Yngvar escuchaba con asombro creciente. Todavía sus ojos volvían al papel con franjas de los chocolates.
—¿Qué pasa con las cartas?
Sigmund masticó algo.
—Disculpa —dijo con la boca llena de comida—. Debía tener algo en el estómago. ¡Tienen unos bollos de canela increíblemente buenos, aquí en Bergen!
El cajón con los chocolates se cerró ruidosamente antes de que Sigmund siguiera.
—Hemos puesto un informático a trabajar con su ordenador.
Para que encuentre el domicilio IP y esas cosas. Por supuesto también vamos a analizar las cartas. Me pregunto por qué lo habría escondido todo junto. Tampoco presentó ninguna denuncia. —La mayoría de las personas públicas reciben este tipo de cosas constantemente. En todo caso lo hacen si defienden algo que es controvertido. Muy pocas montan un escándalo por ello. Sería sólo como echar leña al fuego. Inger Johanne trabajaba en un proyecto que...
—¿Qué tal va con mi mujer favorita? —interrumpió Sigmund.
El colega de Yngvar sufría desde hacía varios años un enamoramiento aparentemente invariable de Inger Johanne. Por lo normal, éste se evidenciaba exclusivamente a través de un entusiasmo descomunal cada vez que la veía o hablaba con ella. Cuando bebía un poco, podía salir con comentarios irreflexivos y tocamientos que no eran bienvenidos. En una ocasión Inger Johanne le había dado un sólido tirón de orejas cuando él, algo idiotizado por el coñac del festejo, le había puesto una mano en un pecho. Por una u otra razón absurda, todavía le gustaba, de alguna manera.
—Bien —dijo Yngvar—. Tienes que darte una vuelta uno de estos días.
—¡Sí! ¿Qué tal este fin de semana? Me viene bien el...
—Llámame cuando tengan alguna novedad —interrumpió Yngvar—. Ahora he de irme. Hasta luego.
En el momento en que estaba a punto de cortar la comunicación, oyó la voz mecánicamente distorsionada de Sigmund que gritaba:
—¡Espera! ¡No cuelgues!
Yngvar se llevó otra vez el teléfono a la oreja.
—Sí, ¿qué sucede?
—Sólo quería decirte que no todas las cartas tratan de este asunto de los hornos.
—¿Entonces?
—Algunas tratan sobre el aborto.
—¿Sobre el aborto?
—Sí, mira. La obispo era bastante fanática con eso.
—Pero ¿sobre qué escriben? Y sobre todo: ¿quién es el que escribe?
Finalmente Sigmund había terminado de comer.
—Un poco de todo. Esas cartas no son tan agresivas. Son de una mujer que no quisiera haber nacido nunca. Nació porque violaron a su madre, y como era joven, no se animó a contárselo a nadie hasta que fue demasiado tarde. Su vida fue un desastre desde el principio.
—Hmm. ¿Una persona que se queja a la obispo por el hecho de que existe?
—
Sííí
.
—Pero ¿qué quiere, exactamente?
—Trata de convencer a la obispo de que el aborto puede ser aceptable. Algo en ese sentido. No estoy seguro. Muchas de estas cartas están escritas por personas bastante chifladas, Yngvar. Yo estoy contigo en que no debemos darle gran importancia. Pero como estamos relativamente sin otra cosa, en todo caso tenemos que echarles una buena ojeada. ¿Vienes pronto por aquí?
Yngvar apretó el teléfono entre la cabeza y el hombro. Abrió el cajón, tomó uno de los Kvikklunsj y le quitó el papel.
—No antes de la semana que viene, creo. Pero hablaremos mucho antes que eso. Hasta luego.
Dejó el teléfono y partió el chocolate en cuatro pedazos. Empezó a comérselos despacio. Dejó reposar cada bocado en la lengua por un rato, más disolviendo la golosina que masticándola. Cuando terminaba con cada pedazo, comenzaba con el siguiente. Le llevó cinco minutos disfrutar de todo el chocolate y terminó lamiéndose los dedos.
Le mejoró el humor. El azúcar en la sangre subió y sintió la cabeza clara. Cuando al cabo de unos segundos pensó que acababa de dar vida a 216 calorías totalmente inútiles, se deprimió tanto que tomó el abrigo del perchero y apagó la luz. Era miércoles 7 de enero, y siete días de una dieta de hambre eran suficientes por esta vez.
En todo caso podía permitirse tomar una cena como la gente normal.
Cerca del mediodía del 9 de enero, sonó el timbre en la puerta de la vieja villa de Hystadveien, en Sandefjord.
Synnøve Hessel estaba recostada en el sofá. Se encontraba en ese estado que va del sueño a la realidad, en un letargo de sueños sombríos. Por las noches no lograba dormir. Las horas más oscuras del día le parecían tan eternas como perdidas. No era posible seguir buscando a Marianne cuando todos dormían y todo estaba cerrado, pero era igualmente imposible encontrar descanso. Los días se volvieron peores. De vez en cuando echaba un sueñecito, como ahora.
No había mucho más que hacer.
La cuenta común estaba intacta. Todavía no tenía acceso a la cuenta de Marianne. Había llamado a todos los hospitales de Noruega, sin obtener nada de ninguno. Ya no le quedaban más amigos a quienes llamar. Indagó hasta con los conocidos más lejanos y los familiares más remotos, y les preguntaba si habían sabido de Marianne a partir del 19 de diciembre. Dos días atrás, juntó coraje y llamó finalmente a sus suegros. Lo último que sabía de ellos era a través de una terrible carta que le habían enviado cuando quedó claro que Marianne abandonaría a su marido para mudarse a vivir con una mujer. La llamada telefónica fue en vano. En cuanto la madre de Marianne se dio cuenta de quién llamaba, le lanzó un reguero de incoherencias durante dos minutos y después colgó. Synnøve no pudo siquiera decirle qué era lo que quería.
Marianne se había ido, había desaparecido. Synnøve apenas había comido desde hacía una semana y media. Había usado los días transcurridos desde la desaparición para buscar. Por las noches daba eternos paseos con los huskys. Ahora ya no le apetecía. Durante los últimos dos días, los perros hubieron de contentarse con la jaula. La última noche se había olvidado de darles de comer. Cuando se acordó de repente, ya eran las dos de la mañana. Su llanto asustó al líder, que había gañido y meneado la cola y quiso tener toda su atención antes de siquiera tocar la comida. Al final Synnøve se metió en una de las casillas de los perros y se durmió ahí, con
Kaja
en los brazos. Se despertó media hora más tarde, aterida.
El timbre sonó otra vez.
Synnøve permaneció echada. No quería recibir visitas. Muchos habían tratado de venir, pocos habían logrado entrar.
Ding-dong.
Una vez más.
Tiesa, se incorporó del sofá y dobló la manta. Sentía un tirón en el cuello y se aplicó un masaje mientras arrastraba los pies hacia la puerta de entrada y se preparaba para convencer otra vez a un amigo de que quería estar sola.
Cuando abrió y vio a Kjetil Berggren en la escalera, el alivio hizo que se marease. Habían encontrado a Marianne, entendió, y Kjetil había venido a traerle la feliz nueva. Todo había sido un desagradable malentendido, pero ahora Marianne regresaría y todo sería como antes.
Sin embargo, Kjetil Berggren estaba muy serio. Synnøve retrocedió un paso en la entrada y la puerta se abrió del todo. Había una mujer detrás de él. Tendría cerca de cincuenta años y llevaba un abrigo encima. En la garganta, allí donde todo el mundo llevaba una bufanda para protegerse del frío de enero, ella llevaba un collar de pastora.
La pastora estaba tan seria como el policía.
Synnøve retrocedió otro paso antes de caer de rodillas y taparse la cara con las manos. Las uñas se le hincaron en la piel marcando rayas sangrientas en ambas mejillas. Gritó. Un aullido doloroso que no se parecía a nada que Kjetil Berggren hubiese oído antes. Cuando Synnøve comenzó a golpear la cabeza contra las baldosas del suelo de la entrada, él trató de sujetarla por debajo de los brazos para ponerla de pie. Ella lo golpeó furiosamente y con fuerza, y se desplomó nuevamente.
Y todo el tiempo ese aullido.
El intenso alboroto de dolor hizo que los perros en el patio trasero contestaran. Seis canes polares aullaron como los lobos que en realidad eran. El coro de lamentos se elevó hacia el bajo techo de nubes y se podría haber escuchado desde Framnes, al otro lado del fiordo gris y desolado.
Una sirena se impuso rumor de los coches detenidos ante la luz roja de un cruce. Lukas pudo ver en el espejo retrovisor la luz azul destellante y trató de llevar el automóvil más hacia la vereda, evitando cruzar sobre la vía peatonal. La ambulancia avanzaba con demasiada velocidad por afuera de la cola de vehículos y casi atropelló a un hombre mayor que pasaba delante del capó del gran BMW X5 de Lukas. Obviamente el hombre era sordo.
—Se salvó por un pelo —comentó Lukas a su padre, y siguió con la mirada al confuso peatón hasta que el coche de atrás empezó a tocar la bocina.
Erik Lysgaard no contestó. Estaba sentado en el asiento del copiloto, en silencio, como siempre. Las ropas que llevaba ya se habían vuelto notoriamente más grandes sobre el cuerpo. El cabello le colgaba en mechones lamentables; parecía diez años mayor de lo que era. Lukas hubo de recordarle a su padre, esa misma mañana, que debía darse una ducha: su cuerpo le había olido fatal cuando lo abrazó con renuencia la noche anterior.
Nada había cambiado.
Lukas había insistido una vez más en llevar a su padre a su casa, en Os. Erik había protestado una vez más y como antes, al final su hijo ganó. Los niños se angustiaron de la misma forma que antes al ver a su abuelo, y Astrid había estado a punto de perder la compostura un par de veces.
—Ahora debemos planear un poco lo que tenemos que hacer —dijo Lukas—. La Policía dice que podremos enterrar a mamá la semana que viene. Necesariamente va a ser una ceremonia importante. Muchos la querían.
Erik seguía en silencio y con expresión perdida.
—Papá, tienes que relacionarte con esto.
—Tú puedes ordenarlo todo —dijo su padre—. No me importa.
Lukas se estiró hasta la radio y la apagó. Agarraba el volante con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos, y la velocidad que mantuvo durante el último tramo de Årstadveien le hubiera valido perder el carné en cualquier control. Al llegar a la entrada de Nubbebakken las cubiertas chillaron cuando giró a la izquierda, cruzó por encima del carril de la dirección contraria y frenó con brusquedad.
—Papá —dijo bajo, casi masticando las palabras—. ¿Por qué desapareció ese retrato?
Por primera vez en todo el viaje, su padre lo miró.
—¿Retrato?
—La foto del cuarto de mamá.
Erik bajó la vista nuevamente.
—Quiero ir a casa.
—Siempre hubo cuatro retratos en ese estante. Estaban ahí el día que yo estaba contigo, después de que matasen a mamá. Me acuerdo de eso porque el policía se confundió. Una de las fotografías ya no está ahí. ¿Por qué?
—Quiero ir a casa.
—Y a casa irás. ¡Pero contéstame, papá!
Lukas golpeó el volante con el puño. Un dolor helado le subió por el brazo y maldijo en silencio.
—Llévame a casa —dijo su padre—. Ahora.
La frialdad en la voz de su padre hizo que Lukas se callase. Puso el coche en marcha. Le temblaban las manos y se sentía tan alterado como cuando la Policía apareció en la puerta con el mensaje del deceso. Cuando al cabo de unos minutos llegaron, tras cruzar el portón abierto frente a la casa de su padre, recordó con claridad a la hermosa mujer del retrato perdido. Era robusta, y aunque la fotografía estaba en blanco y negro, él intuyó que debía de tener los ojos azules. Iguales a los suyos. La nariz era recta y estrecha, tal como la suya, y en la sonrisa uno podía ver con claridad que uno de los incisivos superiores parecía estar montado sobre el otro.
Como sucedía con sus propios dientes.
El retrato mostraba tan poco de las ropas que no era posible adivinar cuándo había sido tomado. Él no había reparado en la fotografía hasta que fue adolescente y, hasta ahora, cuando ya tenía hijos propios y sabía por ello cuán observadores son los niños, no concluyó que la foto no podía haber estado a la vista cuando él era menor que eso. Una vez preguntó quién era esa mujer. Su madre había sonreído y le había acariciado la mejilla diciendo: «Una amiga que no conoces».
Lukas detuvo el coche y descendió para ayudar a su padre.
No intercambiaron una palabra ni cruzaron las miradas.
Cuando la puerta se cerró tras Erik, Lukas permaneció en el coche. Estuvo allí quieto durante un buen rato, mientras el aguanieve caía sobre el parabrisas y la temperatura de la cabina descendía.
Indudablemente, la amiga de su madre guardaba un incómodo parecido con él.
—¡Cómo se te parece!
Spitting image!
Karen Winslow se rio cuando Ragnhild le mostró el retrato. Lo sostuvo de lado para evitar el reflejo de la lámpara de techo e inclinó la cabeza. Ragnhild estaba en una tina de baño, con champú en la cabeza y un enorme pato de hule sobre la barriga. Parecía aplastada por el monstruo de un amarillo furioso.
—O sea, que ésta es la menor —dijo devolviendo el retrato—. ¡Veamos entonces a la mayor!
Habían tomado la fotografía durante las Navidades. Kristiane estaba sentada con cara seria en las escaleras externas de la casa en la calle Hauges. Por una vez miraba directamente a la cámara y se acababa de quitar el gorro. El cabello fino apuntaba para todos lados a raíz de la corriente estática, y con la luz que la ventana de la puerta arrojaba desde detrás, parecía como si la niña tuviese un halo.
—
¡Guau!
—dijo Karen, y se puso seria—. ¡Qué criatura tan preciosa! ¿Qué edad tiene? ¿Nueve? ¿Diez?
—Ya casi catorce —dijo Inger Johanne—. Pero no es como las otras niñas.
Le fue sorprendentemente fácil decirlo.
—¿Oh? ¿Qué le sucede?
—¡Quién sabe! —dijo Inger Johanne—. Kristiane nació con una afección cardiaca y tuvo que pasar por tres operaciones graves antes de cumplir el año. Si la lesión viene de allí o si es una limitación congénita que tiene, no hay nadie que lo haya podido descubrir todavía.
Karen sonrió otra vez y observó la foto más de cerca. La antigua compañera de estudios le recordaba a Inger Johanne todos los años que habían pasado. Karen había sido siempre delgada y de buena figura. Ahora tenía una expresión más tensa, más enjuta, y el cabello negro tenía hebras grises. Había empezado a usar gafas. Seguramente desde hacía poco, porque continuamente se las colocaba y se las quitaba, y no sabía muy bien qué hacer con ellas cuando no las estaba utilizando.