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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy

 

Mankell Henning en esta novela abandona parcialemnte el tipo de novela que mejor maneja: la novela policiaca. En esta ocasión presenta una investigación que se acerca mós a la novela de denuncia. Relata los problemas ocultos que aquejan a los paises pobres y de los intentos, por parte de miembros de los paises desarrollados, para que no sean puestos a la luz päblica.

La idea central es que hay verdades que deben permanecer en las sombras. Hoy podemos acceder a todo tipo de información. Eso constituye un peligro para cierto tipo de actividades. Por ello deben camuflarse. Y quien mejor para hacer desaparecer la verdad que aquellos que son poderosos.

El cerebro del presidente Kennedy desaparece durante el proceso de su autopsia. ¿Por qué? ¿Qué es lo que se desea esconder? Si esto sucede con un presidente de un pais poderoso, ¿qué le puede suceder a un ciudadano común y corriente? Mankell intenta en esta novela mostrarnos el doloroso proceso que significa sacar a luz la verdad cuando un enemigo oculto intenta que ello no suceda.

Mankell Henning

El cerebro de Kennedy

ePUB v1.0

Klein1965
01.10.11

Título original: Kennedys hjärna

Primera edición: 2005

Editorial Tusquets

Colección: Andanzas

2006

ISBN: 978-84-8310-347-0

Traducción: Carmen Montes Cano

344 páginas

Primera parte

Pasaje de Cristo, callejón sin salida

Las derrotas han de salir a la luz, y no ocultarse,

pues son las derrotas las que nos hacen personas.

Aquel que no llega a entender sus derrotas

no aprenderá nada para el futuro.

Aksel Sandemose

1

El desastre llegó en otoño y le sobrevino sin previo aviso. No dejaba rastros y se movía en total silencio. Ella nunca llegó a sospechar qué estaba sucediendo.

Fue como si hubiese sido víctima de una emboscada en un callejón oscuro. Lo cierto era que tuvo que abandonar las ruinas para adentrarse en una realidad de la que ella nunca se había preocupado. Con una violenta fuerza se vio lanzada a un ámbito en el que nadie se interesaba especialmente por las excavaciones de enterramientos griegos de la Edad del Bronce. Había vivido inmersa en aquellos polvorientos socavones practicados en la tierra o acuclillada sobre ánforas quebradas para intentar recomponerlas. Amaba las ruinas y nunca había caído en la cuenta de que el mundo que la rodeaba estaba derrumbándose. Era una arqueóloga que tuvo que apartarse de su universo de tiempos pretéritos para acudir a una tumba junto a la que jamás había imaginado que llegaría a estar.

No había presagios. La tragedia había perdido la lengua, y no tenía la oportunidad de avisarle. La noche antes de que Louise Cantor partiese hacia Suecia para participar en un seminario sobre las excavaciones de enterramientos de la Edad del Bronce, se hizo un profundo corte en el pie izquierdo con un trozo de cerámica que había en el suelo del cuarto de baño. Sangraba bastante, la pieza de cerámica era del siglo V antes de Cristo y la sangre que caía sobre el suelo del baño le provocó un fuerte mareo.

Estaba en la Argólida, en el Peloponeso, corría el mes de septiembre y las excavaciones de aquel año tocaban a su fin. Débiles ráfagas de viento anunciaban el futuro frío invernal. El tórrido calor empezaba a desaparecer, con su olor a tomillo y a uvas pasas.

Detuvo la hemorragia y cortó un trozo de esparadrapo. En su mente, un recuerdo acudió veloz a su memoria.

Un clavo oxidado le había atravesado el pie, no el que acababa de cortarse, sino el otro, el derecho. Cuando tenía seis o siete años, un clavo de color ocre le había atravesado el talón, había perforado la piel y la carne, como si la hubiesen clavado a una estaca. Ella empezó a gritar de horror y pensó que estaba sufriendo la misma tortura que el hombre que, al fondo de la iglesia en la que solía entregarse a sus solitarios juegos de miedo, aparecía colgado en una cruz.

«Las estacas puntiagudas nos destrozan», se dijo mientras limpiaba la sangre reseca de las baldosas. «Las mujeres viven siempre en las inmediaciones de estacas que están ahí para herir lo que ellas desean proteger.»

Fue cojeando hasta la parte de la casa que constituía a un tiempo su lugar de trabajo y su dormitorio. En un extremo tenía una mecedora que crujía al moverse y un tocadiscos. La mecedora se la había regalado el viejo Leandros, el vigilante nocturno. Leandros siempre había estado ahí, incluso cuando era un niño pobre pero curioso; de eso hacía ya mucho tiempo, pues las excavaciones suecas comenzaron en la Argólida en la década de los treinta. Ahora pasaba las noches como vigilante nocturno durmiendo a pierna suelta junto a la colina de Matos. Pero todos los que participaban en los trabajos lo defendían. Leandros era una salvaguarda. Sin él se verían amenazadas todas las empresas de futuras excavaciones. Con el derecho que otorga la vejez, Leandros se había convertido en un ángel de la guarda desdentado y, a menudo, bastante sucio. Louise Cantor se sentó en la mecedora y contempló su pie malherido.

Sonrió al pensar en Leandros. La mayoría de los arqueólogos suecos a los que conocía eran ateos recalcitrantes y se negaban a ver en las distintas instituciones otra cosa que obstáculos a la continuidad de las excavaciones. Unos cuantos dioses, que habían perdido todo su significado hacía ya tiempo, apenas si podían ejercer la menor influencia en lo que sucedía en las lejanas instituciones suecas, donde se aprobaban o rechazaban los presupuestos para las excavaciones. La burocracia era un mundo de túneles compuesto sólo por entradas y salidas, y las decisiones que, finalmente, se dejaban caer en las cálidas oquedades de los enterramientos griegos eran, por lo general, inextricables.

«Los arqueólogos siempre excavan bajo una doble gracia», se dijo. «Nunca sabemos si encontraremos lo que buscamos o si estamos buscando lo que queremos encontrar. Si damos con lo que perseguimos, la suerte nos habrá sonreído. Al mismo tiempo, nunca sabemos si conseguiremos el permiso y el dinero necesarios para seguir adentrándonos en el maravilloso mundo de las ruinas o si las ubres decidirán secarse de pronto.»

Aquélla era su contribución personal a la jerga de los arqueólogos, el considerar a las instituciones patrocinadoras como vacas de abundantes ubres.

Miró el reloj. Eran las ocho y cuarto en Grecia, una hora menos en Suecia. Alargó el brazo en busca del teléfono y marcó el número de su hijo en Estocolmo.

Los tonos de llamada sonaron sin que nadie respondiera. Cuando por fin saltó el contestador, ella escuchó su voz con los ojos cerrados.

Esa voz le infundía sosiego. «Te habla un contestador automático, así que ya sabes lo que tienes que hacer. Lo repito en inglés.
This is an answering machine and you know what to do
. Henrik.»

Louise dejó un mensaje. «No olvides que voy a Suecia. Estaré en Visby dos días para hablar sobre la Edad del Bronce. Después iré a Estocolmo. Te quiero. Nos vemos pronto. Tal vez te llame más tarde. Si no puedo, te llamaré desde Visby.»

Fue a buscar el trozo de cerámica con el que se había cortado el pie. Lo había encontrado una de sus colaboradoras más asiduas, una apasionada estudiante de Lund. Se trataba de un trozo de cerámica como tantos otros, de estilo ático, y, según adivinaba, había pertenecido a una vasija anterior a la época en que empezó a dominar el color rojizo, es decir, a principios del siglo V antes de Cristo.

A Louise le gustaba manipular trozos de piezas de cerámica, imaginarse la totalidad de algo que tal vez jamás podría reconstruir. Pensaba regalársela a Henrik, y la dejó sobre la maleta ya preparada. Como de costumbre, se sentía desasosegada ante el viaje. Le costaba dominar aquella creciente impaciencia y decidió cambiar sus planes para aquella tarde. Hasta que se cortó con el trozo de cerámica, tenía pensado dedicar algunas horas de la tarde a un estudio sobre la cerámica ática que tenía en preparación. Ahora, sin embargo, apagó la lámpara que tenía sobre el escritorio, puso el tocadiscos y se acomodó de nuevo en la mecedora.

Cada vez que ponía música, los perros empezaban a ladrar en la oscuridad. Eran los perros de Mitsos, su vecino más cercano, que era soltero y copropietario de una excavadora. Era, además, el dueño de la casita que ella alquilaba. La mayoría de sus colaboradores preferían vivir en el centro de la Argólida, pero ella había optado por alojarse cerca de las excavaciones.

Estaba ya casi dormida cuando, de pronto, se sobresaltó. En efecto, descubrió que no deseaba pasar la noche sola. Bajó el volumen de la música y telefoneó a Vassilis. Él le había prometido llevarla al aeropuerto de Atenas al día siguiente. Puesto que el avión de Lufthansa con destino a Frankfurt salía muy temprano, tendrían que ponerse en marcha a las cinco de la mañana. Y no deseaba pasar sola esa noche, que ya preveía inquieta.

Miró el reloj y pensó que, seguramente, Vassilis seguiría en su oficina. Una de sus escasas discusiones había versado sobre el trabajo de éste. Recordó que ella se había portado de forma bastante desconsiderada cuando le soltó que la profesión de asesor fiscal era, sin duda, la que más quemaba de cuantas existían. Todavía se acordaba de sus palabras exactas, una maldad que Louise dijo sin intención:

–Es la profesión que más quema de todas las que existen. Tan árida y sin vida que, en cualquier momento, puede incendiarse por autocombustión.

Vassilis se quedó sorprendido, y quizá también algo triste, pero, sobre todo, se enojó. Y Louise comprendió que él no era sólo el hombre que se encargaba de su vida sexual, sino que era un hombre con el que podía compartir su tiempo libre pese a que no sentía el menor interés por la arqueología, o precisamente por eso. Louise se asustó pensando que tal vez lo hubiese herido tanto como para que él quisiese romper su relación. Sin embargo, logró convencerlo de que sólo bromeaba.

–El mundo está gobernado por libros de cuentas –le dijo–. Los libros de cuentas son nuestra liturgia; los asesores fiscales, nuestros sumos sacerdotes.

Volvió a marcar el número. Ocupado. Se balanceó despacio en la mecedora. Había conocido a Vassilis por pura casualidad, pero ¿no obedecían también a la casualidad todos los encuentros importantes en la vida?

A su primer amor, el hombre pelirrojo que se dedicaba a cazar osos y a construir casas y que era capaz de caer en profundos periodos de melancolía, lo conoció haciendo autostop un día en que había ido a Hede a visitar a una amiga y perdió el tranvía para Sveg. Emil apareció en un viejo camión, ella tenía dieciséis años y aún no había tenido fuerzas para dar el paso y salir al mundo. Él la llevó a casa. Fue a finales del otoño de 1967. Estuvieron juntos durante medio año, hasta que ella tuvo el valor de escapar de su abrazo de gigante. Después dejó Sveg y se fue a vivir a Östersund, donde empezó el instituto y tomó la decisión de convertirse en arqueóloga. En Upsala hubo otros hombres, a todos los cuales fue conociendo merced a diversas casualidades. Aron, el hombre con quien se casó, que se convirtió en el padre de Henrik y por el que cambió su apellido, Lindblom, por el de Cantor, fue a sentarse junto a ella en un avión que iba de Londres a Edimburgo. La universidad había concedido a Louise una beca para participar en un congreso sobre arqueología clásica, Aron iba a pescar a Escocia, y allí, en el aire, muy por encima de las nubes, entablaron su primera conversación.

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