—Entonces él puede haber... contado..., si él hubiese tenido..., en caso de que él hubiese supuesto que...
Casi parecía como si aquel hombre tan grande estuviese a punto de romper a llorar. Inger Johanne seguía imperturbable.
—Él debe de habérselo contado a alguien —dijo ella—. No a The 25'ers, desde luego, pero sí a alguien que está cerca de ellos. Por eso desean que se investigue totalmente el caso, Yngvar. Quieren que descubramos el... pecado de Eva Karin. Y es justamente lo que acabamos de hacer.
Yngvar sumergió la cara en las manos. Respiraba a golpecitos cortos. Inger Johanne no había reparado nunca en que la alianza de su marido estaba tan ajustada en el anular de la mano izquierda que probablemente no le fuese posible sacársela.
—Tienes que encontrar a esta mujer —susurró ella, que se sentó tan cerca de él que sus labios le rozaron la oreja—, y luego has de hacer que Erik te confiese a quién le contó ese gran secreto.
—Lo primero será fácil —dijo él, casi ahogado detrás de las manos—. Lo segundo creo que será imposible.
—Pero debes intentarlo —insistió Inger Johanne—. En todo caso, tienes que hacer un esfuerzo para hablar con Erik Lysgaard.
El marido de la obispo estaba sentado en su sillón de costumbre y miraba sin ver hacia el salón casi oscurecido. Sólo uno pequeña lámpara al lado del televisor y una vela encendida sobre la mesita para el café arrojaban un resplandor moderado y amarillo sobre el suelo. Lukas se había sentado en el sillón de su madre. Era como si sintiese el calor de ella en la espalda; el contorno de la madre que añoraba tan intensamente como apenas podría haber imaginado que lo haría antes de que ella muriese.
—Entonces, por lo menos, sabemos la razón —dijo en voz baja—. Mamá murió porque mantuvo una posición. Murió por su generosidad, papá. Por su fe en Jesús.
Erik continuó sin contestar. Casi no había pronunciado palabra desde que su hijo había llegado, hacía tres horas, y se negó a probar la comida que Lukas le había traído. Lo único para lo que se dejó convencer fue para tomar una taza de té.
Como mínimo, había accedido a leer el periódico.
Lukas pensaba que eso era, de algún modo, un signo vital.
—¿Por qué nadie me llamó? —dijo el padre, tan de improviso que Lukas se manchó un poco con su té—. Debiera eximírseme de leer estas cosas en los periódicos, me parece.
—Me llamaron a mí. El inspector Stubø me llamó esta mañana desde Flesland. Tenía que regresar cuanto antes a Oslo, y yo pensé que no sería una buena idea mandar a otro que no fuese él para que hablase contigo. Estás... acostumbrado a él. Yo sabía que no escuchas ni la radio ni la televisión. Tampoco respondes al teléfono, por lo que venir personalmente me pareció lo mejor. Vine en cuanto pude, papá.
Erik lo miró fijamente. Tenía la piel roja en torno a los ojos, y desde cada lado de la boca una arruga profunda y oscura le bajaba hacia el cuello. Se le había afinado la nariz, que parecía más grande. Bajo la luz vacilante de la vela, parecía un muerto en vida.
—Pareces enfermo —dijo él—. Resfriado.
—Sí. —Lukas sonrió débilmente—. No estoy en forma. Pero es bueno saber esto, papá, que existió una razón específica por la que mataron a mamá. Tenemos que estar orgullosos de que ella...
Su padre soltó un sollozo. Un ronquido, un bufido fuerte, y se pasó el dorso de la mano por encima de los ojos.
—No quiero hablar de esto —dijo en voz alta.
—Pero, papá, ahora será más fácil. Stubø piensa que éste es un adelanto concreto, y están casi seguros de que podrán solucionar el caso. Será más fácil para nosotros dos seguir viviendo una vez que sepamos lo que...
—¿Me has oído? ¿Has oído lo que he dicho?
Su padre intentó gritar, pero la voz le falló.
—¡No quiero hablar de esto! No ahora. Nunca.
Lukas tomó aliento para decir algo, pero cambió de opinión.
No había nada más que decir.
En algún momento, su padre llegaría a un punto de inflexión en su pena. Lukas estaba seguro de eso. Del mismo modo en que él había sentido un alivio notable cuando Stubø lo llamó en medio del proceso matinal de levantar a William; con el tiempo su padre también hallaría consuelo en que su esposa hubiese muerto por algo en lo que ella creía.
Ya no tenía sentido seguir molestándolo por la fotografía.
Cuando tarde, la noche anterior, Astrid le contó que le había entregado la foto a Yngvar Stubø, él gritó, se enfureció y lanzó juramentos. En medio del arrebato había estrellado un vaso de cristal contra el suelo. Explotó en mil pedazos, y enseguida se calmó, cuando vio la cara de espanto que su esposa tenía y comprendió su miedo a que la emprendiese contra ella.
Ahora eso tampoco era tan importante.
El asesinato de su madre estaba a punto de aclararse, y no tenía nada que ver con ninguna hermana desaparecida. Yngvar Stubø le había prometido por teléfono que le devolvería la fotografía en cuanto se hicieran copias, y que probablemente no fuera tan central para el caso como él había creído al principio. Liberarían el cuerpo y el entierro podía tener lugar en los próximos cinco días.
Eso los ayudaría a todos.
También a su padre, pensó. Era más importante para él que para ningún otro que se pusiese un punto final.
En cuanto todo esto hubiese pasado, Lukas podría buscar a su hermana, con calma y a su debido tiempo. Independientemente de lo que Astrid pensase. En todo caso, él no precisaría molestar una vez más a su padre con preguntas sobre por qué había quitado el retrato del cuarto de su madre y lo había escondido.
Todavía le dolía la garganta. El té sabía amargo y lo alejó de sí.
Su padre dormía. En todo caso, eso parecía; tenía los ojos cerrados y el pecho magro se alzaba y descendía con ritmo lánguido y acompasado.
Lukas decidió quedarse. Cerró los ojos, se echó encima la vieja manta que su madre usaba para amodorrarse y se durmió.
Cuando sonó el teléfono, sintió como si alguien tratase de cogerlo. Yngvar soltó un sollozo, se dio la vuelta e intentó liberar su pierna de lo que la atrapaba. Dio una patada al aire, se tapó de nuevo con la colcha y gimió una vez más. El ruido del móvil se hizo más fuerte e Inger Johanne se cubrió la cabeza con la almohada.
—Es el tuyo —dijo somnolienta—. Responde. O apágalo.
Yngvar se incorporó con brusquedad e intentó comprender dónde estaba.
Aturdido, buscó sobre la mesita de noche. Su viejo móvil demostró finalmente estar roto, y no reconocía el tono de llamada del nuevo.
—Hola —murmuró, y vio que el reloj marcaba las 5.24.
—¡Buenos días! ¡Soy Sigmund! ¿Estabas durmiendo? ¿Has visto el
VG?
—No leo periódicos en mitad de la noche.
—¿Sabes qué dicen?
—Obviamente, no —murmuró Yngvar—. Pero me imagino que tienes algún tipo de plan para contármelo.
—¡Vete! —rogó Inger Johanne.
Yngvar puso los pies en el suelo y se frotó la cara con la mano para despertarse.
—Espera —dijo en voz baja metiendo los pies en un par de Crocs azul oscuro.
Inger Johanne e Yngvar habían estado despiertos hasta las tres.
Cuando finalmente dejaron descansar el caso, se habían calmado con un episodio viejo de
NYPD Blue.
Las series de detectives lo adormecían siempre.
Ahora estaba casi inconsciente.
Tropezó hasta el baño y el chorro de orina sonó contra la taza cuando se llevó el teléfono a la oreja y dijo:
—Ahora te escucho.
—¿Estás meando? ¿Estás meando mientras hablamos?
—¿Qué pasa con el VG?
—Tienen todos los putos nombres. Los de las víctimas.
Yngvar cerró los ojos en una maldición silenciosa e interna.
—No entiendo de dónde los sacan —dijo Sigmund—. ¡Pero ahora los lobos están fuera, ya sabes! ¡Hay reporteros por todas partes, Yngvar! Me llaman por teléfono y llaman a todos los otros, y...
—A mí no me han llamado.
—¡Espera y verás!
Yngvar arrastró los pies hasta la cocina. Trató de no hacer ruido mientras llenaba el hervidor de agua.
—Entiendo que estamos en
deep shit
en lo que respecta a fugas de información —dijo bostezando—. Pero ¿es realmente necesario despertarme por eso un sábado a las cinco y media de la mañana?
—Eso no es por lo que te llamo. Te llamo porque...
La jarrita del hervidor estaba llena de borras. Cuando la colocó bajo el grifo para enjuagarla, el agua golpeó el vidrio con tanta energía que no pudo entender del todo lo que Sigmund le decía.
—No te he entendido bien —murmuró con el teléfono apretado entre la cara y el hombro.
Metió la cuchara en el jarro del café.
—Encontramos a la mujer del retrato —dijo Sigmund.
Fue como si el aroma del café hubiese bastado para despertarlo totalmente.
—¿Cómo?
—La Policía de Bergen encontró a la mujer que aparece en tu fotografía. Probablemente no significa tanto como tú pensabas, pero estabas tan excitado con...
—¿Cómo la encontraron? —interrumpió Yngvar—. ¿Y cómo tan rápido?
—¡Uno de los empleados la reconoció, sencillamente! Tenemos bases de datos y colaboración internacional, y el diablo y su abuela, y la vieja forma de...
—¿Quién sabe esto? —preguntó Yngvar.
—¿Quién sabe qué?
—¡Que la encontramos, hostia!
—Un par de tipos de la Policía de Bergen, me imagino. Y yo, claro. Y ahora tú.
—Déjalo así como está —estalló Yngvar—. Por el amor de Dios: ¡no dejes que nadie en la Central de Policía se entere! Tampoco en Kripos. ¡Llama a tu hombre en Bergen y dile que se quede callado!
—De hecho, es una mujer. Eres tan prejuicioso que yo...
—¡Vete a la mierda! Simplemente no quiero esto en los periódicos, ¿vale?
El agua hirvió. Yngvar midió cuatro cucharillas de café, dudó y agregó una quinta. Vertió el agua caliente encima y comenzó a ir hacia el baño.
—¿Quién es la mujer? —preguntó en voz baja.
—Se llama...
Yngvar podía oír el ruido de papeles.
—Martine Brække —dijo Sigmund—. Se llama Martine Brække y vive. En Bergen.
Yngvar se detuvo en medio de la sala. La botella de vino de la noche anterior estaba todavía casi vacía sobre la mesa. El periódico con los garabatos de Inger Johanne había caído al suelo, al lado del bol con patatas fritas, que estaba tumbado.
—¿Qué edad tiene? —preguntó, y sintió que le aumentaba el pulso.
—No lo sé —dijo Sigmund—. ¡Sí, claro! Nacida en 1947, dice aquí. Vive en...
—Sesenta y dos años. Inger Johanne tenía razón. Puedes estar seguro de que Inger Johanne tiene razón.
—¿Sobre qué?
—Tengo que ir a Bergen —dijo Yngvar—. ¿Vienes conmigo?
—¿Ahora? ¿Hoy?
—Cuanto antes, mejor. Ven y me recoges, Sigmund. Ahora, en este instante. Tenemos que ir a Bergen.
Antes de que Sigmund pudiese contestar, él cortó la comunicación. Logró ducharse, vestirse y beber una taza de café fortísimo sin despertar ni a Inger Johanne ni a las niñas. Cuando casi media hora más tarde el automóvil de Sigmund bajó ruidosamente por la calle Hauges y aparcó frente a la casa, Yngvar esperaba en la puerta.
Era el sábado 17 de enero, y ahí estaba él, sin ningún equipaje.
El hombre que hacía veintinueve días había salvado a una niñita de ser arrollada por un tranvía en Stortingsgaten en Oslo, bebió agua de marca de una copa de caña alta y se preguntó si la maleta habría aparecido junto con el avión. Él había llegado con retraso. Ahora estaba sentado en el vuelo BA0117 de British Airways, en ruta desde Heathrow hacia el aeropuerto JFK en Nueva York, y era uno de los únicos tres pasajeros que viajaban en primera clase. Mientras los otros dos ya iban por la tercera copa de champán, él le dio las gracias, cortésmente, a la azafata cuando le ofreció más agua.
Disfrutaba del lugar espacioso y de la paz del sector delantero de la cabina. La cortina que lo separaba del resto de los pasajeros bloqueaba el ruido que provenía de detrás hasta convertirlo en un murmullo de baja frecuencia, que junto con el rumor de los motores le provocaba sueño.
En este último tramo hacia casa viajaba con su propio nombre. Las medidas de seguridad extremas en el tráfico aéreo norteamericano y el control de fronteras a partir de los hechos del 11-S hacían arriesgado viajar al país con papeles falsos. Como no había hecho las reservas de antemano y todo estaba vendido, salvo la primera clase, tuvo que pagar más de siete mil dólares por un billete de ida. No importaba. Ahora estaba de camino a casa. Debía ir a casa, y viajaba con su nombre real: Richard Anthony Forrester.
Durante los dos meses que había pasado en Noruega, no llamó jamás a los Estados Unidos. La Agencia Nacional de Seguridad, la NSA, vigilaba todo el tráfico electrónico hacia y desde el país, y era innecesario correr ese tipo de riesgos. Las instrucciones estaban claras de antemano. En caso de que él, por cualquier razón imprevista, necesitase entrar en contacto con la organización, tenía un número de emergencia en Suiza adonde podía llamar. No lo precisó nunca.
Durante la estancia de Richard A. Forrester en Noruega se había producido una gran actividad en su ordenador portátil. Estaba en Gran Bretaña a cargo de un tipo pequeño, corpulento, con buena dentadura y un
crew cut
oscuro y espeso. El hombre había viajado por las ciudades en relación con una nueva oferta de viajes de Forrester Travelling. La empresa era de Richard, que la estableció dos años después de que su esposa y el pequeño hijo que tenían fueran arrollados por un conductor borracho que escapó del lugar para terminar matándose él mismo unos kilómetros después.
A todos los fines prácticos, Richard A. Forrester había estado en Inglaterra desde el 15 de noviembre. Sólo una medida de seguridad, por supuesto; nadie preguntaría.
Reclinó bien el respaldo del asiento y se cubrió con la suave manta. Eran las nueve de la mañana, pero había dormido poco la noche anterior. Le sentó bien cerrar los ojos.
Cuando Susan y el pequeño Anthony murieron, su vida también terminó.
Intentó seguirlos hacia el Cielo mediante un intento de suicidio, que no sirvió para otra cosa que para incapacitarlo para pertenecer, a partir de ese momento, a los marines de Estados Unidos. No precisaban soldados suicidas, y Richard se encontró con un futuro sin trabajo, sin mujer y sin hijos. Todo lo que tenía era una pequeña pensión, una maleta con ropa y una indemnización producto del accidente, que en realidad no quería.