Cruzó los brazos y se apoyó contra el marco de la ventana. Como de costumbre, Ragnhild era la que construía y dirigía. Kristiane estaba de pie frente a ella, muy firme, completamente inmóvil. Pese a que Inger Johanne no alcanzaba a oír las palabras desde donde estaba, oía que la menor de sus hijas declamaba como si tuviese frente a sí al auditorio más interesado del mundo.
Y quizá lo tuviese.
Inger Johanne sonrió cuando Ragnhild se incorporó de pronto desde la minúscula obra de arte y comenzó a cantar a viva voz. Ahora podía oírla perfectamente.
Vivir es amar
resonaba por el vecindario, ahora que la niña había aprendido la canción. Cantarla para conmemorar que habían acabado de montar un muñeco de nieve debía de ser, por lo menos, una sugerencia de Kristiane.
Una figura llamó la atención de Inger Johanne.
Un hombre, de hecho, y no estaba segura de dónde había salido. Tampoco parecía que estuviera seguro de adónde quería ir. Por una u otra razón se sintió intranquila. Por supuesto que había niños en el vecindario que aparecían de la nada de vez en cuando, pero los adultos que pasaban por esas calles residenciales siempre tenían un destino. Después de tantos años de vivir en esa callecita, conocía a un buen número de ellos.
El hombre deambulaba hacia delante, con las manos en los bolsillos. La gorra le caía hasta taparle los ojos y la bufanda le rodeaba el cuello para ocultarle la parte inferior del rostro. Había, sin embargo, algo en la forma en que se movía que le decía que no era tan joven.
Sacudió de nuevo la mano izquierda. El reloj estaba muerto, debía de ser la pila. Tal vez tenía prisa. Estaba a punto alejarse de la ventana cuando el hombre se detuvo ante el cubo de basura.
«Su» cubo de basura.
Inger Johanne sintió que el miedo la traspasaba, como sucedía cada vez que la embargaba la impresión de no tener el control total sobre Kristiane. Por un instante se quedó quieta sin saber si debía correr hacia abajo o quedarse mirando. Sin realmente elegir, se quedó inmóvil.
Quizás él las estaba llamando.
En todo caso las niñas miraron al hombre, y a pesar de que Ragnhild estaba dándole la espalda, los movimientos que hacía con los brazos delataban que estaba hablándole. El hombre respondió algo y le hizo un gesto para que se acercara. En lugar de hacerlo, la niña retrocedió un paso.
Inger Johanne salió corriendo.
Pasó como volando por el apartamento y a través de la sala, llegó a la entrada y al vestíbulo que se había convertido en el cuarto de juego de las niñas; corrió, por poco no resbaló en las escaleras y salió al frío sin zapatos ni pantuflas.
—¡Kristiane! —gritó, intentando que su voz sonara normal—. ¡Ragnhild! ¿Estáis ahí?
Las vio en cuanto rodeó la esquina de la casa.
Ragnhild estaba otra vez en cuclillas frente al pequeño muñeco de nieve. Kristiane miraba un pájaro o un avión. Miraba hacia arriba, al aire, y sin preocuparse por su madre sacaba la lengua tratando de atrapar algunos de los livianos copos de nieve que empezaban a caer.
No había rastros del hombre.
—Mamá —dijo Ragnhild estricta—. ¡No se puede salir así de casa!
Inger Johanne se miró los pies.
—¡Caramba! —dijo y sonrió—. ¡Habrase visto una mamá más tonta!
Ragnhild se rio entusiasmada, apuntándola con una palita de juguete roja.
Kristiane todavía atrapaba copos de nievo.
—¿Quién era ese hombre? —preguntó Inger Johanne como si nada.
—¿Qué hombre?
Ragnhild se sorbió los mocos que le caían en surcos desde la nariz.
—Ese que hablaba con vosotras. El que...
—No lo conozco —dijo Ragnhild—. Mira qué bonito el muñeco de nieve que hemos hecho. ¡Sin nada de nieve!
—Es precioso. Ahora tenéis que entrar, las dos. Vamos a una fiesta de Navidad. ¿Qué os ha preguntado?
—
Dam-di-rum-ram
—dijo Kristiane, y sonrió al cielo.
—Nada —dijo Ragnhild—. ¿Tenemos que ir a la fiesta? ¿Vendrá papá con nosotras?
—No, él está en Bergen. Pero ¿ese hombre qué os dijo? He visto que...
—Sólo preguntó si habíamos pasado una bonita Navidad —dijo Ragnhild—. ¿No tienes los pies congelados, mamá?
—Sí. Venid, las dos.
¡Vaaamos,
venid!
Sorprendentemente, Kristiane empezó a caminar. Inger Johanne tomó la mano de Ragnhild y la siguió.
—¿Y qué contestaste? —preguntó.
—Le dije que era una magnífica Navidad con crema.
—¿Quería..., trató de hacer que te acercaras?
Llegaron al sendero de piedrecillas y siguieron la pared de la casa hasta las escaleras. Kristiane hablaba consigo misma, pero parecía contenta y satisfecha.
—
Bueeeno...
Ragnhild se soltó.
—Pero eso ya lo sabemos, mamá, que nunca debemos acercarnos a extraños. O seguirlos, o cosas así.
—Perfecto. Bien, mi niña.
Inger Johanne estaba a punto de congelarse los dedos de los pies. Hizo una mueca cuando dejó el sendero y apoyó el pie sobre la piedra helada de la escalera.
—Me preguntó si me habían regalado cosas bonitas —dijo de pronto Kristiane, mientras abría la puerta—. Sólo a mí. A Ragnhild no.
—¿Sí? ¿Cómo sabes que te preguntaba sólo a ti?
—Porque lo dijo. Dijo...
Las tres se quedaron paradas. Kristiane tenía esa extraña mirada, como si se volviese hacia dentro, como si buscase en un archivo de dentro de su cabeza.
—«¿Estáis aquí, niñas? ¿Habéis pasado una buena Navidad? Y a ti, Kristiane ¿te han regalado algo bonito?»
La voz era neutra, y se hizo un completo silencio.
—Tal cual —dijo Inger Johanne finalmente, y forzó una sonrisa—. Qué amable, ¿no? Ahora tenemos que ponernos elegantes bien rápido. Vamos a casa de la abuela y del abuelo, Kristiane. Papá vendrá enseguida a buscarnos.
—Oh...
Ragnhild se sentó de nalgas en el suelo y comenzó a rezongar.
—¿Por qué Kristiane ha de tener a su papá con ella cuando yo no tengo al mío?
—Ya te dije que papá tiene que trabajar. ¡Y tú lo pasas siempre tan bien en casa de los abuelos de Kristiane...!
—¡No quiero! ¡No quiero!
La chiquilla se alejó y comenzó a deslizarse escaleras abajo con la cabeza hacia delante y los brazos extendidos al frente, como si fuese a nadar. Inger Johanne la atrapó de un brazo y la atrajo hacia sí, algo más rudamente de lo que hubiese querido. Ragnhild gritó.
Lo único que a Inger Johanne se le ocurría pensar era que Kristiane recordaba mal lo que había sucedido.
—¡Quiero a mi papá! —chillaba Ragnhild, y trataba de soltarse del abrazo de la madre—¡Papá! ¡Mi papá! ¡No el tonto papá de Kristiane!
—¡Oye, así no hablamos en esta familia! —gruñó Inger Johanne, que empujó a Kristiane a través de la puerta mientras arrastraba a su hija menor detrás de ella—. ¿Está claro?
Ragnhild cesó abruptamente de llorar, muy impresionada por la furia de su madre. En lugar de ello empezó a reírse.
Sin embargo, Inger Johanne pensaba sólo en una cosa: Kristiane nunca recordaba mal. Jamás.
—Todos podemos equivocarnos. No te enfades tanto por eso.
Marcus Koll junior sonrió a su hijo, que arrugaba las instrucciones.
—Ven aquí, a ver si juntos podemos arreglarlo.
El muchacho refunfuñó un momento antes de acercarse con desgana y arrojar el pequeño folleto sobre la mesa de la sala. El helicóptero descansaba, aún a medio montar, sobre la mesa del comedor.
—Rolf prometió que me ayudaría —dijo el muchacho adelantando el labio inferior.
—Tú sabes cómo pueden ser los clientes de Rolf.
—Ricos, tontos y con perros pequeños y feos.
El padre trató de ocultar una sonrisa.
—Bueno. Cuando una bulldog inglesa decide tener cachorros en Navidad, éstos tienen que nacer en Navidad. Sea o no sea fea.
—Rolf dice que la bulldog está agotada de tanto parir. Que no pueden tener crías.
—Que no «puede» tener crías.
—No tendrían que dejarlos. Es abuso de animales.
—De acuerdo. ¡Déjame ver!
Tomó el folleto de instrucciones y lo hojeó mientras se trasladaba hasta la lujosa mesa del comedor. Había hecho traducir el cuadernillo por un traductor técnico autorizado, para facilitarle las cosas a su hijo. El modelo que tenía frente a él era tan grande que por un instante se arrepintió. A pesar de que el chico mostraba un talento inusual para la mecánica, aquello era algo exagerado. El vendedor de la tienda de Boston le había precisado que el límite de edad aconsejado para el juguete era de dieciséis años, no menos, en razón de que pesaba casi un kilo y de que apenas estuviese en el aire ser convertiría en un riesgo para todo lo que se hallase en las inmediaciones.
—Hmm —dijo el padre rascándose la barba—. No lo entiendo del todo.
—El problema está en el rotor —dijo el muchacho—. ¡Mira aquí, papá!
Los dedos ansiosos trataban de armar las aspas, pero algo no estaba bien. El muchachito se rindió pronto y con un gemido apagado alejó de sí el rotor todavía desmontado. Su padre le alborotó con suavidad los cabellos.
—¡Un poco más de paciencia, pequeño Marcus! ¡Paciencia! Querías esto como regalo de Navidad, ¿no?
—No me llames así, te lo dije. Y además no soy yo quien está haciendo algo mal. Hay algún fallo en las instrucciones.
Markus Koll acercó una silla, se sentó y extrajo las gafas del bolsillo delantero. El muchacho se sentó a su lado, entusiasta. El cabello rubio y ensortijado cosquilleó la cara del padre cuando el hijo se inclinó sobre las instrucciones. El débil aroma a jabón y galletitas de jengibre hizo que se sonriera y hubo de contenerse para no abrazar al muchacho, apretarlo contra sí y sentir el calor de ese hijo que había logrado tener a pesar de todo y de todos.
—Tú eres lo mejor que tengo —dijo despacio.
—Sí, sí, ¡qué pesado! ¿Qué quiere decir esto? «Pase la varilla más larga a través del anillo recortado en el extremo inferior del aspa número cuatro.» ¡Si hay una sola varilla! ¿Por qué pone «la más larga»? ¿Y dónde está ese condenado anillo?
El sol de diciembre arrojaba una luz blanca y silenciosa dentro de la sala. Fuera el día era claro y frío. Los árboles estaban cubiertos de cristales de escarcha, como si los hubiesen laqueado con aerosoles para la Navidad. El podía ver el fiordo de Oslo entre las ramas blancas más allá de la ventana, gris azulado y quieto, sin un signo de vida. El chisporroteo del fuego que ardía en el hogar se mezclaba con los ronquidos de dos setter ingleses que estaban echados juntos dentro de un cesto enorme, al lado de la puerta. Empezaba a percibirse el olor a pavo que salía de la cocina; una costumbre sobre la que Rolf había insistido una vez que finalmente se dejó persuadir para mudarse a vivir en aquella casa, hacía ya cinco años.
Marcus Koll junior vivía su vida en un cliché, y la adoraba.
Cuando nueve años atrás murió su padre, poco antes de que él mismo cumpliese los treinta y cinco, al principio se negó a aceptar la herencia. Georg Koll nunca había procurado a su hijo otra cosa que un buen nombre. El nombre era el de su abuelo, y eso hizo posible que Marcus Koll junior decidiera que no tenía padre; de muchacho no podía entender que éste no quisiera verlo más que los fines de semana. Ya a los doce años comenzó a entender que su madre no recibía ni siquiera la manutención que le correspondía por él y sus hermanos menores. Cuando cumplió quince años, decidió no hablar jamás con quien era su padre. El tipo había tenido su oportunidad. Fue el año que Marcus recibió por correo y como regalo de cumpleaños cien coronas dentro de una tarjeta plegada, con cinco palabras escritas con una caligrafía que sabía que no era la de su padre. Marcus metió ese dinero en un sobre y lo envió de vuelta con la tarjeta.
Cortar toda comunicación fue sorprendentemente fácil. Se veían tan poco que le fue posible evitar las dos o tres visitas anuales. Sentimentalmente, ya se había decidido por otro padre: Marcus Koll senior. Cuando logró comprender que su padre real simplemente no quería serlo y que no cambiaría nunca de parecer, se sintió aliviado. Liberado. Mejorado.
Y no aceptaría la herencia.
Era significativa.
Georg Koll había ganado mucho dinero con propiedades durante los años sesenta y setenta. Mucho antes del gran derrumbe del mercado inmobiliario, durante la última crisis financiera del siglo xx, movió la mayor parte de su fortuna a otras áreas más seguras. Utilizó con creces y para hacer dinero el talento del que tanto carecía como padre y sostén de familia. Contrariamente a otros, aprovechó el periodo de los
yuppies pava
asegurar sus inversiones en lugar de arriesgarlas tratando de obtener posibles beneficios a corto plazo.
Cuando murió, dejó tras de sí una empresa naviera de mediano porte y seis edificios céntricos de oficinas con una situación financiera óptima, además de unas acciones reunidas con celo que representaban la mayor parte de sus beneficios en los últimos cinco años. Sin duda, la muerte lo sorprendió; tenía solamente cincuenta y ocho años, era delgado y estaba bien entrenado cuando sufrió un infarto cerebral masivo camino de su casa viniendo desde la oficina, un tardío día de agosto. Como no se había vuelto a casar y tampoco dejó testamento, la fortuna fue a parar entera a manos de Marcus Koll, de su hermana, Anine, y de su hermano menor, Mathias.
Marcus no quería saber nada de la herencia.
A los quince años había devuelto el dinero a su padre, y a los veinte obtuvo su respuesta. Una carta. Había llegado a oídos del padre que su hijo mayor era homosexual. Marcus había dejado que su mirada corriese sobre la misiva y comprendió demasiado rápido lo que su padre deseaba. Por un lado tomaba distancia de su modo de vida explícitamente; un proceder no poco común en el ambiente de 1984. Peor fue que su padre, que nunca tuvo nada que ver con ningún dios, dibujase, no obstante, un cuadro de su futuro parecido a los relatos más siniestros de Sodoma y Gomorra. Además, le recordaba una nueva y terrible peste que venía de América y que atacaba sólo a los homosexuales. Llevaba a una muerte dolorosa, con abscesos y sufrimientos iguales a los de la peste negra. Por supuesto que Georg Koll no creía que esto fuera un castigo divino. No, era la propia naturaleza la que reaccionaba. Esta enfermedad fatal era una manifestación de la selección natural; dentro de un par de generaciones, aquellos que eran como su hijo habrían desaparecido. A menos que plegaran velas. Una vida como homosexual era una vida sin familia, sin seguridades, sin vínculos ni deberes y sin la alegría que surge de ser un buen ciudadano y una persona de provecho. Hasta que no comprendiese esto y pudiese garantizar que había cambiado de parecer, su hijo quedaría desheredado.