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Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar I: Médicos de guerra (14 page)

Phow Ji se acercó a los tres uno por uno, se agachó y cogió algo. La imagen se detuvo al agacharse junto al último.

—No sé lo que hizo al final —dijo Dhur—. Pero creo que llevaba algún tipo de trofeo. Los soldados separatistas emplean implantes sub-Q para identificarse, así que sería algún trozo de tela o... algo así.

Jos miró a su alrededor y supo que todo el mundo pensaba lo mismo. Ese “algo así” podría ser un galón o cualquier tipo de adorno, pero también podría ser un dedo o una oreja.

—El androide debió de quedarse sin batería en ese momento, porque eso es todo —Dhur miró a Jos—. ¿Se merece la invitación a una copa, doc?

—Se merece la invitación a varias —respondió Jos tranquilamente—. Todas las necesarias para olvidarlo.

—Mató a esos tres mercenarios —dijo Zan con rabia en la voz—. Con sus propias manos. ¡Podría enfrentarse a un consejo de guerra e ir a la cárcel por ello!

—No lo creo —dijo Dhur—. Eran mercenarios, que es como decir escoria galáctica, estaban en un campo de batalla y eran tres contra uno. A excepción de esta grabación, no hay testigos, y ¿quién se fiaría de un androide cámara enemigo? Todo el mundo sabe lo fácil que es falsear este tipo de cosas. Quizá lo hayan dejado allí con un propósito intencionado.

—Es un asesino a sangre fría —dijo Zan. Su voz sonaba ronca.

—En las guerras muere gente, capitán —dijo Dhur—. Si Ji les hubiera derribado a balazos nadie se habría impresionado lo más mínimo. ¿Soldados enemigos, en un campo de batalla, saqueando los cuerpos de nuestros muertos? Aunque los haya matado con sus propias manos, sé de muchos oficiales de la República que dirían: “¡Que le den un ascenso!” y le darían una medalla.

Zan apuró su copa y puso con cuidado el vaso sobre la mesa.

—Odio esta guerra —dijo—. Odio todo lo que tiene que ver con ella. ¿Qué clase de gente somos si vemos cosas de ese tipo y no montamos en cólera? ¿Qué dice eso de nosotros?

Nadie halló una respuesta para eso.

Zan se levantó lentamente porque había bebido lo suficiente como para sentirse inestable. Resultaba muy difícil de adivinar, pero Jos le conocía y lo notó enseguida.

—Me voy a la cama —dijo el zabrak—. No me despertéis hasta que acabe la guerra.

Cuando se hubo alejarlo, Dhur dio un trago a su copa.

—Aquí hay un notición, aunque dudo que pase la censura. Los ciudadanos que están en sus casas podrían encontrarlo... perturbador. —Hizo una pausa—. Tu amigo es demasiado sensible para estar aquí. Es artista. No se le dan bien las guerras.

—¿Y a quién sí? —preguntó Jos.

Dhur señaló a la imagen congelada del holoproyector.

—A algunos. ¿Dónde si no podrías golpear legalmente a alguien hasta matarlo y que además te paguen por ello?

~

De regreso a su dormitorio, Barriss pensó en la grabación que había visto. Era de noche, hacía bochorno, y los picotones y las polillas carroñeras revoloteaban alrededor de los faroles, proyectando sombras gigantescas y fantasmales. Una tormenta tardía retumbó en la distancia, sus rayos iluminando la oscuridad. La lluvia sería bienvenida si llegaba hasta allí, porque serviría para refrescar el aire pega Joso y asfixiante, y el tamborileo de las gotas sobre el tejado de espuma moldeada de su cubículo sería reconfortante. Lo cierto es que le hacía falta consuelo, algo que en Drongar escaseaba. Los planetas tropicales podían ser muy bellos, y los humanos eran tropicales por dentro, o al menos criaturas temperamentales, pero ella prefería planetas más fríos. Un paseo por la nieve era, para ella, mucho más reconstituyente que uno a pleno sol.

Su parte Jedi se había sentido impresionada por la eficacia de Phow Ji como luchador. Sus movimientos eran fluidos y potentes. Podía ser un enemigo realmente formidable contra un oponente que no contara con la ayuda de la Fuerza.

Pero la parte de su ser que yacía bajo su formación Jedi se sentía asqueada por la violencia del acto. Había sido un asesinato, porque era obvio que los tres mercenarios no habían tenido mucha posibilidad de vencer a Ji. Incluso siendo tres hombres armados contra uno desarmado, las posibilidades estaban decantadas a su favor. Y, por supuesto, él lo sabía.

¿Cuántos trofeos tendría colgando de la pared? No es que quisiera saberlo, pero una parte de su ser sentía curiosidad. Una vez, en el Templo, había oído a Mace Windu contar a un grupo de estudiantes que matar era fácil. Bastaba una estocada de sable láser. Pero vivir sabiendo que habías matado a alguien podía cambiarte para siempre. El Maestro Jedi tenía razón. Ella se sentía cambiada. Matar no era algo que se hacía a la ligera, no si se tenía compasión o un mínimo de decencia moral o código ético. A veces, un Jedi se veía obligado a iniciar un ataque que acabaría con el contrincante derribado, pero para proteger a un inocente o protegerse a sí mismo, en pro de la justicia y de la supervivencia. Pero el que fuera necesario no implicaba que no vieras rostros en tus sueños, ni que escucharas en el silencio de la noche los gritos de dolor de los caídos. ¿Cómo podía una persona con algo de humanidad cazar deliberadamente a unas víctimas y matarlas con sus propias manos, paro luego llevarse trofeos y poder recordar aquello?

¿Pero es que ocaso podía olvidarlo?

La Fuerza te permitía ser un gran luchador, pero también mitigaba los impulsos violentos. Cuando sabías de lo que eras capaz con un sable láser, cuando te dabas cuenta de lo letal que eras, te calmabas. El poder hacer algo no significaba que debieras hacerlo...

Ella negó con la cabeza. Phow Ji era un asesino, un ser que buscaba y disfrutaba la violencia, y daba igual si lo hacía por desafío personal o por placer. Era enfermizo. Si conseguía llegar a la mente de ese hombre, conducir la Fuerza hasta su psique, igual podría curarle de su enfermedad.

O contagiarse.

Ella volvió a negar con la cabeza, esta vez para rechazar sus propios pensamientos. La presión constante de aquel lugar, la intensidad del trabajo, el no poder descansar de verdad... Todo eso le estaba pasando factura. Definitivamente, un Jedi preocupado porque la Fuerza no puede protegerlo contra un matón entrenado necesita descansar. Tenía que meterse en la cama y dormir... Lo necesitaba.

El trueno resonó en la distancia con más intensidad. Bien. Puede que la lluvia se llevara esos oscuros pensamientos, junto con las esporas y la podredumbre del aire...

15

D
eshacerse del cuerpo a bordo del MedStar debía haber sido sencillo. Una pequeña sangría con una vibrocuchilla industrial, una excursión a la estación vertedera con una bolsa impermeable algo cargada, y ¡hatoo! Mathal, el humano muerto, pasaría a ser basura, indistinguible del resto de los desperdicios que se recogían de los contenedores y se lanzaban al espacio. Pero Bleyd sabía que no le convenía que un agente de Sol Negro desapareciera en circunstancias misteriosas, sobre todo cuando se podía seguir su rastro hasta la nave de Bleyd. Sospecharían de él automáticamente, esta vez con razón, y lo que menos deseaba era atraer miradas suspicaces de Sol Negro.

El problema era que no contaba con ningún pelota de confianza que pudiera ayudarlo. Los soldados debían lealtad a la República, y no a su persona. Los módulos cognitivos de los androides podían ser sondeados y retener impresiones residuales hasta después de una reprogramación intensiva de sus bancos de datos. Parte del personal de la nave podía ser sobornable, pero no había forma de saber si seguirían siendo leales después del pago.

Lo que significaba que todo lo que debía hacer tendría que hacerlo él mismo.

Por suerte, había meditado sus actos con tiempo y con detalle. Sólo le quedaba llevar a cabo el plan. Conllevaba algún riesgo, pero Bleyd pensaba que podía hacerse, si se prestaba la suficiente atención a cada elemento.

Lo primero que hizo el almirante fue curarse, porque Mathal había sido lo suficientemente hábil como para herirlo con el cuchillo. Bleyd sabía que era algo que podía pasar. Sólo un tonto podía creer que existía alguna posibilidad de librarse de un corte al enfrentarse a alguien con un cuchillo. En su caso, el daño no era grave: dos cortes largos y superficiales en el antebrazo derecho. La presión de su pulgar durante unos minutos en el nervio adecuado detuvo momentáneamente la sangre, y un poco de sintocarne hizo el resto.

Una vez atendidas sus heridas, Bleyd introdujo el cadáver de Mathal en una de las cámaras de carbocongelación de la sección de cuarentena y selló el cuerpo en un bloque de carbonita rectangular lo bastante grande como para no dar pistas de su contenido. Luego imprimió un holosello para el bloque, indicando que contenía un conjunto de conversores enzimáticos de cosecha defectuosos. El procedimiento normal era sellar para su transporte componentes catalíticos que pudieran ser volátiles y activos. Luego, con la ayuda de un generador antigravedad, lo trasladó por el ascensor de servicio al contenedor de basura del hangar de carga de popa.

En teoría, podía haber enviado al agente muerto a un almacén químico para que lo almacenaran. Por una mensualidad miserable, el bloque de carbón densamente entrelazado y los átomos de Tibanna conteniendo los restos de Mathal se quedarían allí para siempre, sin ser molestados o inspeccionados.

Pero el cuerpo en sí carecía de importancia. Lo difícil sería convencer al escéptico Sol Negro de que su agente humano había salido de la nave de Bleyd en su propio transporte, y que luego había sido destruido por fuerzas que nada tenían que ver con Bleyd.

Esa parte sí que sería complicada, porque todo el mundo en la nave conocía de vista al almirante Bleyd, o, de no contar con la bendición de ese sentido, lo conocía de olfato, gusto, tacto u oído. Bleyd tendría que disfrazarse para poder continuar con su plan.

Había meditado mucho ese aspecto, llegando a la conclusión de que era preferible un camuflaje sencillo a uno más elaborado.

Regresó a su dormitorio, metió en una maleta pequeña una túnica larga y blanca con capucha, y un velo osmótico que ocultaría completamente sus rasgos. El hábito era exactamente igual que los que llevaban los miembros de la casta meditativa, que se hacían llamar Los Silenciosos. Era frecuente encontrar unos cuantos Silenciosos a bordo de las naves médicas grandes, ya que la misión universal de la Orden era ayudar a enfermos y heridos. Nunca hablaban, ni siquiera entre ellos. Comían en privado y llevaban las capuchas puestas en público, ocultando en todo momento su identidad. Unos días antes, Bleyd había puesto subrepticiamente microtransmisores en su comida. Eran dispositivos mínimos, de tamaño de un grano de arena, que le permitían seguir los desplazamientos de los pocos Silencioso que había a bordo, al menos durante un tiempo. No se encontraría con ninguno de ellos por casualidad, y nadie podría percibir quién se ocultaba bajo la túnica.

El aseo situado junto a la biblioteca estaba vacío, y era de los pocos no sometidos a la vigilancia de las cámaras. En el servicio entró el almirante Bleyd, y salió un miembro sin nombre ni rostro de la secta de los Silenciosos.

Ninguno de los seres que se cruzó por el hangar de estribor hizo mucho más que saludarle con una inclinación de cabeza o con una sonrisa, y él, por supuesto, no dijo nada. Caminaba con una ligera cojera, consciente de que era más alto que la mayoría de los Silenciosos que había visto en la nave.

Los Silenciosos carecían de los códigos y las tarjetas de las puertas de seguridad cerradas, pero el almirante Bleyd sí. De esa parte tendría que ocuparse luego: todas las grabaciones de seguridad tendrían que alterarse o borrarse para no dejar nada que pudiera ser encontrado ni en la más cuidadosa de las búsquedas. Aunque no habría tal búsqueda porque no existía motivo para ello, alguien podría recordar a un Silencioso atravesando una de esas puertas, pero era poco probable que alguien preguntara alguna vez por ello. Y, de ocurrir, no habría forma de relacionar la figura encapuchada con Bleyd. Estaba cubierto.

Sonrió al pensar en aquello mientras caminaba sin prisa hacia su tarea. Porque estaba cubierto, ¿verdad? El velo osmótico dejaba entrar el aire libremente y le ofrecía una visión total, pero nadie podía verle a él. Era una sensación agradable. Se encontró disfrutando con la novedad de ser anónimo.

Mathal había recibido indicaciones de estacionar su pequeño girador KDY en el rincón más oscuro y menos frecuentado de la cubierta de subvuelo, donde la luz se había apagado momentos antes, cortesía de un pequeño temporizador que, no por coincidencia, había quedado vaporizado por la llamarada eléctrica que apagó la lámpara. La nave tenía permiso del comandante para despegar en cualquier momento.

Bleyd sonrió de nuevo al acercarse al transporte. Sí, todo estaba pensado. La clave para una caza fructífera era la preparación adecuada. Si conocías tu destino antes de dar el primer paso, podías ahorrarte muchas incomodidades.

Una vez dentro de la nave, informó a los controladores de que deseaba marcharse, y le dieron permiso inmediato. Guió la nave por entre las puertas dobles de presión, hacia la rampa de lanzamiento, esperó la luz verde y salió al espacio.

Ahora llegaba la parte difícil.

Tenía que calcular bien el tiempo para poder salirse con la suya. Se lanzó en picado por debajo de la quilla multicubierta de la fragata médica y se dirigió hacia la popa, lo suficientemente cerca del casco como para no ser detectado por los sensores. Pasó a toda velocidad junto a unas pocas ventanas abiertas y sonrió. Cualquiera que estuviera mirando al exterior se habría llevado un susto considerable al verlo pasar tan cerca. Pero eso, en teoría, era bueno. Si a alguien le daba por hacer preguntas, cosa poco probable, habría testigos de lo temerario que había sido el piloto de Sol Negro.

Sí, yo le vi. ¡Maldito loco, pasó tan cerca que estuvo a punto de romper el ventanal de babor!

Mientras se dirigía al contenedor de desperdicios de popa, Bleyd empezó a sellar la túnica. Bajo ella llevaba un mono de evacuación de emergencia, además de sellos en guantes y botas, una capucha de flexicris y una cobertura para la cara. El tanque de aire de emergencia tenía cinco minutos de oxígeno, y los monos de evacuación de emergencia estaban pensados para funcionar dentro de una nave durante una pérdida repentina de oxígeno, lo justo para poder llegar a una sección presurizada o a un traje completo de evacuación. Pero cinco minutos eran más que suficientes, siempre que todo saliera según lo previsto.

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