Read Medstar I: Médicos de guerra Online
Authors: Steve Perry Michael Reaves
Ya tenía delante la escotilla de desperdicios. Bleyd accionó el control remoto y la escotilla se dilató. Un segundo control remoto activó la unidad antigravitatoria del bloque de carbonita y la expulsó fuera de la escotilla.
Con mano experta, porque era un buen piloto, Bleyd llevó el girador a una velocidad equivalente a la del pedazo de carbonita que flotaba lentamente, y empleó un brazo mecánico para cogerlo y tirar de él hacia su nave. Inmovilizó el brazo.
Respiró hondo. Esta parte no sería agradable, pero no podía demorarla. Selló el traje de evacuación, activó el flujo de aire y abrió la nave. Luego salió de la cabina, se colocó en dirección a la escotilla abierta del vertedero y se propulsó hacia ella.
Teniendo en cuenta que la posición orbital del MedStar lo situaba en ese momento sobre la cara no iluminada de Drongar, hacía mucho frío, un frío intenso y cortante que traspasó su ropa y su mono en mil agujas de nitrógeno congelado. Ignoró la baja temperatura y se negó a aceptar la parálisis que amenazaba con filtrarse en su sistema. En su interior bullía la energía y la fuerza de mil generaciones de cazadores; una armadura tejida con el ADN de sus antepasados. Su resolución era muchísimo más fría que el vacío por el que estaba flotando.
Su objetivo estaba a poquísima distancia, y consiguió asirse a la escotilla. Empezó a caer en cuanto estuvo en el campo de gravedad de la nave, pero eso ya se lo esperaba, y aterrizó de pie, bien equilibrado. Un manotazo a la manivela de la escotilla, y ésta se contrajo y se cerró. La temperatura de la cámara, incluso estando despresurizada, era notablemente más cálida que la del crudo vacío del exterior.
Activó el ciclo de presurización y se acercó al ventanal para mirar la nave de Mathal, mientras activaba el control remoto. El motor iónico del girador se encendió, y la pequeña nave, con su carga de carbonita firmemente agarrada, se dirigió silenciosa hacia el espacio.
Bleyd se quedó mirando un momento. Tenía la ruta programada, así que ya no le quedaba mucho más que hacer por el momento.
Quitó el sello del traje de evacuación y se aproximó al cierre interior de la puerta. En cuestión de minutos, una nave no identificada violaría el espacio orbital de los separatistas, al otro lado del planeta. La nave no respondería ni se desviaría de su ruta. Se le harían advertencias y, finalmente, las baterías separatistas abrirían fuego, haciendo pedazos la nave.
Y Mathal, representante de Sol Negro, también quedaría vaporizado, y nadie sabría nunca que ya estaba muerto antes de que eso ocurriera, porque la explosión termonuclear que destruiría el girador no dejaría restos suficientes del bloque de carbonita ni para llenar la oreja de un picotón. Pero sí dejaría los suficientes residuos moleculares como para establecer que un cuerpo humano, posiblemente humanoide, se había vaporizado junto con la nave.
Nadie se sorprendería mucho. Las reglas de la guerra prohibían que un bando atacase a la fragata médica orbital del otro bando, pero no había nada que le prohibiera defenderse de una invasión.
Tras quitarse la túnica y el mono para cambiarse y ponerse un uniforme limpio, que había dejado previamente allí, Bleyd se puso manos a la obra. No era un maestro en fugas, pero sí lo bastante hábil en el arte del disfraz como para salir airoso de todo aquello. Cuando apareciesen los de Sol Negro, cosa que acabarían haciendo, y cuando le preguntasen qué había sido de Mathal, cosa que acabarían preguntando, seguro que podría superar la prueba del escáner de la verdad si articulaba correctamente su respuesta.
¿Mathal? Se marchó en su nave, pero irrumpió en el espacio separatista por alguna razón. Lo derribaron. Fue lamentable, pero, después de todo, estamos en zona de guerra, y Mathal no debía de tener los permisos adecuados...
Todo lo cual era técnicamente cierto.
Habría registros en los sistemas de la nave que lo demostrarían. Registros de los controladores, de los sensores, puede que hasta un testigo ocular o tres que vieron pasar la nave, obviamente pilotada por un idiota, dado lo cerca del casco que había pasado...
Y nada que indicara otra cosa.
Por supuesto, era una tregua temporal. Tarde o temprano, Sol Negro querría reimponer sus exigencias, pero Bleyd ya tendría otro plan para entonces. Igual utilizaba a Filba para ganar más tiempo. En cualquier caso, seguiiría traficando con bota y amasando su fortuna...
B
arriss jamás habría buscado una confrontación con Phow Ji. Los Jedi se entrenaban para negociar conflictos, no para buscarlos en caso de no existir razón de fuerza mayor. Lo que había visto de las acciones de Ji en el campo de batalla era, en su opinión, censurable, pero la misión que le habían encomendado no era de seguridad militar. Su trabajo no consistía en reclamar una compensación por la muerte de mercenarios.
Pero a la mañana siguiente, cuando se adentró en la relativamente fresca luz del amanecer para realizar sus estiramientos matutinos, el luchador bunduki apareció y se la quedó mirando.
—Hoy has madrugado, ¿eh, Jedi? —Su voz siempre parecía tener un tono burlón. Ella ni se molestó en responder al comentario obvio, y se limitó a seguir con sus ejercicios—. No pareces estar en mala forma —comentó él—. Me congratula ver que no utilizas tu “magia” para todo.
En lo que respectaba a Barriss, seguía sin haber motivo alguno para iniciar una conversación. Estaba sentada en el suelo húmedo, con las piernas completamente abiertas. Primero se agachó sobre una rodilla, presionando la mejilla contra el muslo, y luego hizo lo mismo hacia el otro lado, sintiendo cómo los tendones y los músculos interiores se calentaban por el esfuerzo.
—No sabía que los Jedi hacían votos de silencio —dijo. Su voz era cortante, y en ella subyacía un filo acerado.
Ella se levantó y estiró los brazos por encima de la cabeza.
—No los hacemos —dijo ella, flexionándose para poner las palmas de las manos en el suelo con las piernas estiradas—. Hablamos cuando tenemos algo que decir, no para escuchar nuestra propia voz.
—Estás enfadada. Tenía entendido que los Jedi mantenían sus emociones bajo control —Ji sonrió—. ¿Ha sido por algo que he dicho?
Su tono era burlón.
Barriss se incorporó, se apartó de la cara un mechón de pelo sudado y se giró para mirarle de frente.
—No. Es por algo que has hecho. Asesinaste a tres mercenarios.
Si eso sorprendió a Ji, su rostro no lo demostró. Le dedicó una sonrisa breve y débil.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Alguien encontró un androide cámara estropeado. Está todo grabado.
—¿En serio? Me encantaría verlo.
Ella percibió el interés en su comentario. Y no necesitaba emplear la Fuerza para verlo.
—¿No te bastó con llevarte un trofeo?
Ji hizo un gesto que probablemente pretendía restarse importancia.
—Bueno, sólo veo las cosas desde mi punto de vista. Una holograbación de otros ángulos me sería útil a la hora de criticar mis propios movimientos. Además, tengo una pared llena de trofeos. ¿Pero un holo? Eso sí que sería una novedad.
Barriss negó con la cabeza.
—Te da exactamente igual, ¿verdad?
—¿El qué?
Él la tentaba, y ella lo sabía. Sé siempre consciente de la Fuerza viva, fue el consejo de Qui—Gon Jinn. Era pequeña cuando el Maestro murió en la batalla de Naboo, pero seguía recordando aquello, Una de las primeras nociones de sabiduría Jedi que se le había ofrecido. Estás por encima de esto, se dijo. Pero no pudo evitar responderle.
—El haber golpeado a tres seres hasta la muerte.
Él pareció sorprenderse.
—¿Es así como lo ves?
—¿Hay otra forma de verlo?
Ji sonrió y abrió las manos con gesto inocente.
—Yo estaba desarmado, y me enfrentaba a tres hombres, en un campo de batalla en plena guerra, mi querida padawan. Sólo empleé las habilidades por las que me pagan. Soy un soldado. No se considera asesinato matar al enemigo.
Barriss dejó sus estiramientos. Se puso en pie, cruzó los brazos sobre el pecho y miró al maestro bunduki.
—Eres un luchador experto, y tus manos y pies pueden ser tan letales como una vibrocuchilla o un bastón aturdidor —le dijo—. Esos hombres estaban tan indefensos ante ti como si hubieras disparado un láser contra ellos. Fingir cualquier otra cosa sería menospreciarme.
—¿Me estás llamando mentiroso, Jedi?
Esta vez, el tono de peligro en su voz era inconfundible. Eso es exactamente lo que quiere que hagas. Ignóralo. Vete.
Ella le miró fijamente.
—Sí.
Él sonrió de nuevo, cruel, triunfante.
—Semejante acusación se presupone acompañada de la voluntad de reafirmarla. ¿Qué te parecería medir la eficacia de tu Fuerza mística contra mis habilidades?
Con suma dificultad, Barriss mantuvo su ira bajo control y la boca cerrada. Conjuró en el ojo de su mente la imagen de la Maestra Unduli con gesto de desaprobación. Le ayudó, un poco. En cuanto abrió la boca supo adónde le llevaría eso; sabía que no era el camino correcto. Pero ahí estaba...
De repente, él se echó a reír.
—Justo lo que pensaba. Vencí a uno de vuestros Caballeros Jedi en combate cuerpo a cuerpo y ahora no sería justo por mi parte meterme con una pequeña padawan, ¿no? Disfruta de tus ejercicios, Jedi.
Se giró con gesto de desprecio y empezó a alejarse.
Barriss no pudo evitarlo. Alzó la mano, se concentró, y cerró el puño.
Cuando Ji dio otro paso, el tiempo pareció ir más despacio para Barriss. El pie izquierdo de Ji avanzó, y mientras se acercaba al derecho, su bota se giró hacia dentro, sólo unos pocos grados... lo justo como para darse contra el talón de la bota delantera.
Tropezó.
Un hombre de menos habilidad podría haber caído de bruces contra el suelo mojado. Y pese a saber que eso no estaba bien, Barriss hubiera disfrutado con aquella visión.
Pero mientras caía, Ji se colocó en posición fetal, con un brazo flexionado y la mano ligeramente hacia dentro, para que su movimiento pareciera una acción deliberada. Cayó, rodó sobre el brazo, el hombro y la espalda, se levantó y girando un poco describió un movimiento gimnástico impecable que le dejó de pie en el suelo frente a ella.
—Cuidado —dijo Barriss—. El suelo está resbaladizo por el rocío.
Él se quedó allí un momento, con cara de desprecio. La sensación de amenaza flotó en el aire pesadamente, arremolinándose alrededor de la Fuerza como un oscuro torbellino. Pero pese a estar tremendamente enfadado, Ji mantuvo el control.
Dio media vuelta.
Una vez se fue, Barriss negó con la cabeza al pensar en lo que había hecho. ¿Pero en qué pensaba? No se podía utilizar la Fuerza para cosas tan infantiles y triviales. Estaba mal hacer algo tan pueril, aunque fuera contra un ser malvado como Phow Ji. Y sí, aquello podría haber sido una demostración adecuada, pensada para enseñar, para mostrar que la Fuerza tenía validez, pero sabía que no lo hizo por eso. Había sido una respuesta personal, motivada por la rabia, y ella sabía desde el principio lo que hacía. Un gran poder debía manejarse con mucho cuidado, y poner la zancadilla a un personaje repugnante sólo porque se lo merecía no era justificación suficiente. Era como cazar un chinche ígneo con un turboláser. Su Maestra se habría mostrado profundamente disgustada.
Jamás llegaría a ser una Jedi si seguía comportándose de esa manera.
Barriss suspiró y regresó a sus estiramientos. Su camino ya era bastante difícil de por sí. ¿Por qué se empeñaba en tirar piedras sobre su propio tejado?
D
en Dhur había visto muchas cosas extrañas en sus años de misiones interestelares. Pero por mucho que rebuscase en la memoria, jamás había visto a un androide sentado solo en una cantina.
Cuando entró, huyendo del pastoso calor del mediodía, tardó un rato en acostumbrarse a la luz, incluso llevando las gafas reductoras. A medida que su visión se despejaba, vio que la cantina estaba prácticamente desierta. Leemoth, el especialista anfibio duro, se sentaba en un rincón, abrazado a una jarra de fromish. En la barra había dos sargentos clon sentados y en una de las mesas cercanas estaba el nuevo androide de protocolo, I-Cinco.
He ahí algo que no se ve todos los días, pensó Den. Para empezar, los androides apenas se sentaban. Casi todos los modelos antropomórficos podían adoptar esa postura, pero dado que nunca se cansaban, no tenían razón para hacerlo. Pero I-Cinco estaba allí sentado, quizá algo rígido. Sus fotorreceptores estaban fijos en la mesa de plastiforrna. Aunque no había expresión alguna en el rostro metálico, Den pudo percibir un definido sentimiento de melancolía en el androide.
Sin pensarlo, cogió una silla y se sentó frente a I-Cinco, alzando hacia el barman de la cantina un dedo ya entrenado.
—No se ven muchos androides por aquí —dijo a su acompañante.
—Con estos precios, no es sorprendente.
Den alzó las cejas. Aquello sí que era poco frecuente. Un androide con sentido del humor. El camarero llevó al sullustano su bebida, un whisky johriano. Den le dio un sorbo, contemplando a I-Cinco con interés.
—Tengo entendido que estuviste ayudando a la padawan Offee en la SO.
—Así es. Fue... toda una experiencia.
Den dio otro trago.
—Si me permites, te diré que eres un androide bastante inusual. ¿Cómo acabaste asignado aquí?
Al principio pareció que el androide no iba a responder.
—“Son los vientos del espacio y del tiempo los que me mecen, como en un eterno giro planetesimal entre soles”.
Ahora Den sí que se quedó sorprendido.
—Kai Konnik —dijo él—. Playa de estrellas. Ganador del Premio Galaxis a la mejor novela del año pasado, si no me...
—De hace dos años —le corrigió I-Cinco.
Den se lo quedó mirando.
—Tus conocimientos de literatura son impresionantes para ser un androide.
—La verdad es que no. Mis bancos de memoria incluyen más de doscientas mil novelas, holo—.bras de teatro, poemas y...
—No hablaba de memoria —dijo Den—. Casi todos los androides de protocolo tienen memoria de sobra para almacenar esa información. Y casi todos los androides, al pedirles una cita de una obra en particular, podrían acceder a ella tan fácilmente como tú. Pero —prosiguió, echándose hacia delante— nunca había conocido a un androide que pudiera emplear ese material metafóricamente. Que es precisamente lo que tú acabas de hacer.