Read Medstar I: Médicos de guerra Online
Authors: Steve Perry Michael Reaves
Jos se dio cuenta de que Tolk le miraba: ella le había pillado contemplando a la Jedi. Le devolvió la mirada y ella sonrió, burlona. Él le devolvió la sonrisa, algo avergonzado. Era inútil querer ocultar a Tolk lo que pensaba. Era una lorrdiana y podía leer el lenguaje corporal de cualquiera como si fuera un holo gigante. Era casi telepatía.
Jos se encogió de hombros. Sólo es curiosidad, pensó, y vio que la enfermera arqueaba una ceja como diciendo: “Ya, ya...”.
Sintió una oleada de leve vergüenza al volver a mirar a Barriss. Al ser una Jedi, o que se entrenaba para serlo, igual las conexiones con la Fuerza le habían avisado de que él se había fijado en ella.
Jos había quedado muy impresionado viendo a la Jedi en acción en la SO. Sus manos trabajaban rápidamente y con seguridad, manejando escalpelos láser y mini campos de presión, cauterizando arterias y hasta ayudando a trasplantar un riñón. Si había utilizado los poderes de curación que se rumoreaba le concedía la Fuerza, Jos no lo había visto, pero lo cierto era que él también había estado muy ocupado.
No sabía gran cosa de la Fuerza, ni siquiera cómo buscarla, ya que ese conocimiento se suponía reservado a los Jedi. Por supuesto, era consciente del potencial existente en la conexión entre cuerpo y mente, pero su talento no estaba orientado en esa dirección. Era cirujano: sabía cortar y empalmar las entrañas de una docena de especies, incluida la propia. Ése era su talento, su don, y era muy bueno en ello. Tan bueno que a veces casi se aburría con las reparaciones de fontanería rutinaria que debía hacer casi siempre con los clones. No solía perder ninguno en la mesa de operaciones, y no solía sentirlo demasiado cuando eso ocurría por una infección, alguna contusión oculta u otra sorpresa desagradable. Los médicos solían volverse insensibles hasta en las guerras libradas por individuos. Y uno se volvía todavía más insensible cuando el siguiente paciente que se ponía en sus manos era exactamente igual al anterior.
La verdad es que a veces hasta se confunden entre sí...
Eso le había molestado al principio. Ahora estaba acostumbrado. Al fin y al cabo, todo el mundo sabía que los clones no eran realmente individuos en el estricto sentido del término. Su pensamiento estaba tan estandarizado como su somatotipo, para que fueran más eficaces en el combate. Nadie había oído hablar de un soldado presa del pánico ante el fuego o abandonando a sus camaradas en el frente. Esas cosas simplemente no pasaban, gracias a unos sutiles ajustes de comportamiento programados a gran escala en la amígdala y otros centros emocionales del cerebro. Jos no estaba seguro, ya que no había tenido la posibilidad de realizar pruebas al respecto, pero sospechaba que también les habían ajustado los niveles de serotonina y dopamina, haciéndolos más temerarios y agresivos. Lo importante era que un clon era prácticamente igual que otro, y no solo en su aspecto.
Tampoco es que fueran unidades intercambiables de una mente colmena. Jos había visto signos de individualidad, pero sólo en áreas que no interferían en su capacidad de combate o en su lealtad a la República. Eran verdaderos soldados universales, genéticamente manipulados para luchar sin miedo a la muerte o pena ante la muerte de sus compañeros. Y eso los convertía en guerreros más eficientes, desde luego, pero también impedía que se los considerara seres orgánicos únicos. En ocasiones había oído a alguien referirse a ellos como “androides de carne”... un término que no le gustaba mucho, pero muy apropiado como descripción.
—¿...Verdad, Jos?
Jos pestañeó, dándose cuenta de que Zan le había preguntado algo, pero no tenía ni idea de lo que era. Miró a Zan, Barriss y Dhur. Estaban en una pequeña elevación cubierta por esa pálida sustancia rosada que era el césped en Drongar. Se había alzado una ligera brisa, pero apenas conseguía paliar los efectos del calor. La túnica de la Jedi se agitó por un momento y Jos pudo ver que el cuerpo que había bajo ella no estaba nada mal..., pero nada mal.
—Oye, compañero —dijo Zan sonriendo—. ¿Por qué no sales del hiperespacio y vuelves un rato con nosotros?
—Disculpa —subió la colina rápidamente para ponerse a su lado, junto a Dhur y Barriss—. ¿Cuál era la pregunta?
—Me preguntaba si esa tormenta no sería el inicio de la temporada de monzones —dijo Dhur.
—No hay un inicio —dijo Jos—. Porque nunca acaba. Todo el planeta es así menos en los polos.
Jos pensó que Dhur no podía abrir más los ojos, pero aquella última frase le demostró lo contrario.
—¿Me estás diciendo que esto es así siempre?
—Sí —dijo Zan.
—La verdad es que hace un día estupendo —dijo Tolk mientras se acercaba al grupo—. De momento, sólo ha habido una tormenta.
Al Este resonó un trueno lejano. Se giraron y pudieron ver una nueva tormenta gris oscuro fraguándose en el horizonte.
Jos miró a Tolk.
—Ya deberías saber que no hay que decir esas cosas...
~
La segunda tormenta arreció a medianoche, aunque los cielos permanecieron nublados. Drongar no tenía una gran luna, por lo que a Barriss, parada junto a una de las puertas de los barracones de oficiales, le sorprendió ver chozas y suelo iluminados por una pálida luz que alternaba entre tonos verdosos, perla y turquesa, como si las nubes fueran noctilucentes.
—Son las esporas —le dijo Zan. Ella no se sobresaltó. Gracias a la Fuerza había sentido su cercanía antes de poder verlo—. Algunas vetas brillan en la oscuridad —prosiguió él—. Las nubes les sirven de telón de fondo. Seguro que creías que la lluvia las barrería del aire.
Ella asintió. Las bandas de cambiante luz que giraban por encima de sus cabezas eran más impresionantes que muchos arcos iris y auroras que había visto en planetas bastante más hospitalarios.
Resultaba agradable saber que hasta en Drongar podía encontrarse algo de belleza.
—Lo cierto es que es mucho más bello que el cielo nocturno —dijo Zan—. Estamos tan alejados del Núcleo que no se ven muchas estrellas. Y la espiral ni siguiera se ve desde este hemisferio. —Él sonrió—. Ni siquiera tenemos una luna llena bajo la que pasear cogidos de la mano.
Casi por reflejo, ella tanteó ligeramente el aura de Zan mediante la Fuerza, pero no halló en él nada que no fueran intenciones amistosas. Barriss le devolvió la sonrisa.
—¿Tenías luna en...?
—Talus. No, teníamos algo mucho más espectacular. Tralus, nuestro planeta hermano.
—Ah. Los Planetas Dobles del Sistema Corelliano. Dos planetas orbitando el uno alrededor del otro mientras giran alrededor del sol.
Zan asintió impresionado.
—Conoces nuestra cartografía galáctica.
—Sería un desastre de Jedi si no la conociera.
Él miró a Barriss un momento. Ella podía oír los sonidos nocturnos que los rodeaban: el zumbido de las polillas carroñeras, el silbido de un androide a realizar sus tareas y, a lo lejos, alguna descarga ocasional de armamento energético y el chasquido agudo de los lanzacartuchos. Barriss podría haber pensado que imaginaba esos sonidos, pero podía a sentir claramente las reverberaciones de la muerte y la destrucción a través de la Fuerza.
—¿Y quién eras antes de entrar en la Orden? —preguntó Zan.
Ella dudó antes de contestar.
—Nadie. Me llevaron al Templo de pequeña.
—¿Nunca has intentado contactar con tus padres, encontrar tu planeta natal...?
Barriss apartó la mirada.
—Nací en un crucero en el espacio profundo. Se desconoce la identidad de mis padres. Y para mí no hay otro planeta natal que Coruscant.
—Disculpa, padawan Offee —dijo Zan suavemente—. No pretendía ser indiscreto.
Ella se volvió y le sonrió.
—Soy yo quien debe disculparse. No hay excusa para la mala educación. Como dice el Maestro Yoda: “Si con rabia respondes, avergonzado quedas”.
—¿Es tu instructor?
—Yo no soy su padawan; mi Maestra es Luminara Unduli. El Maestro Yoda es uno de los miembros más respetados del Consejo. —Hizo una pausa antes de añadir—: Ha sido el mentor de casi todos los Jedi que componen actualmente la Orden. Uno de sus estudiantes, para su gran decepción, dejó la Orden y se pasó al Lado Oscuro de la Fuerza.
—Yo no tengo hijos —dijo Zan—, pero espero que eso cambie cuando consiga salir de este pedrusco encharcado. Supongo que perder así a un alumno debe de ser casi tan malo como perder un hijo.
Ella asintió.
—Espero que algún día, cuando esta guerra toque a su fin, él pueda volver a formar alumnos. Tiene mucho que ofrecer.
—Y tú también, padawan Offee —Zan bostezó y se volvió hacia la puerta—. Voy a intentar dormir un poco mientras pueda. Tú deberías hacer lo mismo; si tenemos suerte, puede que mañana no sea mucho peor que hoy.
Desapareció en el interior. Barriss se demoró un poco más, pensando.
Ella había evitado las preguntas sobre su camino cambiando el tema de conversación. ¿Por qué?, se preguntó. No lo sabía. No tenía nada que ver con la misión, y no se avergonzaba de sus orígenes. Quizá fuera por la novedad, por volver a estar en un mundo diferente.
Alzó la mirada y contempló las esporas luminosas. Había especies y culturas que creían que las almas viajaban por las estrellas, saltando eternamente de un cuerpo celeste a otro. Y aquellas vetas luminosas del firmamento casi podían ser tomadas por algo así.
Entonces se dio cuenta de que otro conjunto de esporas se abría paso entre las nubes: una banda carmesí. Se entretejió con otros colores más sutiles, agrandándose a buen ritmo. Sería el color dominante cuando llegara el alba, pensó.
Barriss dio media vuelta y entró en los barracones antes de ver otras vetas ahogándose ante la encarnada.
B
arriss Offee estaba sentada en el comedor, desayunando magdalenas de trigada, sirope de poparbol y tiras secas de alga, cuando percibió una perturbación en la Fuerza. Era una energía de combate inminente, algo que ella había aprendido a reconocer. Se detuvo un momento e intentó concentrarse en una sola dirección.
—¿Pasa algo? —dijo Jos, que tomaba a sorbitos una taza de parichka en la mesa de al lado.
Ella se giró para mirarle.
—Dijiste que estábamos a cierta distancia de nuestro frente, ¿verdad?
—Sí, ¿por qué?
—Porque se está produciendo algún tipo de enfrentamiento no muy lejos de aquí.
El cirujano miró su crono.
—Ah. Igual es el partido de teräs käsi. ¿Quieres echar un vistazo?
Las lluvias nocturnas se habían llevado parte del polen cáustico y las esporas flotantes, pero el aire de la tarde seguía teniendo un toque ácido y pútrido que ella percibió a medida que Jos la guiaba fuera del recinto. A unos cientos de metros de allí, en un pequeño anfiteatro natural creado por la erosión en la roca, había unas veinte o veinticinco personas. Soldados en su mayor parte, aunque Barriss también vio unos cuantos humanoides de diversas clases, Estaban sentados o de pie en el basto semicírculo formado por las rocas, contemplando ansiosos el espectáculo que iba a tener lugar. Se oyeron unos cuantos gritos de júbilo, pero por lo general la multitud guardaba silencio.
En el suelo del anfiteatro había una plataforma grande de espuma nebulizada, con dos humanos sobre ella. Los hombres estaban desnudos hasta la cintura y vestían taparrabos y mocasines de piel. Ambos parecían estar en buena forma, aunque no eran especialmente grandes o gruesos. Uno era bajo, de pelo oscuro y moreno, con fuertes músculos en pecho y hombros. El otro era alto y esbelto, casi rubio, con varias cicatrices en los brazos. Las cicatrices no parecían rituales; si seguían algún patrón, Barriss no podía distinguirlo. Pero su forma las delataba como marcas de cuchillo.
Barriss sintió otra oleada de la Fuerza y se dio cuenta de dónde procedía la perturbación.
—Son instructores de combate cuerpo a cuerpo —dijo Jos mientras se acercaban—. El de menor estatura se llama Usu Cley, es de Uquemer-5, que está noventa kilómetros al sur de aquí. Cley fue campeón de la Novena Flota en la categoría de masa media por dos años consecutivos. Le he visto luchar un par de veces: es muy bueno. El otro es nuevo. Sustituye al instructor de nuestra unidad, que la semana pasada voló por los aires por un androide suicida. Todavía no le he visto actuar. ¿Te gusta el juego, Jedi Offee? No empezarán hasta dentro de unos minutos. Podrías sacarte unos créditos. Las apuestas están dos contra uno a favor de Cley.
La Fuerza volvió a revolverse en su interior, devolviéndole una definida sensación de amenaza, y sin duda procedía del luchador rubio.
—¿Cómo se llama el nuevo?
Jos frunció el ceño, intentando hacer memoria.
—Pow... Fow... algo...
—¿Phow Ji?
—Sí. ¿Lo conoces?
—¿Has apostado algo?
—Diez créditos por Cley.
Barriss sonrió. Jos se quedó desconcertado.
—¿Qué pasa?
Se detuvieron en una de las elevaciones desde las que se veía la zona de entrenamiento. Los dos luchadores se acercaron al centro de la tarima. El árbitro, un gotal, se puso entre ellos y les dio instrucciones. No tardó mucho. Parecía valer casi todo, menos matarse.
—Hace un par de años hubo un torneo de teräs käsi en Bunduki, que, como sabes, es donde nació esta disciplina —dijo Barriss—. En la final, un Caballero Jedi, Joclad Danva, se enfrentó al campeón local.
—¿Un Jedi? ¿Contra un nativo? Eso no parece muy justo.
—Danva tenía el singular talento de poder desvincularse de la Fuerza en ocasiones. Nunca utilizó la Fuerza en los enfrentamientos. Sólo sus habilidades personales, que eran considerables. Era un virtuoso de los sables láser gemelos, uno de los pocos seres que ha llegado a dominar la técnica Jar’Kai. He visto holos suyos; era un luchador excepcional. Estaba a la altura de casi cualquier otro Jedi.
—¿Y...?
—Y cayó derrotado en el combate de Bunduki.
Jos arqueó una ceja y apartó la vista de la chica, dirigiéndola hacia los hombres de pecho descubierto que había sobre la plataforma. El árbitro se apartó, y los luchadores asumieron las posiciones de ataque.
—No —dijo él.
—Sí. El Maestro Danva fue vencido por el campeón local de teräs käsi, Phow Ji. Vuestro nuevo instructor de combate.
Jos suspiró.
—Entiendo. Bueno, sólo son créditos. Y tampoco es que haya mucho que comprar por aquí...
Ante sus ojos, los dos luchadores se rodearon el uno al otro, observándose. Cley se mantuvo en todo momento ofreciendo el lado izquierdo a su oponente, con las piernas separadas en una pose de jinete de bantha, la mano izquierda elevada, la mano derecha baja, los puños relajados.