanto puedas.

—Georg Koll y mi padre se conocían —dijo Silje Sørensen.

—Por negocios, más que nada. Aunque yo sólo lo vi un par de veces cuando era niña, fue suficiente para darme cuenta de que el tipo era una porquería. A mis padres tampoco les gustaba. Pero ustedes saben cómo es. En los círculos.

Los miró y se encogió de hombros, como excusándose.

Ni Inger Johanne ni Knut Bork tenían idea de cómo era en los círculos de los ricos. Intercambiaron una mirada rápida antes de que Inger Johanne se enfrascase de nuevo en el documento que había traído la secretaria del abogado.

—Hasta donde puedo ver, éste es un testamento totalmente válido —dijo—. Si no se realizó otro en fecha posterior, es propiamente... —Sacudió un poco la cabeza y levantó los papeles—. Éste es el que vale.

—Pero Georg Koll murió hace muchos años —dijo Silje, confundida—. ¡Eran sus hijos los que heredaban! Los hijos de su matrimonio. Yo no tenía idea de que Georg tuviese otro hijo. ¿Es eso lo que dice ahí?

Inger Johanne asintió otra vez con la cabeza.

—«Mi hijo Niclas Winter» —citó.

—Nadie puede haber sabido de él —dijo Silje—. Me acuerdo de que papá bromeaba cuando la herencia cayó, porque Georg había perdido contacto con todos sus hijos una vez que dejó a su mujer, cuando eran pequeños. Realmente era de mala estofa el tipo. La ex mujer y los niños residían en una casita en Vålerenga, mientras Georg vivía en el lujo. Es Marcus Koll junior, el hijo mayor, el que ahora maneja la empresa. Me parece que hicieron algunos cambios, pero... —Se volvió hacia el ordenador—. Voy a buscarlo en Google —murmuró, y miró atenta en la pantalla—. ¡Bingo! Murió el... 18 de agosto de 1999.

—Muy convenientemente, cuatro meses después de redactar este testamento —dijo Inger Johanne, cada vez más pensativa—. Poco creíble que haya escrito uno nuevo después. ¡Yo creo simplemente que a nuestro amigo Niclas Winter le robaron su herencia!

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