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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (5 page)

Daba lo mismo, pensó.

—El niño Jesús no puede tener 2008 años —dijo Ragnhild, y bostezó—. ¡Nadie vive para siempre!

—No —contestó Yngvar—. De hecho murió bastante joven. Celebramos la Navidad porque es entonces cuando nació.

—Deberíamos tener globos. No es un cumpleaños si no hay globos. ¿Crees que al niño Jesús le gustaban los globos?

—En aquellos tiempos no había cosas como ésa. Y ahora debes dormir, cariño. ¡Ya es casi la una! De hecho, ya es Navidad.

—Récord personal —festejó Ragnhild—. ¿Es más tarde que las once?

Yngvar asintió con la cabeza y arropó a la niña por cuarta vez en dos horas.

—Ahora hay que dormir.

—¿Por qué la una es más tarde que las once, si uno es un número pequeño y once uno tan grande? ¿Puedo estar despierta hasta tan tarde la noche de Año Nuevo?

—Ya veremos. ¡Ahora tienes que dormir!

La besó en la nariz y se dirigió hacia la puerta.

—Ah, papá...

—Debes dormir. Papá se va a enfadar si no te acuestas ahora. ¿Entiendes?

Pulsó el interruptor y la habitación quedó envuelta en el resplandor rojo de la guirnalda con corazoncitos luminosos que enmarcaba la única ventana.

—Pero, papá, una cosa, sólo...

—¿Qué?

—En realidad es un poco tonto que le regalaran a Kristiane un microscopio. Sólo lo va a romper.

—Puede ser. Pero es lo que ella quería.

—¿Por qué no me regalaron a mí un micro...?

—¡Ragnhild! ¡Ahora sí que me voy a enfadar! Si no te acuestas en este preciso...

El ruido de la colcha, que se arrugaba, lo interrumpió.

—Buenas noches, papá. Te quiero.

Yngvar sonrió y tiró de la puerta hacia sí.

—Yo también te quiero. Nos vemos mañana.

Salió. Kristiane se había dormido hacía rato, pero podía despertarse sólo con que una pluma cayese al suelo. Cuando pasó delante de su puerta, contuvo la respiración. Entonces se sobresaltó.

¿El teléfono? ¿A la una de la mañana, en Nochebuena?

En dos zancadas llegó a la puerta de la sala para acallar el barullo lo antes posible. Por suerte, Inger Johanne llegó antes que él. Hablaba despacio, al lado del árbol de Navidad, que estaba en un estado lamentable después de que
Jack,
el chucho marrón claro de Kristiane, enloqueciese y lo tumbara, para convertirlo en un caos de lucecitas eléctricas y palos de Jacob. Su suegra había colocado un hueso envuelto debajo de los regalos, por lo que no se podía culpar del todo al animal.

—Aquí viene —oyó que decía Inger Johanne antes de entregarle el teléfono.

Tenía la expresión resignada que siempre le hacía sentir un vacío en el diafragma. Hizo un gesto con la mano a modo de disculpa antes de coger el auricular.

—Aquí Stubø.

Inger Johanne caminaba por la sala. Recogió un juguete aquí, un libro allá, y los colocó en lugares en donde tampoco debían estar. Movió una maceta y ensució el mantel con tierra. Fue hasta la cocina, sin ganas de vaciar el lavavajillas para poner en él el resto de la pila de platos sucios. Estaba agotada y decidió servirse el último resto de la botella de vino, ya casi vacía, que había recibido como regalo de su hermana. Según su madre costaba más de tres mil coronas, lo que era tan parecido a dar margaritas a los cerdos que Inger Johanne terminó de llenar la copa con un vino italiano barato del cartón que había sobre la mesa.

—Vale —oyó que decía Yngvar—. Hablamos mañana. Pásame a buscar a las seis.

Cortó la comunicación.

—A las seis —resopló Inger Johanne—. ¿Cuándo podremos permitirnos dormir un poco?

Suspiró profundamente y se sentó en el sofá.

—Ha sido una noche divertida —dijo Yngvar dejándose caer al lado de ella—. Tu padre estuvo como de costumbre agradable y enervante. Tu madre..., tu madre...

—Estuvo fatal conmigo, buena con Ragnhild, hábil con Kristiane y despectiva contigo. Y sutilmente destructiva con Ysak, porque no apareció. Como siempre. ¿Quién ha muerto?

—¿Qué?

—Tu trabajo.

Inger Johanne indicó con la cabeza el teléfono sobre la mesa de la sala.

—¡Oh! Es algo sorprendente.

—Cuando te llaman del trabajo en Nochebuena, entiendo que ha de ser sorprendente. ¿De qué se trata?

Yngvar tomó la copa de ella y se la llevó a los labios con un impulso tal que cuando la bajó tenía el bigote rojo. Entonces se rehízo, echó una mirada al reloj y corrió hacia la cocina. Inger Johanne pudo oír que escupía en el fregadero.

—Es posible que mañana necesite estar en condiciones de conducir —dijo al regresar, secándose los labios con el brazo—. En todo caso, debería poder pensar con claridad.

—Tú siempre piensas con claridad.

Sonrió y se sentó con pesadez al lado de su mujer. La mesa estaba todavía cubierta de papel de regalo, vasos, tazas de café y botellas. Con un cuidado que nadie hubiese sospechado en un hombre de ese tamaño, recogió los pies y cruzó las piernas.

—Eva Karin Lysgaard —dijo, y bebió un sorbo de una botella de Farris que había cogido de la cocina—. Está muerta.

—¿Eva Karin Lysgaard? ¿La obispo? ¿La obispo Lysgaard?

Él asintió con la cabeza.

—¿Cómo? Quiero decir, si te llaman, ha de tratarse de un crimen. ¿La mataron? ¿Han matado a la obispo Lysgaard? ¿Cómo? ¿Y cuándo?

Yngvar bebió un poco más y se restregó la cara como si eso lo fuese a poner más sobrio.

—Sé muy poco. Todo debe de haber pasado hace solamente... —Echó una mirada rápida al reloj—. Hace poco más de dos horas. La mataron de una cuchillada, es todo lo que sé. Bueno, tampoco sé si la mataron con un cuchillo, pero por ahora parece que la causa de la muerte fue una cuchillada profunda cerca del corazón. Además, sucedió en la calle. Fuera. No sé mucho más. Normalmente la Policía de Hordaland no nos pediría apoyo táctico en un caso como éste, por lo menos no tan de inmediato. Pero esto va a... Bueno. De todas maneras, Sigmund Berli y yo iremos allí mañana por la mañana.

Inger Johanne se enderezó y dejó la copa. Un instante después la alejó con resolución, empujándola hacia el centro de la mesa.

—Joder. —Eso fue lo único que atinó a decir.

Se quedaron sentados en silencio. Inger Johanne sintió un golpe de frío y se le puso la piel de gallina. Eva Karin Lysgaard. La destacada y gentil obispo de Bjørgvin. Asesinada. En Nochebuena. Inger Johanne trató de completar una sucesión de pensamientos, pero el cerebro parecía vacío.

El sábado pasado, el mismo día en que celebraran esa condenada boda, el
Magasinet
publicó una semblanza a cuatro páginas sobre la obispo Lysgaard. Inger Johanne no tuvo tiempo de leer los periódicos ese día, pero cuando vio el titular de portada compró el
Dagbladet
para guardar el artículo y poder mirarlo después. Nunca llegó a leerlo.

De pronto se estiró sobre el brazo del sofá y buscó en la cesta de los periódicos.

—Aquí —dijo, y puso el
Magasinet
sobre las rodillas—. «Obispo sin látigo.»

Yngvar la rodeó con el brazo. Al mismo tiempo se inclinó sobre la revista. La imagen era el retrato de una mujer madura. Los ojos tenían forma de almendras inclinadas. Hacían que pareciese triste, aun cuando sonreía. Los iris eran de un marrón oscuro, casi negros, y tenía grandes cejas oscuras y pestañas que parecían anormalmente largas, a pesar de las arrugas que rodeaban los ojos.

—Una mujer bastante buena moza —murmuró Yngvar con ganas de leer el artículo.

—No bien parecida, precisamente. Especial. Singular. Parece realmente tan amable como era en... vida.

Inger Johanne miraba y miraba. Yngvar lanzó un bostezo largo.

—Perdóname —se disculpó, y sacudió la cabeza—. He de dormir mientras pueda. Deberíamos ordenar esto antes de acostarnos, ¿no?, si no tendrás que hacerlo todo tú mañana por la mañana, y eso...

—En la calle —dijo Inger Johanne—. ¿Has dicho que la mataron en la calle? ¿En Nochebuena?

—Sí. Como por milagro, una patrulla de la Policía la encontró. Una de las pocas que circulaba esta noche. Estaba ahí, en plena calle. En realidad, tenemos una gran ventaja. Por una vez parece que la prensa no se ha enterado del asesinato antes de que transcurriesen dos minutos. Mañana tampoco saldrán los periódicos.

—Las páginas de noticias de Internet no son malas —murmuró Inger Johanne, con la mirada todavía clavada en el retrato de la obispo de Bjørgvin—. Son peores, de hecho. Además está la radio. En un caso como éste no importa que, en principio, todos estén de vacaciones. Pero ¿por qué debes ir? ¿No es la Policía de Bergen absolutamente competente para manejar un caso así?

Yngvar sonrió.

Kripos ya no era realmente lo que había sido una vez. De ser una especie de grupo de élite formado hacía ya casi cincuenta años por investigadores que se agruparon bajo el popular nombre de Comisión de Homicidios, el Departamento Policial de Homicidios había evolucionado hasta ser una gran organización con máximas competencias en las áreas de investigación táctica y, en especial, técnica. La organización recibía cada vez más tareas y también trabajos de mayor envergadura, tanto en el país como en el exterior. Para el público, y hasta el fin del milenio, era más visible como un órgano de apoyo para la Policía común en casos importantes. En especial en homicidios. Pero así como los tiempos cambian, también lo hace la criminalidad. En 2005, Kripos fue en realidad desmantelado, para renacer como la Unidad Nacional para la Lucha contra el Crimen Organizado y Otros Crímenes Importantes (Kripos). La abreviatura noruega correspondiente hubiese sido DNEFBAOOAAKK. Las protestas en contra del nuevo nombre fueron violentas e hicieron algo más que sugerir que sonaba como la desagradable onomatopeya de un vómito. Ganaron los empleados, y Kripos pudo alegrarse de llegar a su quincuagésimo aniversario en febrero de 2009 ostentando su antigua y eufónica denominación.

Sin embargo, las tareas fueron y eran distintas, de acuerdo con el nombre descartado.

Las unidades de Policía se hicieron más grandes, más poderosas y mucho más competentes. La gran paradoja en la lucha contra el crimen era que cuanto mayor y más profesional era el crimen, mayor y más efectiva era la Policía. Gradualmente, a medida que llegaban más y más casos de homicidio a las pequeñas comisarias, éstas se hicieron más competentes. Se las arreglaban solas. Por lo menos en lo relativo a la parte táctica de las investigaciones.

Yngvar acercó los labios al oído de Inger Johanne.

—Pero es que yo soy tan bueno, ¿sabes?

Ella sonrió, muy a su pesar.

—Y por otro lado, va a traer un revuelo mayúsculo —agregó él, y bostezó—. Apuesto a que están preocupados. Y si me quieren con ellos, pues me tendrán.

Se puso de pie y recorrió el cuarto con una mirada de desánimo.

—¿Arreglamos lo peor?

Inger Johanne sacudió la cabeza.

—¿Qué estaría haciendo en la calle? —preguntó despacio.

—¿Qué?

—¿Qué ha salido a hacer, tarde y en Nochebuena?

—Ni idea. Estaría de camino a casa de un amigo, quizá.

—Pero...

—Inger Johanne. Es tarde. No sé casi nada acerca de este caso, aparte de que debo prepararme para viajar a Bergen muy temprano..., mañana por la mañana. No tiene ningún sentido especular con la escasa información que tenemos. Eso lo sabes bien. Recojamos todo esto o vayámonos a dormir.

—A dormir —dijo Inger Johanne poniéndose de pie.

Pasó por la cocina, tomó una botella de Farris y decidió llevarse el
Magasinet
a la cama. Mañana tomaría las cosas como viniesen.

—¿Pasa algo? —preguntó de pronto Yngvar, al verla de pie en el centro del cuarto sin decidir adónde ir.

—No..., sólo que me siento tan... triste.

Levantó la vista, apesadumbrada.

—Por supuesto que uno se entristece —dijo Yngvar, y levantó la mano para acariciarle una mejilla.

—No. No está bien. Me altera... No debo dejarme alterar por estos casos tuyos. Pero la obispo, siempre me pareció tan... buena.

Yngvar sonrió y la besó con delicadeza.

—Si hay algo que tú y yo sabemos —dijo tomándola de la mano—, es que también matan a los buenos. Ven.

Se pasó la noche en vela. Cuando amaneció, Inger Johanne había leído ya tantas veces el artículo sobre la obispo Eva Karin Lysgaard que se lo sabía de memoria.

Pero eso no la ayudó en lo más mínimo.

Un hombre

Nada ayudaba.

Nada podría ayudar nunca. Evidentemente, se habían propuesto visitarlo. Como si ellos fueran lo que él precisaba. Como si por un instante la vida pudiese ser otra vez soportable sólo porque esos extraños se sentaban en su casa, en su sillón; ese sillón amarillo, gastado, colocado en diagonal frente al televisor y con una labor de punto dentro de un cesto trenzado, a su lado.

Le preguntaron si tenía a alguien.

Una vez tuvo a alguien. Hasta hacía unas horas tenía a Eva Karin. Durante toda una vida tuvo a Eva Karin, y ahora no tenía a nadie.

Le recordaron a su hijo. Preguntaron sobre su hijo. Sobre si quería avisar él mismo a Lukas, o si prefería que ellos se hicieran cargo del asunto. Así se lo había preguntado la mujer que estaba sentada en el sillón de Eva Karin: «se hicieran cargo del asunto». Como si aquello fuese un asunto. Como si hubiese algo más de lo que hacerse cargo.

No sentía dolor.

Dolor era algo que hacía sufrir. El dolor dolía. Todo lo que podía sentir ahora era una ausencia de existencia. Un espacio vacío que lo hacía mirarse las manos como si fuesen de otro. Cerró el puño derecho con tanta fuerza que las uñas se le hundieron en la palma. No sentía ni dolor ni vida, sólo sentía una nada grande e incolora en la que Eva Karin ya no estaba.

Ahora entendió que hasta Dios lo había abandonado.

El tiempo había dejado de transcurrir.

Su reloj de pulsera se había detenido. Sacudió irritada el brazo y comprendió que estaba mucho más retrasada de lo que quería estar. Tenía que hacer entrar a las niñas y vestirlas bien sin que Kristiane se lo pusiese difícil.

Se acercó a la ventana.

Sobre el césped del frente, dentro de la cerca que daba a la ralle Hauges, Ragnhild y Kristiane habían amontonado suficiente escarcha como para construir el muñeco de nieve más pequeño del mundo. Tenía apenas diez centímetros de alto, pero aun desde el segundo piso Inger Johanne podía ver que le habían colocado como sombrero una hoja de roble amarillenta y que le habían dibujado la boca con unas piedrecitas.

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