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Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar I: Médicos de guerra (20 page)

No sería fácil, pero él tenía la inteligencia y los recursos necesarios.

Podía seguir desviando y almacenando pequeñas cantidades de bota. Sus tratos con Sol Negro tendrían que cesar, ya que ni se planteaba un robo a gran escala, pero podía ocultar una gran cantidad del valioso adaptogénico en una nave del tamaño del MedStar, en bloques de carbonita disfrazados de otra cosa, y transportarla él mismo a la civilización. El material jamás constaría en ningún documento, nadie sabría que había existido alguna vez, y cada vez se haría más valioso. Mil kilos de bota farmacéutica guardados en un almacén acabarían por valer millones sin que él moviera un dedo.

Pero había otras cosas que un almirante inteligente podía hacer para aumentar su fortuna. Un sistema médico necesario para un Uquemer podía solicitarse por duplicado, y uno de ellos podía acabar en cualquier otra parte, quizás un planeta que sufriera una necesidad desesperada de un aparato semejante, donde podría canjearse por algo de igual valor pero más portátil. Metal precioso o raras gemas, quizás. Y un par de androides médicos con la dirección del destinatario mal escrita podrían desviarse a algún planeta fronterizo con carencias médicas, y también podrían reportarle buenos créditos. Hasta la copia de un programa informático como el que gestionaba los sistemas operativos del MedStar era una valiosa pertenencia, si se vendía al cliente adecuado. ¿Cuántos planetas con una sola nave estelar estarían dispuestos a conseguir a precio razonable uno para sus hospitales, y sin hacer preguntas?

El casco de la nave empezó a calentarse al entrar en la atmósfera. Los sensores lo percibieron y ajustaron los sistemas de control medioambiental. Sólo estaba a unos minutos de distancia de los cuarteles médicos generales, lo que tradicionalmente se llamaba Uquemer-1. No parecía estar librándose combate alguno en aquel cuadrante, por lo que supuso que no habría problemas. Siempre había algún piloto de la Confederación que realizaba una incursión suicida, haciendo frente a las esporas, para atacar a una nave de la República fuera de su alcance operativo. Pero a él nunca le había pasado, y el aligerador estaba equipado con cañones iónicos, así como con cañones láser maniobrables desde la cabina. A veces, hasta deseaba que algún caza separatista intentara atacarlo para poder demostrar que no era un almirante de segunda, pero jamás había tenido esa oportunidad. Una lástima.

—Aquí Control de Aterrizaje. Asumiremos el control de su nave en treinta segundos, señor.

Bleyd asintió.

—Recibido, Control de Aterrizaje.

Él hubiera preferido aterrizar manualmente, pero ése no era el procedimiento estándar, y Tarnese Bleyd no arriesgaría su futuro por cuestiones ególatras de menor importancia. Que aterrizaran ellos la nave. Él tenía piezas más importante que rematar ...

22

A
Bleyd le gustaba variar sus inspecciones. A veces se quedaba en un sector planetario. Otras, viajaba por toda una región entera. En un mismo viaje podía visitar varios Uquemers por orden numérico, o ir sólo a los que tenían números pares o impares. Había docenas de bases médicas de emergencia repartidas por todo el planeta de Drongar, casi una por cada frente de combate. No había manera de verlas todas en un solo viaje, a menos que quisiera pasar todo un mes en tierra, yendo de acá para allá. Las Unidades Quirúrgicas Móviles de la República eran técnicamente capaces de recoger y moverse rápidamente, tanto para evitar el peligro como para seguir el avance o la retirada del frente. Pero, una vez establecidas, las unidades tendían a quedarse estancadas durante semanas o meses, algunas incluso permanecían en el mismo punto en el que habían sido destinadas en principio. No había mucha variación entre ellas, ya que todas tenían el mismo objetivo: la reparación y mantenimiento del ejército de soldados clan o de cualquier otro herido que pudiera llegar.

No es que el método de inspección que emplease supusiera alguna diferencia. Fuera cual fuera éste, siempre sabían por adelantado que iba a llegar. Algunos líderes preferían aparecer de improviso, pero él no consideraba la sorpresa parte del proceso. Él no quería encontrarse con nada desagradable. Mientras nadie metiera la pata, le daban igual las operaciones del día a día.

El deslizador lo transportó desde el espaciopuerto provisional de la zona a la actual ubicación del Uquemer-7, y en el viaje, Bleyd observó débiles motas de polvo de esporas rojas brillando en la cubierta de transpariacero del vehículo. Aunque las esporas fueran mucho menos peligrosas a nivel del suelo, no era muy buena idea desplazarse con un deslizador descapotable.

Tenía la unidad justo enfrente. Habían recorrido los aproximadamente doscientos kilómetros de humedales y pantanos que la separaban de la pista de aterrizaje. Su piloto era un joven myneyrsh de cuatro brazos, lo cual era sorprendente, pues casi todos sentían aversión por la tecnología, y Bleyd suponía que eso también era aplicable a naves terrestres como aquélla. El conductor llevaba un láser en el asiento contiguo, pero Bleyd estaba bastante seguro de que, en caso de ataque, el soldado echaría mano primero del gran cuchillo de dientes de garral que llevaba en una funda atada a su pierna translúcida. Había un dicho mynerysh que rezaba: "Un cuchillo nunca se queda sin munición". Bleyd comprendía muy bien aquello.

—Uquemer-7, almirante, señor —dijo el piloto.

Bleyd asintió. Ya había estado allí antes, aunque hacía unos meses de ello. Aquel sitio era exactamente igual que el resto. Lo único que le diferenciaba era la ubicación y las pintadas.

Bueno, y el hecho de que allí viviera su socio, Filba el Hutt...

Se acercaron al perímetro. El guardia se aproximó a ellos y fueron admitidos a través del campo de energía. El escudo energético militar no dejaba pasar ciertas cosas, sobre todo misiles de rápido movimiento y espectros de alta potencia como los rayos gamma y X, pero permitía el paso de ondas radiofónicas y luz visible. Por desgracia, el calor, la lluvia, las esporas y los insectos eran lo suficientemente lentos como para poder colarse por el . campo osmótico.

Bleyd fue recibido por el coronel D'Arc Vaetes, comandante de la base, con el que intercambió los típicos cumplidos y comentarios carentes de significado. Mientras Bleyd cumplía con las formalidades se dio cuenta de que apenas dedicaba la mitad de su atención a la gira. Sabía que Vaetes era un buen líder, y le habría sorprendido mucho ver algo fuera de lugar.

Al pasar por el comedor y la cantina, de camino hacia la sala de operaciones principal, Bleyd vio a un hombre apoyado en un poparbol, a veinte metros de distancia, sonriendo.

Bleyd sintió que le recorría un escalofrío, porque de aquel humano sonriente emanaba una clara sensación de peligro. No era nada manifiesto, nada que pudiera verse como una falta de respeto, pero la sensación era inequívoca. Se trataba de un guerrero y no de un soldado. De un asesino sonriente que sabía quién era y se regocijaba en ello.

Bleyd se detuvo. —¿Quién es? Vaetes miró y dijo:

—Phow Ji, el instructor de combate bunduki. Sus entrenamientos me mantienen en mejor forma de la que me gustaría.

—Ah —eso lo explicaba todo.

Bleyd sabía quién era Ji. Como todo buen cazador, siempre marcaba a los depredadores de su territorio. Ji ya tenía una reputación antes de llegar allí. Su expediente tenía una señal. Y desde su llegada había hecho cosas que contribuyeron a labrarse esa reputación. Corría el rumor de que existía un hola de Ji enfrentándose a tres mercenarios, en el cual sólo él salía airoso del combate. Bleyd estaba muy interesado en ver aquello.

—Vamos a acercarnos a saludar —dijo a Vaetes.

Cuando se acercaron a él, el almirante disfrutó viendo cómo las ventanas de la nariz del luchador aleteaban levemente, y su postura relajada se tensaba algo más. Sonrió. Podría tratarse de respeto por su gradación, pero Bleyd no lo creía. Según sus archivos, Phow Ji apenas le tenía respeto a la autoridad. No, Bleyd supuso que Ji había reconocido en él lo mismo que él 'había visto nada más mirar al bunduki: un contrincante potencialmente peligroso.

Ji se puso firme, aunque algo lentamente. — Descanse, teniente Ji.

—A sus órdenes, almirante —el luchador se relajó, flexionó las rodillas un poco y sacudió los hombros de forma casi imperceptible.

Se prepara para moverse, pensó Bleyd. ¡Es excelente! Aquel hombre podía enfrentarse a veinte matones de Sol Negro como el que Bleyd había destrozado en órbita sin sudar una gota.

—¿Me conoce? —preguntó Ji.

—Por supuesto. He oído decir que es usted un ... experto luchador.

Su tono y el silencio que hizo bastaron para dar a su comentario una ambigüedad que podía o no ser sarcástica. Tan equívoco que podría no haber sido nada ... o bien un calculado insulto. Imposible definirlo.

Los dos se observaron por un segundo, con miradas frías y calculadoras.

—Lo suficientemente experto como para vencer a cualquiera en este planeta, señor.

Bleyd dominó su sonrisa, aunque sintió el impulso de mostrar los dientes. El bunduki era insolente. El comentario era un obvio desafío.

Hubo un tiempo, cuando era mucho más joven, en el que ante semejante respuesta Bleyd se hubiera quitado el uniforme y se habrían puesto a pelear allí mismo. Yeso era lo que quería hacer en ese momento, y sabía que Ji lo sabía y que también estaba dispuesto a hacerlo.

Tres cosas impedían a Bleyd atacar físicamente al bunduki que le invitaba a hacerlo. En primer lugar, era un almirante de la flota, y no podía dar semejante espectáculo en público. El enfrentamiento, en caso de que ocurriera, debería tener lugar a puerta cerrada y sin testigos.

En segundo lugar, los planes de Bleyd de vengar el honor de su familia seguían en marcha, y una rencilla física con otro oficial, independientemente de las razones que la motivaran, atraería la atención de las altas esferas. y no quería arriesgarse a eso.

Tercero (y esa razón era difícil de admitir, pero no podía negarla) no estaba seguro de poder vencer a Phow Ji en un enfrentamiento justo. No cabía duda de que él era más rápido y más fuerte, pero el humano era un campeón de combate, y su habilidad se había depurado en docenas de encuentros, algunos de los cuales habían sido a muerte. El tamaño, la velocidad y la fuerza importaban, claro; pero un contrincante sin habilidades podía igualar ese nivel. Cuando dos dientes de sable adultos luchan, tanto el ganador como el perdedor acaban ensangrentados, y a veces resulta difícil adivinar cuál es cuál. Bleyd era un depredador, y como tal estaba dispuesto a arriesgar su vida, pero los asesinos inteligentes sólo hacen eso cuando la recompensa vale la pena. Y ganarse el derecho a fanfarronear por haber ganado a un campeón de lucha no estaba en esa categoría, al menos no aquel día, no en aquel lugar.

Pero ¿qué pasaría si soltara a Ji en la selva tropical y lo convirtiera en una cacería?, se preguntó por un momento. Eso daría ventaja a Bleyd, pero, aun así, igual no se alzaba con la victoria. Un riesgo así daría emoción al asunto, desde luego, pero, por desgracia, era algo que no podía ocurrir, de momento.

—Me encantaría verle en acción algún día —dijo Bleyd.

Ji asintió sin dejar de mirarle. Bleyd se dio cuenta de que entendía que el almirante no estaba echándose atrás, sino posponiendo una posible confrontación.

—A mí también me gustaría, almirante, Señor.

Ambos se quedaron ahí de pie un momento, sin parpadear. Finalmente, Bleyd se giró hacia Vaetes.

—Iba a enseñarme la sala de operaciones, comandante. Y supongo que los comandantes de campo querrán mostrarme las tropas, que sin duda deben de estar recalentándose con este tiempo.

Vaetes, que mantuvo una distancia respetuosa y una expresión ausente durante lo que sin duda debió de parecerle un extraño interludio, asintió. —Por aquí, almirante.

Bleyd sintió la mirada de Ji en la espalda mientras se alejaba. Una pena, pero un cazador sin paciencia siempre suele quedarse con hambre. Ya llegaría el momento. Pero Bleyd ya se sentía mejor con respecto a la visita. No había nada mejor para la circulación sanguínea que la amenaza de un animal peligroso.

Su entusiasmo se frenó un tanto al recordar que tenía otros asuntos que atender en aquel Uquemer concreto, por desagradables que fueran. No hay reposo para quien está al mando ...

~

Había llegado la hora.

Den sabía que no tendría una oportunidad mejor para tender una trampa a Filba que teniendo al almirante del Uquemer de visita en el planeta. ¿Qué podía ser más perfecto? ¿O más satisfactorio que ver cómo salían a la luz los numerosos crímenes del detestable hutt, entre los que se contaba el desfalco, el robo y otras incontables apropiaciones ilegales que Den había descubierto diligentemente en las últimas semanas, tanto a través de la HoloRed como a través de inteligentes entrevistas con el personal, todo ello ante las mismas narices del almirante Bleyd?

No había sido fácil. El rastro de datos había sido tan enrevesado como el rastro de babas del propio hutt tras una borrachera imponente en la cantina. El testimonio más incriminador procedía de uno de los miembros del personal médico, que tenía un tío en suministros. Su tío poseía datos codificados que implicaban a Filba en la re dirección de quinientos hectolitros de anticeptina—D al almacén de un carguero del mercado negro dos meses atrás. No era una prueba muy contundente en sí misma, ya que Filba había sido lo bastante listo como para no utilizar el mismo recurso dos veces, pero eso, sumado a otras infracciones descubiertas por Den, bastarían para acabar con él.

Den se arrellanó en su formacatre y sonrió. La venganza sería muy dulce.

En los altavoces de hipersonido se escuchaban los marciales acordes de la primera estrofa del Himno de la República, la música que tradicionalmente se ponía cuando acudía de visita un oficial de rango o un alto dignatario. Por supuesto, Den no pertenecía al ejército, por lo que técnicamente no estaba obligado a aparecer junto a los demás. Pero no pasaba nada por ser un poco amable.

Sólo había hablado una vez con el oficial sakiyano, y por poco tiempo, antes de llegar a Drongar, Pero por lo que había oído en la base, el almirante Bleyd gozaba de mucha admiración. Tenía cualidades de mando y era imposible cuestionar su valor personal, su orgullo y su honor. Den no conocía mucho la cultura sakiyana, pero sabía que la sociedad estaba estructurada en torno a complejas unidades familiares y políticas, y el honor, la dignidad y el respeto tenían un papel muy importante en ellas, tanto que había multitud de permutaciones sutiles, pero distintas, cada una con su propio nombre y sus reglas.

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