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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (33 page)

Lukas hallaría el retrato. Entonces encontraría a su hermana.

Aparcó el coche en Nubbebakken, algo alejado de la casa de su padre.

Ahora estaba de pie frente a la puerta y trataba de no hacer ruido con el llavero.

Una vez dentro se quedó quieto y escuchó.

La casa de sus padres no había estado nunca en completo silencio. Las maderas crujían, las bisagras chillaban. Las ramas golpeaban contra los vidrios por efecto del viento. El reloj de pie hacía normalmente tanto ruido que uno podía oírlo en gran parte del primer piso. Las cañerías suspiraban con intervalos desparejos; la casa de la infancia de Lukas había sido siempre una casa viva. Los suelos eran viejos y él todavía recordaba donde tenía que pisar para no despertar a nadie.

Ahora todo estaba muerto.

No había viento fuera, y a pesar de que pisó una tabla del suelo que normalmente cedía bajo su peso, sólo pudo oír su propio pulso golpeándole los tímpanos.

Caminó hacia la escalera angosta y contuvo el aliento hasta llegar al segundo piso. La puerta del dormitorio de su padre estaba entornada. La respiración acompasada y larga le indicó que dormía pesadamente. Con cuidado, Lukas se dirigió hacia la puerta de la escalera del altillo. La vieja llave de hierro forjado estaba allí, como siempre, y él levantó el picaporte tirando hacia sí mientras la giraba, como sabía que debía hacer. El ruido del cerrojo al abrirse le hizo contener nuevamente la respiración.

Su padre seguía dormido.

Abrió la puerta con lentitud infinita.

Al final pudo colarse dentro.

En cada paso apoyaba los pies tan cerca de la pared como podía, tal como había aprendido ya cuando tenía seis años. Subió en silencio al cuarto enorme y polvoriento. Extrajo una linterna de su cinturón y comenzó a buscar.

Fue un reencuentro con su niñez.

En las cajas que estaban amontonadas al lado de la pequeña ventana redonda en el aguilón, había ropas y zapatos que él había usado de pequeño. Al lado había más cajas con más ropas; su madre no se había desprendido de nada. Trató de recordar cuándo era la última vez que había visitado el altillo y concluyó que no lo había hecho desde la primera vez que se mudó de la casa, cuando tenía doce años, cuando durante dos meses se había dormido llorando por haber tenido que dejar Bergen.

De todos modos, todo le parecía extrañamente conocido.

El olor del altillo era aún el mismo. Polvo, polillas y metal empalagoso se mezclaban con betún para zapatos e indefinibles aromas.

Se alejó repentinamente de las cajas cercanas a la ventana y caminó silenciosamente hacia la escalera. Dejó que la luz de la linterna iluminase el suelo, allí donde los escalones terminaban.

Podía ver con claridad sus propias huellas en la gruesa capa de polvo. Además vio otra huella sin forma, como la de una pantufla. Podía observar varias, si miraba bien, e iban en ambos sentidos. Alguien había estado allí no hacía mucho tiempo.

Lukas esbozó una sonrisa. Su padre siempre creyó que el
altillo
era un lugar seguro. Cuando era niño, cada Nochebuena, Lukas debía mostrarse sorprendido ante los regalos que recibía. Su padre los escondía allí arriba hasta que la noche esperada llegaba por fin; el hombre ni se imaginaba que Lukas se había convertido en un mago en abrir regalos y en envolverlos nuevamente sin que nadie notase la diferencia.

Irguió la espalda y miró a su alrededor.

El altillo era enorme, cubría casi toda la superficie de la casa. Cien metros cuadrados, si no recordaba mal. El desánimo lo inundó ante el pensamiento del tiempo que le llevaría buscar entre los trastos, los cachivaches y los recuerdos hasta dar con algo tan pequeño como un retrato.

El cono de luz bailó nuevamente sobre las huellas cercanas a la escalera.

Marcas de pantuflas, casi invisibles, iban en sentido inverso al que Lukas había seguido. Hacia el lado oeste del altillo, allí donde la pequeña ventana había sido tapiada. Las siguió con cuidado.

Un ruido proveniente de abajo hizo que se quedara rígido.

Pisadas claras. Se detuvieron.

Lukas contuvo la respiración.

Su padre se había despertado. Era como si pudiese escuchar su respiración, pese a que debía haber más de quince metros entre ellos. Se oía como si su padre estuviese al lado de la puerta del altillo.

—¡Coño! —dijeron los labios de Lukas sin emitir un ruido.

No había cerrado la puerta del todo, temeroso de que hiciera ruido cuando bajase más tarde. Probablemente su padre iba al baño. Por supuesto se habría percatado de que la puerta del altillo estaba abierta.

De vez en cuando, cuando habían olvidado cerrarla con llave, la puerta podía abrirse por sí sola. Lukas cerró los ojos y rogó a Dios por primera vez desde hacía mucho tiempo.

«Deja que papá crea que se abrió sola.»

Esta vez su ruego fue escuchado.

Oyó el murmullo bajo de su padre antes de que cerrase la puerta.

Y girase la llave.

Así pues, Dios no había escuchado el ruego de Lukas del todo. Ahora estaba encerrado, y sólo los dioses sabían cómo se las iba a apañar. Una corriente de juramentos silenciosos salió de su boca antes de que se le ocurriera que podía utilizar la ventana del altillo. Ya con seis años había trepado por primera vez a través de la pequeña ventana en el techo, que estaba justo al lado de la chimenea, había descendido la escalera de deshollinar y había recorrido el canalón de desagüe hasta el gran roble, junto a su propio cuarto.

Llegar al suelo desde allí era asunto fácil.

Primero debía hallar el retrato de su hermana.

Esperó diez minutos para asegurarse de que su padre estaba durmiendo.

Entonces se deslizó en silencio.

Todo fue tan fácil que realmente no podía creerlo. Bajo una caja de plátanos llena de periódicos viejos, sobre una vieja banqueta que le pareció recordar de los tiempos en Stavanger, estaba la fotografía. El marco brilló cuando la luz cayó sobre él. Entonces se percató de que era de plata. El metal se había oxidado con los años, pero el peso y el matiz del metal cincelado lo convencieron.

Se sobresaltó cuando dejó descansar la luz sobre el rostro sonriente.

La mujer rondaba los veinte años, si bien era difícil de precisar. Lo único que uno podía ver de sus ropas era una blusa con un pequeño cuello con algo que quizá fuesen flores bordadas en cada punta, blanco sobre blanco. Encima llevaba una chaqueta más oscura, ligera y tejida, parecía. De un solo color.

«No precisamente moderna», pensó.

Extrajo con presteza la foto del marco. Quería buscar el nombre del fotógrafo u otra anotación que le permitiese avanzar en la búsqueda de aquella hermana que durante tanto tiempo había pensado que quizá tenía, y a la que no renunciaría a encontrar.

Nada.

La foto era totalmente anónima. Dejó el marco y camino hasta un viejo sillón que estaba contra la pared sur. Se sentó y colocó la linterna sobre el hombro de manera que iluminase directamente a la fotografía.

Si su madre se había quedado embarazada en 1962, aquella mujer debía de tener ahora cuarenta y seis, quizá cuarenta y siete; nunca había sabido en qué época del año su madre había tenido la pretendida revelación.

La foto tenía que haber sido tomada por lo menos veinticinco años atrás.

1984.

Cuando él tenía cinco años. Sabía muy poco de la moda en esa época. No mucho, aparte de que la hermana mayor de su mejor amigo llevaba suéteres de mohair en colores pastel que se metía por dentro del pantalón, además de una fabulosa permanente en el cabello.

Acarició el rostro de la mujer con la punta de los dedos.

No tenía rizos falsos; a pesar de que era difícil adivinar colores en una fotografía en blanco y negro, hubiese apostado a que la chaqueta era roja.

Lukas jamás había echado de menos no tener hermanos. Creció con la sensación de que era único; el único hijo con que sus padres habían sido bendecidos. Tenía facilidad para hacer amigos, y la casa había estado siempre abierta para ellos. Sus compañeros lo habían envidiado; Lukas tenía toda la atención de sus padres y generalmente recibía lo más reciente de las novedades antes de que los otros padres pudiesen siquiera considerar si tenían o no el dinero suficiente como para comprarlas.

Sentía que la mujer del retrato le hablaba.

Había algo entre ellos: un amor común.

Metió bruscamente el retrato dentro de su camisa, apretándolo contra la cintura del pantalón. Dejó el marco allí donde encontró la foto y fue hacia la ventana, con la esperanza de que todavía fuese posible abrirla, después de tantos años.

No tuvo problemas.

El aire frío y húmedo lo golpeó, por lo que cerró los ojos por un momento. Cuando los abrió de nuevo, empezó a preguntarse si le sería posible todavía escurrir su cuerpo a través de la estrecha abertura. Miró en torno a sí buscando algo sobre lo que detenerse, y su mirada cayó enseguida sobre una pequeña banqueta-escalera que recordaba a la de la cocina en Stavanger. La separó con cuidado de la pared, la desplegó y la puso directamente bajo la ventana. Le pareció que podría pasar los hombros a través del ventanuco. Una vez que el torso hubiese pasado, el resto no sería problema.

Pero había otros desafíos.

Comprendió enseguida que sería una locura tratar de atravesar el techo y el roble grande en la oscuridad. Tan sólo la luz débil del farol solitario hacía posible ver algo. No era suficiente. Como necesitaba las dos manos para cruzar el techo y llegar hasta el árbol, la linterna le sería de poca ayuda. La podía asegurar al cinturón, por supuesto, pero allí no le sería tan útil.

Lukas Lysgaard era padre de tres hijos; tenía veintinueve años, ya no era un muchachito sin miedo ni sensatez. Retrajo el cuerpo nuevamente con cuidado y logró volver al altillo sin hacer demasiado ruido.

Se sentó otra vez en el sillón. Extrajo su móvil y tecleó un mensaje para Astrid.

«Dormiré en casa de papá. Llamaré mañana. Lukas.»

Luego colocó el aparato en modo silencioso.

Esperaría a que se hiciese de día, a pesar de que la luz diurna llegaba tarde en esta época del año. Extrajo nuevamente el retrato de la que ya sabía que era su hermana y lo examinó largamente bajo la luz blanco-azulada de la Maglite.

Quizá tenía sobrinos y sobrinas.

En todo caso tenía una hermana.

El solo pensamiento lo mareaba, y sintió enseguida cómo el cansancio crecía dentro de él. Sentía los miembros pesados, plúmbeos, y ya no lograba mantener el retrato derecho. Lo volvió a guardar dentro de la camisa, apagó la linterna y se recostó en el confortable sillón.

Cuando comenzó la hora de los lobos, dormía.

Hijo desaparecido

Yngvar Stubø estaba tan cansado cuando se despertó que durante un rato dudó de si sería responsable conducir el coche de alquiler que habían puesto a su disposición. No era por el alcohol. Se había limitado a ese único trago. De todos modos, sentía pesadez en el cuerpo y una modorra persistente que le dificultaba dejar la cama. Era como si se estuviese preparando para algo.

Después de tres tazas de café, dos porciones de huevos revueltos con panceta y un cruasán recién horneado, todo resultó más fácil.

Se acercaba a Os.

No había querido avisar de su llegada. Un riesgo, por supuesto, ya que no era seguro que Lukas Lysgaard estuviese en casa. De todos modos, Yngvar quería mantener la ventaja psicológica que acompaña toda visita policial no anunciada. No había estado nunca en casa de Lukas y cuando la voz mecánica del GPS le sugirió con insistencia que girara a la derecha al pasar un campo sin otro indicio que un camino secundario en esa dirección, decidió preguntar. Le pareció que una mujer de unos sesenta y tantos, que se daba prisa a lo largo de un camino para bicicletas, tendría claro adónde se dirigía.

—Disculpe —dijo apretando el botón para bajar la ventanilla—,
¿
conoce usted la zona?

La mujer asintió con desconfianza.

El mencionó la dirección adonde se dirigía, sin que ello la volviese más comunicativa.

—Lukas Lysgaard —dijo él, rápido, ya que ella dio señas de seguir su camino—. ¡Busco a Lukas Lysgaard!

—¡Oh, sí! —contestó la mujer con una sonrisa compasiva—. Pobre muchacho. Tercer camino a la derecha. Sígalo durante unos trescientos metros. Gire hacia la izquierda cuando vea una casita roja algo destartalada y siga recto. Cuando vea una casa blanca allí donde el camino hace una curva, siga hasta arriba de la cuesta. Es allí. Casa amarilla. Garaje doble.

Yngvar repitió las indicaciones, recibió una inclinación de cabeza a modo de confirmación, le dio las gracias educadamente y puso el coche en marcha.

Cuando se acercaba a la casa, dejó caer la vista en el reloj del tablero.

08.10.

Quizás estaba retrasado.

Como Lukas trabajaba en Bergen, seguramente salía de su casa temprano. Yngvar sabía bien poco acerca de la infraestructura de Vestland, pero estos días después de Navidad lo habían hecho darse cuenta de que el tráfico de las horas punta desde el sur hacia Bergen podía ocasionar un atasco total desde Flesland hasta la ciudad. Flesland quedaba al noroeste de Os, pero de acuerdo con lo que él podía entender uno terminaba sentado en la misma cola y sin avanzar en cuanto se acercaba a la ciudad.

Torció frente a una casa de los años cuarenta, grande y pintada de amarillo, con verja y aleros, y todas las demás señales de ser una vivienda práctica y absolutamente antiestética.

Aparcó frente al portón y caminó hacia la puerta.

Dentro se escuchaban gritos de niños, seguidos de las quejas resignadas de quien imaginó sería la esposa de Lukas. Un maullido lastimoso lo hizo retroceder en la pequeña escalera de piedra y mirar hacia arriba. En el techo de la marquesina vio un gato con el pelaje atigrado. Cuando le miró a los ojos, verdes, el gato huyó hacia las canaletas del techo, descendió por la pared y acertó a entrar en la casa justo cuando la puerta se abría.

—Hola —dijo Yngvar, subió los escalones y alargó la mano.

Astrid Tomte Lysgaard lo miró sorprendida.

—Hola —dijo con docilidad, y tomó su mano.

—Yngvar Stubø. De Kripos. Trabajo en la investigación del asesinato de su suegra, y...

—Sé quién es usted —dijo Astrid sin dar señales de dejarlo entrar—. Pero Lukas no está en casa.

—¡Ah! ¿Ha salido ya para el trabajo?

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