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Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar I: Médicos de guerra (24 page)

BOOK: Medstar I: Médicos de guerra
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Barriss se movió para adoptar la postura. Dijo: —¿Alguna vez te has rendido al Lado Oscuro, Maestra? Hubo un silencio de varios segundos.

—Sí. En un momento de debilidad y dolor, así lo hice. Me permitió sobrevivir a una situación a la que quizás habría sucumbido, pero aquella muestra sirvió para darme cuenta de que nunca volvería a ocurrir. Jamás lo volvería a hacer. Quizá llegue el día en que experimentes esto, Barriss. Espero que no, pero si eso ocurre, deberás reconocerlo y resistirte a ello.

—¿Me sentiré mal?

La Maestra Unduli se detuvo en sus estiramientos. Observó a Barriss con lo que parecía ser una gran tristeza en sus ojos.

—Qué va. Te sentirás mejor de lo que te has sentido nunca, mejor de lo que creías que podrías llegar a sentirte nunca. Te sentirás poderosa, plena, satisfecha. Y lo peor de todo es que sentirás que tienes toda la razón. Y ahí es donde está el verdadero peligro.

~

Las palabras de la Maestra Unduli en aquella mañana soleada y fresca acudieron a la mente de Barriss con renovada claridad en un planeta situado a muchos pársecs de distancia de Coruscant, en el pabellón médico de un Uquemer, y, quizá, con una comprensión diferente. Se había sentido tentada a destruir a Phow Ji. Él no había sido una amenaza real, salvo para su orgullo, y ella casi podía justificarlo diciéndose que aquel ataque había sido una amenaza para el honor de la Orden Jedi. Ese argumento era mentira, por supuesto. La Orden Jedi no se veía amenazada por el ataque de Ji, que iba dirigido personalmente a ella. Pero Barriss había estado muy cerca de utilizar aquello como argumento para acabar con una vida.

Acabó por darse cuenta de una verdad aplastante: tenía una deuda de gratitud con Phow Ji. Irónicamente, la presencia del bunduki en su vida era instructiva, era una oportunidad para aprender a resistir la tentación del Lado Oscuro. Si todas las cosas tenían un objetivo, y si, como rezaban los dogmas principales del Código Jedi, la galaxia se desarrollaba como debía, entonces Phow Ji tenía un destino que cumplir, al igual que lo tenía ella.

Barriss respiró hondo y soltó despacio el aire. La Maestra Unduli tenía razón, caminaba sobre una finísima línea que había que vigilar en todo momento. No era un sendero fácil, pero era el que le habían enseñado desde su nacimiento. El fracaso era inaceptable, inconcebible.

Convertirse en Jedi era la meta de su vida. Sin los Jedi, no era nada.

~

Jos esperó a que la lluvia vespertina amainara para salir a tirar la basura que habían acumulado entre su compañero Zan y él. Por desgracia, no había suficientes androides de mantenimiento designados para esa tarea, por lo que más le valía sacar él mismo las bolsas o acabar sepultado bajo los desperdicios. Zan y él tenían una apuesta colateral en su partida de sabacc relacionada con esta tarea, y aunque Jos había salido ganador, había perdido ante Zan lo de la basura, y le tocaba sacar las bolsas toda la semana. A veces daba la impresión de que lo único que Zan y él hacían era sentarse a generar basura. La plastibolsa que llevaba debía de pesar unos cinco kilos y apenas cerraba.

Sorteó los charcos y el barro y llegó al contenedor sin empaparse, sin que le cayera un rayo o sin ser atacado por androides de combate separatistas asesinos. El sensor del contenedor abrió la escotilla de entrada, y él echó la bolsa dentro del reciclador. Escuchó los zumbidos y crujidos de la energía oscilante mientras los reactores troceaban y reducían a ceniza la basuras. Había algo extrañamente satisfactorio en el proceso, aunque hacerlo con regularidad no le resultaba atractivo.

Otro excitante momento en la vida de Jos Vondar, uno de los mejores cirujanos de la República...

Se giró y estuvo a punto de chocar con un soldado que llegaba al contenedor con varias bolsas de desechos. El soldado murmuró una disculpa respetuosa, Jos asintió y comenzó a marcharse, pero se detuvo de repente. Le pareció que conocía a aquel soldado. Si miraba más allá de la plantilla Janga Fett distinguía algo en sus ojos, en la cara ... Podía equivocarse, pero estaba bastante seguro de que era CT-914, el que había planteado la pregunta que últimamente amenazaba con superar a Jos.

—Hola, CT-914 —dijo Jos.

—Hola, capitán Vondar.

—Te ha tocado el turno de sacar la basura, ¿no?

—Eso salta a la vista, señor —comenzó a meter las bolsas en las enormes fauces del contenedor.

Primero un androide, pensó Jos, y ahora un clan, haciendo bromitas. Aquí todo el mundo es un cómico.

Se quedó allí un momento, sin saber qué decir, lo cual para él era bastante extraño.

—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo finalmente. CT-914 continuó metiendo bolsas en el contenedor, que gruñó y zumbó mientras se las comía.

—¿Cómo te sentiste por la muerte de CT-915? CT-914 tiró la última bolsa por la escotilla. Miró lejos.

—La pérdida de un soldado entrenado es ... lamentable —tanto su discurso como su actitud eran rígidos.

Jos sabía que CT-914 no quería ir más allá, pero él lo forzó de todas formas. Tenía que saberlo.

—No, no te hablo de su valor para la República. Te estoy preguntando cómo te sentiste tú. Tú, personalmente.

CT-914 se quedó ahí durante un buen rato, sin hablar.

—Si fuera civil —dijo al fin—, nacido por parto y no de probeta, le diría que no es de su incumbencia, señor; pero como debo obedecer a mis superiores, entonces la respuesta a su pregunta es que, personalmente, la muerte de CT-915 me dolió. Todos estamos hechos de la misma carne y el mismo patrón, todos somos iguales en las habilidades básicas, pero él era mi camarada en armas. Le conocía de toda la vida. Luchamos juntos, comimos juntos y compartimos nuestra vida fuera del ejército como hermanos. Le echo de menos. Creo que le echaré de menos hasta que me muera. ¿Responde eso a su pregunta? Tengo más basura que recoger.

Jos tragó saliva, se le había secado la boca de repente.

—Sí, eso me vale. Gracias.

—Sólo cumplo con mi deber, doctor. No tiene que darme las gracias.

CT-914 se giró y se alejó, y Jos le observó, incapaz de moverse. Volvió a oír en su mente la pequeña voz que empezaba a odiar. Ya deberías haber aprendido a no hacer preguntas cuya respuesta no deseas oír.

Poniéndose serios. Si todos eran como CT-914, los soldados clan eran mucho más complejos mentalmente de lo que Jos había supuesto. Tenían sentimientos, vidas interiores, quizás hasta sueños y aspiraciones que iban más allá del arte de la guerra. Yeso le daba una perspectiva totalmente nueva a una cuestión en la que Jos no quería ni pensar.

Maldición.

27

A
unque el gesto era inusual, el almirante Bleyd decidió que había suficientes razones para retrasar unos días su partida del Uquemer-7. Argumentó que el tema del hutt asesinado necesitaba una investigación más a fondo, además del deseo de asegurarse de que sus hombres estaban protegidos. A cualquiera al que le funcionarán más de un par de neuronas le habría parecido una débil excusa, pero eso daba igual. Él era el almirante, y nadie podía cuestionar sus decisiones.

Evidentemente, la verdadera razón que tenía para quedarse era encontrar al que había tenido la osadía de espiarle. Quien fuese, descubriría muy pronto lo peligroso que puede ser espiar a un depredador.

Le construyeron un módulo de mando que era poco más que una burbuja con el mobiliario y los dispositivos de comunicación básicos, pero era suficiente. Un catre era más de lo que necesitaba alguien que había cazado en planetas donde no había otro sitio para dormir que el frío y duro suelo.

A la mañana siguiente a la muerte de Filba, Bleyd se dispuso a recibir un transporte que traía al jefe de su unidad de seguridad militar, que iba a encargarse de buscar al asesino de Filba. Llegaba tarde, y Bleyd esperó por su bien que tuviera una buena razón. Mientras avanzaba por el campamento, con el barro de las tormentas casi constantes apelmazándose en sus botas, se fijó en uno de los Silenciosos que se dirigía hacia él. Llevaba la capucha puesta incluso con aquel calor y humedad asfixiantes, y el rostro oculto en sombras. Había varios miembros de esa Orden en distintos Uquemer del planeta, ofreciéndose para lo que pudieran hacer falta. El Silencioso iba a pasar cerca de él, aunque sus caminos no se iban a cruzar exactamente.

Bleyd percibió que de él emanaba un olor peculiar. No era desagradable; de hecho, tenía un aroma intenso, casi a canelaflor, que podía percibirse incluso sobre la pestilencia del pantano. A bote pronto no recordaba ninguna especie que tuviera ese olor concreto. El Silencioso pasó de largo, y él lo memorizó para estudiarlo más tarde. Tenía cosas más importantes en la cabeza.

El jefe de seguridad era el coronel Kohn Doil, un humano vunakuniano con un patrón de cicatrices rituales en la frente, las mejillas y el cráneo rasurado. Los dibujos geométricos y las configuraciones de las protuberantes cicatrices, que indicaban el estatus de su casta, eran increíblemente intrincados. Bleyd sabía que Doil no había utilizado un inhibidor durante la ceremonia de escarificación. Era una de las razones por las que había contratado a aquel hombre. Un comandante de unidad con un elevado umbral de sufrimiento no era una mala combinación.

Doil bajó del transporte, saludó y se disculpó por el retraso en su llegada. —El vórtice de una tormenta arrasó el campamento base justo antes de mi partida. El viento destrozó el transporte de la rampa, junto con buena parte de los almacenes prefabricados y los barracones de las tropas.

—No tiene que disculparse por el clima en este maldito planeta, coronel.

Pero no perdamos más tiempo. Sé que conoce los hechos y que ya tiene el informe de la autopsia que muestra el veneno utilizado, pero, dado que yo estaba presente cuando murió el hutt, pensé que podría informarle personalmente.

—Se lo agradezco, almirante —dijo Doil mientras cruzaban el campamento—. Si me permite la pregunta, ¿cómo pudo ser eso? ¿Por qué razón se hallaba usted allí?

—Escuché ciertos rumores sobre Filba que me parecieron inquietantes.

Sospeché que podía ser responsable de una operación de contrabando, y hasta de la reciente destrucción de un transporte de bota. En resumen, albergaba el temor de que fuera un delincuente o un espía separatista.

—Ah. ¿Entonces cree que fue un suicidio? ¿Por miedo a ser atrapado y caer en desgracia?

Bleyd no quería parecer demasiado ansioso por exponer esa hipótesis ante el coronel. Doil era un agente de seguridad experto, y era preferible que él mismo llegara a esa conclusión.

—Es posible, claro, pero también puede serlo que el hutt tuviera un socio que, al ver que dudábamos de su compañero, decidiera eliminarlo. Los hutt no son precisamente conocidos por su valentía bajo presión.

—Señor. Los hutt no son famosos por su valor bajo ninguna circunstancia. Pero sería inusual que hubiera un espía en una unidad médica en medio de ninguna parte, y mucho menos dos.

Bleyd se encogió de hombros.

—Como usted diga. No obstante, hay que considerar todas las posibilidades.

—Sí, señor.

—Supongo que querrá familiarizarse con esto antes de comenzar la investigación. Yo me quedaré unos días por aquí para ayudar en todo lo que pueda. Llámeme si necesita cualquier cosa, por favor.

—Señor —Doil saludó y se alejó para reunirse con Vaetes y ocupar su dormitorio.

Mientras Bleyd se dirigía a su barracón, consideró de nuevo la situación.

Sabía que Filba no se había envenenado. El hutt pensó que Bleyd podría protegerle, que, de hecho, iba a protegerle, y era demasiado cobarde como para sacarse sus propias castañas del fuego. No, alguien había asesinado a la babosa y, bajo la Ley de las Soluciones Simples, era probable que lo hubiera hecho el mismo que les había espiado. Pero ¿por qué? Bleyd negó con la cabeza. Ésa era otra cuestión. Lo mejor era determinar primero el quién y después preocuparse del porqué.

Al abrir la puerta de su burbuja, un olor floral e intenso se apoderó de él. Bleyd desenfundó el láser sin pensarlo un momento.

—Muévete y te dejaré pegado al suelo —dijo.

—No me moveré, almirante. Aunque no estoy en el suelo.

La voz tenía un tono musical y divertido. Bleyd pasó la mano por el control de luz de la sala y el interior de la estancia se iluminó, revelando la figura de un Silencioso. Obviamente se trataba de un disfraz, ya que con sólo hablar había quebrantado el voto más sagrado de la hermandad. El personaje con túnica estaba sentado sobre el catre de Bleyd, apoyado en la pared.

Bleyd no bajó el láser.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

—¿Le importa? —el personaje alzó las manos lentamente, hacia la capucha.

Bleyd asintió.

—Despacio y con mucho cuidado.

La figura se quitó la capucha para revelar su rostro.

Se trataba de una apariencia que Bleyd nunca había visto antes, yeso que llevaba mucho tiempo viajando por la galaxia. La cara recordaba vagamente a un pájaro, con ojos afilados de color violeta y una nariz y una boca que podían haber sido un piquito. La piel era de color azul claro, que podía tratarse tanto de un pelo extremadamente fino como de plumas. Bleyd no podía estar seguro a aquella distancia. La cabeza era suave, las orejas planas y muy pegadas al cráneo, y tenía un penacho de un azul algo más oscuro en la base del cuello. Bastante impresionante, pensó el almirante. Desde luego, había visto bípedos mucho menos atractivos que aquél.

El ser sonrió. Bleyd supuso que era macho y vio unos cuantos dientes afilados en la boca—pico de finos labios. El pico parecía estar formado por un material cartilaginoso más que de queratina, lo cual limitaba su gama de expresiones.

También había un ligero atisbo de peligro en aquellos ojos. Se trataba de una criatura letal, fueran cuales fueran sus orígenes o intenciones.

—Soy Kaird, de los nediji.

¿Nediji? Nediji ... ¿de qué le sonaba ese nombre? Ah, sí, ya lo recordaba. Una especie de ave de un planeta lejano llamado Nedij, en el brazo oriental. Bleyd frunció el ceño. Había otra particularidad sobre ellos ... ¿qué era? —Pensaba que los nediji no salían nunca de su propio sistema. Creo recordar que hacerlo era tabú para ellos.

—Si uno tiene un nido normal, sí, así es —respondió el nediji. Su voz melodiosa era tan grata para los oídos como su aroma para el olfato, pero su mirada fría y calculadora era en lo único que podía fijarse Bleyd. Como pasaba con la mayoría de las especies, la verdad siempre podía leerse en los ojos—. Pero algunos de nosotros, por una razón u otra, no podemos pertenecer a la Bandada —prosiguió Kaird—. A nadie le importa dónde nos lleve el viento. —No se lamentaba. A Bleyd le pareció más bien que sonreía.

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