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Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar I: Médicos de guerra (10 page)

Mathal vaciló un momento.

—¿Cuarentena? ¿Como lo de las enfermedades contagiosas?

—No, no, nada de eso. Todo lo que procede del planeta debe esterilizarse, irradiarse, como medida de seguridad. Como ya sabrá, Drongar es un enorme sumidero de patógenos exóticos. El hangar está limpio, y yo mantengo el paso restringido para que nadie encuentre cosas que no quiero que encuentren..., como lo que tengo para ti.

Mathal asintió.

—Muy inteligente. Quizá quiera considerar la posibilidad de trabajar para Sol Negro cuando acabe esta guerra, almirante. A alguien como usted le iría muy bien allí.

—Es demasiado amable —Bleyd le indicó que fuera delante—. ¿Le parece si vamos a recoger el regalo del vigo?

—Estoy en tus manos —dijo Mathal.

Esta vez, Bleyd tuvo que esforzarse por contener la sonrisa.

~

Den Dhur hizo un gesto al barman para atraer su atención y señaló las jarras vacías sobre la mesa, alzando dos dedos. El camarero, que esta vez no era el taciturno ortolano, asintió.

Den volvió a mirar al ser que tenía frente a sí, un rechoncho mecánico ugnaught, especialista en equipos médicos y llamado Roran Zuzz, que era más ancho que largo.

—Fascinante —dijo Den—. Cuéntame más.

Zuzz apuró lo que quedaba del repugnante brebaje que empleaba para alterar su química cerebral y dejó el vaso en la mesa. El olor, perteneciente a alguna clase de intoxicante derivado del carboxilo, recordaba a Den a un reptador mell que llevara una semana muerto, y no se consideró afortunado por conocer semejante referencia. La etiqueta de la botella, que el androide había dejado sobre la mesa, decía: “CERVEZA ROJA TYRUSIANA”, y la letra pequeña decía: “PORQUE EL AMARILLO NO QUEDA BIEN EN EL ESPACIO”. ¿Qué significará eso?, se preguntó Den.

—Pos mira, yo te digo que este curro es de los más chungos que hay en el servicio, t’apuesto lo que quieras.

Tenía un Básico bastante simple. Los ugnaughts no solían molestarse en aprender el idioma común de la galaxia a menos que se vieran obligados a ello, pero Den había oído y entendido cosas mucho peores.

—Los médicos están venga a chillar tol rato: “Arregla eso, arregla lo otro”, ¡como si a mí me salieran las piezas de recambio por el trasero! Los repuestos no abundan en este planeta, ¿sabes? Médicos... —murmuró, contemplando fijamente los restos de su bebida.

El androide camarero se acercó y puso una ronda nueva en la mesa. Silbó algo, y Den le hizo señas con impaciencia para que se marchara.

—Sí, sí, anótalo en la cuenta.

El androide silbó a modo de afirmación y se alejó rodando.

—Tú trabajas con Filba, ¿no?

El técnico cogió la nueva jarra y se tragó un tercio de un trago.

—Joé, qué rico está esto. ¿Qué iba iciendo?

—Decías que trabajas con Filba.

Zuzz negó con la cabeza.

—Los hutt son peores que los humanos. De lo más quisquillosos y puntillosos que hay, ¿me entiendes?

Den asintió.

—Sí, te entiendo perfectamente. Visto uno, vistos todos.

El ugnaught le miró con un ojo legañoso. Cuidado, Den. No está lo bastante bebido como para que empieces a hablar como si fuerais amigos de toda la vida.

Zuzz eructó.

—O sea, estoy intentando resetear todo el sistema de biosensores para Recuperación de todas y cada una de las máquinas, y al hutt no se le puede meter prisa para que consiga un calibrador decente.

—No me lo puedo creer —dijo Den—. Menuda escoria.

—Ya te digo, tío —miró a su alrededor, y luego se echó hacia delante—. Entre tú y yo... —dijo en voz baja y escurridiza—. El hutt se trae algo entre manos. Creo que los créditos fueron a parar al bolsillo de Filba, ¿me entiendes lo que te quiero decir?

—¿Ah, sí?

—Pues sí. He estado vigilándole. Está sacando la hierba de algún sitio, ¿me sigues?

—Sí, claro, tío —dijo Den.

 Sonrió. Filba iba a lamentar profundamente haberse cruzado en el camino de Den Dhur. Podía escanear eso e ingresarlo en el banco.

10

S
olían provocarlo las cositas, los pequeños detalles. Esta vez fue una humana del laboratorio técnico riéndose en la mesa de al lado por algo que había dicho su acompañante. No fue una carcajada estridente, sino un sonido feliz, el de alguien que ha conseguido olvidar, por un precioso momento, la macabra realidad del Uquemer. De pronto, Jos se acordó de una niña de su colegio, la primera a la que había hecho reír. Sí, lo había conseguido dando saltitos de un lado a otro, fingiendo ser un seloniano que se ha quemado un pie, pero es que entonces tenían siete años.

Se quedó mirando la comida en la bandeja de metal dividida en varios compartimentos que tenía ante sí. Pese a saber que debía comer para no perder las fuerzas, le costaba despertar el apetito. Sí, la comida estaba bien. El revuelto de huevos de murcielalcón en polvo tenía una textura algo grimosa, pero los filetes de shroom no estaban mal, por ser un producto local. Aun así, no era una de las comidas más memorables de su vida.

Jos suspiró. De no ser por aquella guerra, estaría en casa, montando una clínica con su padre o quizá con alguno de sus tíos o tías, ya que en su familia había muchos médicos, además de varios cirujanos. Y, tras un difícil día en la sala de operaciones, volvería a su impresionante apartamento en la exclusiva zona de Playa Dorada en Coronet. Su esposa iría a recibirlo a la puerta; una compañera alegre, divertida y atractiva con la que compartiría su vida y su amor. Y puede que hasta niños...

La comida de la mesa perdió todo su encanto. Lo que quería hacer con aquellos valiosos minutos de tiempo libre era volver a su cubículo, reptar hasta el catre, echarse la fina manta de sintotejido por encima de la cabeza y dormir una semana seguida. Un mes. Lo que tardara aquella maldita guerra en acabar de una vez, para que él pudiese volver a casa.

Sí, era cirujano, y sí, no se podía cortar sin ver sangre, pero tener que estar hundido en ella hasta el tobillo. Cada día. Eso sí que era difícil.

Daba igual que casi todos los soldados fueran clones, todos sacados del mismo molde y programados para no temer a la guerra. Aunque no fueran individuos del todo, seguían sufriendo y muriendo, y los que no morían debían ser recompuestos por sus colegas y por él como fuera posible, haciendo milagros, cambiando un órgano por otro y parcheando heridas para que pudieran volver a sufrir. Y quizás hasta morir.

Había días en los que odiaba el talento que tenía en manos y nervios que le hacía posible cortar, plastipegar y curar. Igual si hubiera recibido alguna otra clase de formación, como genómica o biorrobótica, no se vería ahora en ese apestoso planeta. Por supuesto, prefería estar en un Uquemer, lejos del frente, que en el meollo. Después de todo, su programación genética no incluía la inmunidad al miedo. Pero lo que le gustaría era no estar allí de ninguna manera.

Jos pensó en Barriss Offee, en la atracción que había sentido al principio por ella. Menos mal que se había quedado en eso, se dijo, ya que estaba vedada. Pero el hecho de que ella no estuviera a su alcance no aliviaba mucho su soledad. Quería tener una compañera, alguien con quien mantener una intimidad, alguien a quien mimar. Pero para eso debería esperar a volver a su sistema natal.

Contempló melancólico el fondo de su té tanque, como si pudiera obtener alguna respuesta de los fragmentos de raíz que flotaban en el líquido turbio.

—Si sigues mirándolo tan fijamente, se evaporará.

Alzó los ojos y vio a Tolk ante él, con ropa de civil. La luz entraba por la puerta del comedor, detrás de ella, dibujando de forma parcial su silueta, pero no tanto como para que él no pudiera distinguir sus rasgos. Su mente se quedó en blanco excepto por un pensamiento:

¡Madre de ibbot! ¡Es preciosa!

No es que no se hubiera dado cuenta de que su enfermera jefe era humana y bastante atractiva; era obvio para cualquiera con ojos. Pero el mismo problema de la padawan podía aplicarse a Tolk: estaba vedada. Los vondars y los kersos, los clanes de su padre y su madre, eran enster de toda la vida; una filiación sociopolítica de larga tradición en la que también se había educado Jos. Gran parte del sistema de creencias enster se basaba en que no podía celebrarse matrimonio alguno, mucho menos consumarlo, con habitantes de sistemas planetarios ajenos al propio. Los fanáticos más extremos lo restringían aún más, negándose hasta a establecer cualquier filiación interplanetaria. Sin excepciones.

Sí, un joven podía salir del planeta, y sí, incluso el más conservador de los ensteritas podía hacer la vista gorda ante un hijo o una hija que estableciera alguna... alianza temporal con un “ekster”, o “extranjero”, pero una vez se volvía a casa, se debía dejar atrás los impulsos salvajes. No se llevaba a un ekster a casa para presentárselo a los padres. Sencillamente, no se hacía. A no ser que quisieras renunciar a tu clan y ser rechazado y repudiado por el resto de tu vida. Sin mencionar la vergüenza y el desprecio que recaerían sobre tu familia.

Todo eso le pasó por la cabeza a la velocidad de la luz. Esperó que no se le hubiera notado nada, dada la implacable habilidad lorrdiana para leer las expresiones y el lenguaje corporal. Tolk no era émpata, como Klo Merit, pero podía advertir y descodificar las más ínfimas pistas corporales sobre el estado de ánimo de casi cualquier especie.

—Tolk —dijo él—. Siéntate. Tómate un té. De hecho, quédate con el mío.

Tolk se sentó, le cogió la taza, dio un sorbito y le miró de cerca.

—¿Quién ha muerto?

—Aproximadamente la mitad de las tropas del ejército de la República, o eso parece últimamente.

—Mantenemos con vida al ochenta y siete por ciento de los que pasan por nuestra base.

Él se encogió de hombros. Ella dio otro trago al té.

—Vale, el trece por ciento sigue siendo demasiado. Pero podría ser peor.

Ella olía bien. Con un olor ligeramente intenso, pero fresco a la vez. No se había dado cuenta. Por supuesto, el fulgor de los ultravioleta de la sala de operaciones y los campos de esterilización solapados tendían a suprimir los olores, lo cual era bueno en general, teniendo en cuenta los gases que se escapaban cuando un vibroescalpelo atravesaba cavidades corporales.

—¿Qué es tan terrible, Jos?

Por un momento sintió la tentación de decírselo. ¿Qué es tan terrible? Que me siento solo, estoy lejos de casa y harto de tanta muerte. Estoy sentado junto a una mujer preciosa que me gustaría conocer mejor, pero mucho mejor; pero eso no tendría ningún futuro, y no soy de los que buscan una relación rápida, aunque en este preciso momento se me antoja una idea estupenda.

No le costó ningún esfuerzo imaginársela en su cama, con el pelo extendido sobre la almohada..., pero se dio cuenta enseguida de que ése no era el mejor camino a seguir. Así que, en lugar de decir la verdad, dijo:

—Es sólo que estoy cansado. Tengo los biorritmos disparados. Necesito unas vacaciones.

—Como todos.

Pero ella le miró, y por un segundo él supo que ella sabía con exactitud lo que se le había pasado por la cabeza.

Con exactitud.

~

Jos y Zan observaron la nave de suministros descender sobre las invisibles ondas repulsoras.

—Será mejor que hayan traído los biomarcadores —dijo Zan—. Los pedí hace medio año estándar. Un sarlacc de Tatooine mueve más deprisa las cosas por su sistema.

Jos se secó la frente y asintió, esperando a que bajara la rampa. Había pedido varías cosas que la base necesitaba desesperadamente. Tanques y fluido bacta, módulos de bioescáner, coagulina, neuroprenolina, cistato provotínico y otros medicamentos de primera necesidad... La lista era casi interminable. Pero una de las cosas más importantes del inventario eran más androides. Los pedidos eran sobre todo de FX-7s y 2-1Bs, pero también había solicitado un par de auxiliares de administración. Dos de los cuatro CZ-3s que había solicitado al principio habían sucumbido ante el óxido y el exceso de trabajo, y los otros empezaban a presentar fallos excéntricos de funcionamiento. Sospechaba que debido a las esporas.

La rampa bajó. Filba, por supuesto, ya estaba allí, inspeccionando el inventario y comprobando meticulosamente que se dejaba constancia de cada tira de sintocarne y de cada carrete de hilocromo. Los dos cirujanos, junto con varias enfermeras y ayudantes, observaron pasar los contenedores de plastiduro, intentando leer las listas de contenido fotoplantillado.

—¡Sí! Por fin me han traído los biomarcadores —dijo Zan con un silbido de satisfacción. Luego, su mandíbula tatuada se abrió de par en par—. ¿Cómo que sólo una caja? ¡No me va a durar ni un mes! Qué típico...

Jos también se mostró decepcionado al ver pasar el último contenedor rodando.

—¿Y dónde están los androides que pedí? —miró a Zan—. ¿Has visto salir algún androide? ¿O algo que se parezca a un androide?

Zan miró por encima del hombro de su amigo. Antes de que Jos pudiera darse la vuelta, escuchó una voz que decía:

—A mí me han dicho que me parezco a uno, señor —las palabras se articularon de forma precisa, con aquel tono hueco ligeramente mecánico que sólo podía proceder de un vocoder. Se dio la vuelta y vio a un androide en la rampa—. Claro que igual quien lo dijo sólo pretendía ser amable.

Jos miró al androide. Se parecía a uno de los modelos de protocolo que había por toda la galaxia. Si lo era, lo habían reformado un par de veces: el cableado no era del modelo estándar, si no recordaba mal. El acople de recarga también era distinto. La armadura de peltre tenía bastantes abolladuras. Jos miró de nuevo a Zan.

—Pido un modelo de oficina —dijo—. El que fuera, hasta un modelo CZ viejo. Y me mandan un androide de protocolo.

—Te vendrá bien en las elegantes cenas de Estado y las cumbres diplomáticas a las que te obligan a ir continuamente —dijo el zabrak muy serio.

—Sí, claro. No sé cómo he podido sobrevivir aquí sin mi propio androide adjunto.

El androide murmuró algo a sus espaldas que le sonó a “La suerte de los tontos, diría yo”.

Jos y Zan se volvieron para mirarlo.

—¿Qué acabas de decir? —preguntó Jos.

El androide volvió de su ensimismamiento, y aunque su rostro era una máscara metálica inexpresiva, Jos sintió que algo (¿miedo?, ¿resentimiento?, ¿ambas cosas?) asomó a su cara por un instante. Cuando el androide volvió a hablar, la voz carecía de sentimiento, incluso todavía más que en la mayoría de los modelos 3PO.

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