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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (46 page)

Yngvar asintió. Estaba todavía sentado sobre la cama. Le costaba digerir todo lo que había pasado en la última media hora y se sentía mareado. No podía recordar haberse sentido nunca tan cogido por sorpresa como ahora. Cuando por fin se puso de pie, la debilidad lo forzó a dar un paso de lado para mantener el equilibrio.

El que el
VG
supiese mucho más que él en un caso que investigaba en persona era una derrota. Mucho peor era que Inger Johanne hubiese ido a la Policía de Oslo con algo que él ni siquiera sabía qué era.

Agarró la pequeña maleta, cogió el abrigo y caminó hacia la puerta. Cuando la cerró, supo que la sensación que tenía en el diafragma no se debía al hambre.

Se sentía humillado por su propia esposa, y ni siquiera lograba indignarse. Sólo tenía dolor de estómago.

Casi como cuando era pequeño y se avergonzaba.

La secretaria de Kristen Faber no sentía la menor vergüenza por hacer copias de algunos documentos de vez en cuando para llevárselos a casa. A su marido le gustaba que ella le contase los casos que veía, y en ocasiones se divertían mucho con el interrogatorio policial de algún pecador que trataba de escabullirse de una culpa evidente, o con el pleito lamentable de uno de esos infelices que no tenían como para pagarse un abogado. No conservaba los documentos durante mucho tiempo; en cuanto dejaban de resultar entretenidos, terminaban en la chimenea.

Por lo que respectaba al testamento encontrado en el armario grande de roble del archivo, no era precisamente para divertirse por lo que había hecho una copia y la había guardado en su cartera. Al contrario, su marido se puso muy serio cuando ella le refirió el caso durante la cena de ayer. El no conocía al malogrado Niclas Winter, pero había oído algo respecto del autor del testamento. Le habría gustado tanto dar una mirada al documento que durante la mañana ella hizo dos copias. Solamente una quedó guardada en el archivo del abogado Faber.

No era posible que hubiese algún peligro en que su marido echase una ojeada.

Ahora grapó la carta explicativa al testamento original y puso ambos documentos en un sobre. Le había llevado sólo dos minutos averiguar que el juzgado de sucesiones era el destino correspondiente para ese tipo de documento; de hecho, para asegurarse de que nada saliese mal, estaba por ir hasta la oficina de correos y mandarlo por correo certificado. Mejor estar sobre seguro cuando se trataba de estas cosas. Una vez, la corte mantuvo que el abogado Faber había excedido la fecha término para una apelación, a pesar de que ella estaba completamente segura de haberla remitido a tiempo.

No es que el testamento fuese tan importante como una apelación, pero la filípica que su jefe le soltó aquella vez había causado su efecto. En todo caso no podían quedar dudas de que la carta había sido enviada. Se puso el abrigo, metió el sobre en la cartera y tarareó una cancioncilla cuando cerró la puerta con llave y salió al mediodía brillante y lleno de sol.

Sensatez y sentimientos

Carpeta hallada esta mañana. La tomó prestada el maestro para niños especiales y se equivocó. Lamento las molestias. Live Smith.

Inger Johanne leyó el SMS dos veces sin saber si sentir alivio o fastidio. Por un lado, era, por supuesto, bueno que hubiesen encontrado el archivo de Kristiane. De todas maneras, le asustaba que la escuela manejase datos sensibles de un modo tan relajado. En cuanto cerró la puerta de su oficina, se le ocurrió que tendría que haberse sentido muy contenta. Que la carpeta de Kristiane no se hubiese perdido amortiguaba la sensación de que alguien vigilaba a su hija.

Se metió el móvil en el bolso y se escabulló del edificio sin que la viesen. Eran sólo las dos y no lograba concentrarse en otra cosa que no fuera en hablar con Yngvar. No había dado señales de vida todavía y no respondía el teléfono cuando lo llamaba.

No podía contar las veces que lo había intentado.

La secretaria del abogado Faber decidió llamar y hacer el encargo, para estar segura. La tienda de especialidades Laksen, en Bjølsen, era el mejor lugar para conseguir hígado de ternera, y a su marido le gustaba comer un buen guiso de hígado en la cena del domingo. Debía ser ternera, porque si no sabía a rancio. Quizá la tienda todavía tuviese también bacalao en soda, pese a que ya había pasado la temporada. Así prepararía pescado el sábado y carne el domingo, pensó satisfecha. Estaba a punto de llamar por teléfono cuando éste sonó. Lo levantó rápido y dejó escapar la frase acostumbrada:

—Oficina del abogado Faber, ¿en qué puedo ayudarle?

Kristen había intentado que desterrara la formalidad del usted, que según él daba un tono arcaico a la oficina. Pero ella se mantuvo firme, no le parecía natural tutear a personas a las que no conocía.

—¡Hola, querida!

—Hola —respondió ella de buen humor—. Estaba a punto de llamar a Laksen para encargar bacalao e hígado de ternera. Así los disfrutamos el fin de semana.

—Excelente —dijo su marido al otro extremo—. Estoy ansioso. ¿Tienes por allí al abogado Faber?

—¿Kristen? ¿Quieres hablar con Kristen?

No se hubiese sorprendido más si él se le hubiese aparecido de repente delante. Su marido no había puesto jamás los pies en la oficina, y tampoco había visto nunca a Kristen Faber. La oficina era su dominio. Cuando la vista de su marido comenzó a debilitarse y se jubiló anticipadamente, sugirió un par de veces ir al centro para ver cómo pasaba ella los días. «Ni hablar de eso», dijo ella. La casa era la casa, la oficina era la oficina. Era cierto que ella hablaba sin tapujos sobre lo que hacía y que se divertían a costa de los documentos que de vez en cuando se permitía dejarle ver, pero no estaba dispuesta a aceptar ningún contacto entre su marido y su jefe descortés y gritón.

—¿Para qué?

—Sí, ya sabes... Hay algo sospechoso en este testamento que trajiste ayer a casa.

—¿Sospechoso? ¿A qué te refieres?

Se lo había leído en voz alta anoche. Su marido todavía podía leer, pero la visión en túnel hacía que le pidiese cada vez más frecuentemente que le leyera. En realidad era agradable. Le leía en voz alta los periódicos después del telediario, interrumpiendo la lectura con discusiones breves o extensas sobre los acontecimientos del día.

—Hay algo...

El abogado Faber entró como un torbellino.

—Tengo que comer algo —dijo atropelladamente—, la pausa para el almuerzo termina dentro de sólo media hora y me lie con unos documentos. Una
baguette
o algo así, ¿vale?

La secretaria asintió con una mano sobre el teléfono.

—Voy enseguida —dijo.

En cuanto la puerta del despacho del abogado se cerró, ella volvió a su marido.

—Es absolutamente innecesario hablar con Kristen, querido.

—Pero tengo que...

—Hablaremos de esto cuando regrese a casa, ¿te parece? Tengo que irme. Hay muchísimo que hacer hoy. Hablemos por la tarde, ¿sí?

Sin esperar respuesta, colgó.

Mientras se ponía el abrigo lo más rápidamente posible, sintió un inusual ataque de mala conciencia. Probablemente no era muy correcto llevarse papeles confidenciales a casa. Nunca había pensado el asunto en serio; ella tenía acceso a todos esos documentos, y su marido era, al cabo de todos estos años, lo más próximo a una parte suya que se le podía ocurrir.

De todos modos no era completamente correcto, pensó, y cogió su cartera antes de salir rumbo a Baker Hansen. En todo caso no quería que se produjera ningún contacto entre su marido y Kristen Faber.

Bjarne se iba de la boca con mucha facilidad.

—¿Has venido corriendo, mi vida? ¡Estás sudando!

Inger Johanne abrazó a su hija, que la rodeó con sus brazos y se negó a soltarla.

—Todo el camino desde las Galerías Tasen —dijo ella—. Y me lo he pasado muy bien en casa de papá. ¿Te pudiste arreglar bien sin mí?

—Más o menos —contestó Inger Johanne, y la besó en el cabello—. ¿Y tú?

Lo último estaba dirigido a Isak. Había dejado la bolsa de Kristiane sobre el suelo de la entrada y estaba parado con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Parecía cansado. La sonrisa no se correspondía del todo con los ojos, y parecía que no podía decidirse entre quedarse o irse inmediatamente.

—Todo bien —dijo vacilante.

—¿Quieres entrar un rato?

—Gracias, pero... —Sacó las manos de los bolsillos y le dio un beso a Kristiane—. ¿Puedes ir con Ragnhild, tesoro, así puedo hablar un poquito con mamá? Te quiero. Gracias.

Kristiane sonrió, tomó su bolso y subió con él la empinada escalera.

—Iré a la montaña este fin de semana —dijo Isak—. ¿Te parece bien si me llevo a
Jack?

—Claro.

El perrazo amarillo estaba sentado en la escalera y ladeaba la cabeza.

—Pero ¿qué sucede? —preguntó Inger Johanne—. ¿Hay algún problema?

—No, pero... —Él tomó aliento y empezó de nuevo—. En serio que no pretendo preocuparte, pero...

Inger Johanne lo tomó de la mano. Estaba helada.

—¿Sucede algo con Kristiane? —preguntó rápido.

—No —dijo él—. Más bien... no. Se lo ha pasado muy bien. Es sólo que...

Se balanceó sobre las piernas y se inclinó hacia el otro lado de la puerta.

—Hace mucho frío —dijo Inger Johanne—. Entra. ¡Quédate ahí,
Jack!
¡Quédate ahí!

Tanto el perro como Isak obedecieron. Él se colocó de espaldas a la pared. Inger Johanne se sentó en la escalera, delante de él.

—¿Qué sucede? —preguntó ella en voz baja—. Dilo ya.

—Creo que...

Se interrumpió otra vez.

—¡Dilo ya! —susurró Inger Johanne.

—Tuve la rara sensación de que alguien me vigilaba. Quiero decir... que alguien vigilaba...

Parecía un muchachito, ahí de pie. La chaqueta le colgaba suelta y no lograba estarse quieto. La mirada erró un poco hasta que finalmente encontró la de ella. Inger Johanne sólo esperaba a qué él comenzase a escarbar con el pie.

—Espera, no te puedes ir así —dijo con calma, y se puso de pie.

Él sacó otra vez las manos de los bolsillos y las golpeó, desvalido.

—Pero no puedo explicarlo bien —dijo débilmente—. Es como si...

—Te quedas —dijo ella—, dejó entrar a
Jack
y echó la llave a la puerta. —Sacudió el picaporte para verificar que la cerradura estaba echada—. Hablarás con Yngvar.

—Inger Johanne —dijo él tomándola del brazo—, ¿quieres decir que estoy en lo cierto? ¿Sabes de alguien que...?

—No quiere decir nada más que lo que te he dicho —dijo ella sin soltarse—. Le contarás esto a Yngvar, porque a mí no va a creerme.

La soltó. Ella se dio la vuelta y subió las escaleras delante de Isak.

«Tampoco le di la oportunidad», pensó ella, y decidió tratar de llamarlo por séptima vez en tres horas.

Probablemente estaba furioso.

Por su parte, ella estaba tan asustada que le costaba caminar erguida.

El hombre en el oscuro coche de alquiler no había tenido problemas con el mapa. En el fondo se trataba solamente de seguir el mismo camino todo el tiempo, desde Oslo hasta Malmö, para luego mantenerse a la derecha por el estrecho, hacia Dinamarca.

A pesar de que en aquel país oscurecía impíamente temprano, y pese a que la nieve había caído sin parar desde poco después de Navidad, pudo mantener la velocidad sin problemas. No muy rápido, por supuesto; o tres dos kilómetros por encima del límite era lo menos sospechoso. El tráfico había estado saturado a la salida de Oslo, aún a las tres, pero en cuanto hubo conducido unos veinte kilómetros por la E6, se hizo más fluido. El mapa mostraba que, en principio, él seguía la costa, por lo que supuso que las tardes de los viernes, durante la mitad estival del año, esa ruta debía de ser un caos de tráfico. Claramente el mar no era tan tentador bajo el viento y con ocho grados bajo cero.

Se acercaba a Svinesund. Faltaban diez minutos para las cinco.

Su intención era conducir hasta Copenhague y entregar allí el coche en las oficinas de Avis en Kampmannsgade. Luego caminaría unas calles antes de pedirle a un taxista que lo llevara a un lugar razonable para dormir, en las afueras. De todos modos iba demasiado retrasado como para alcanzar el último vuelo a Londres. Había abandonado las ropas oscuras. Le había llevado más de dos horas cortarlas en tiras, que luego dividió en pequeños montoncitos que metió en los bolsillos de la llamativa cazadora roja. Parecía más gordo, lo que le convenía. En el plazo de casi una hora se había desembarazado de un retazo aquí y otro allá, en los contenedores públicos de basura que encontró en su recorrido por Oslo.

La partida había llegado abruptamente.

No hablaba mucho noruego, no más de lo necesario como para enviar simples mensajes de texto. De todos modos, una mirada durante la mañana al escaparate del pequeño mostrador de la entrada le había hecho comprender que las cosas apremiaban. No es que hiciese nada precipitadamente, pero las instrucciones eran claras.

A buen seguro los otros ya estaban también saliendo del país. Él no sabía cómo, pero como un mero pasatiempo durante las noches diseñaba rutas alternativas. Sólo en su cabeza, por supuesto. No había un solo pedazo de papel en Noruega con su caligrafía, a no ser por las firmas distorsionadas en los recibos de su tarjeta Visa, que era de por sí legítima, pero que estaba extendida a un nombre falso. El frío noruego había sido una bendición. Procuraba firmar cuando tenía el abrigo puesto, de manera que no pareciera extraño que llevara puestos los estrechos guantes de piel de jabalí.

Los que debían estar en Bergen (aunque tal vez fuera sólo uno) tenían, por ejemplo, que conducir hasta Stavanger, en su opinión, para tomar desde allí un avión hasta Ámsterdam. Pero especular sobre los viajes de regreso de los otros no era asunto suyo, como tampoco lo era saber quiénes eran los demás.

Había actuado solo, pero sabía que no lo estaba.

Aprendió a dejar huellas falsas y a ocultar las propias. Se mantenía alejado de las cámaras de vigilancia en la medida que le era posible. Cuando en alguna ocasión poco común debía moverse dentro de una zona vigilada, procuraba alterar su modo de andar, abultar un poco los labios, agrandar las fosas nasales. Y mirar hacia abajo.

Además tenía una bienaventurada apariencia común.

Frente a él estaba el puente de Svinesund. Aquí no había barreras, no había controles. Es cierto que había una estación de peaje al otro lado del camino, donde una grúa se estaba llevando un coche, pero a él nadie le pidió la documentación. Cuando en mitad del alto puente cruzó la línea imaginaria que separa Noruega de Suecia, sonrió.

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