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Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar I: Médicos de guerra (19 page)

—Ah, sí —dijo Jos—. La visita de las alturas. Creo que empezaré a saludar desde ya mismo para evitar las prisas.

Comenzó una nueva ronda de apuestas en la que I-Cinco fue el primero. Den había observado con interés la forma de jugar del androide. El módulo cognitivo de I-Cinco era sin duda capaz de calcular todas o casi todas las incontables combinaciones posibles en la baraja de setenta y seis cartas, pero ni siquiera el procesador sináptico más avanzado podría anticipar el orden aleatorio en el que se sucederían en una mano determinada. Aun así, el androide era un jugador excelente, tranquilo y sereno.

—Quiero tres —dijo.

Jos alzó una ceja.

—Quizá sólo sea el calor —dijo—, pero juraría que la piel de duracero esa que tienes está empezando a sudar.

—Quizá sólo sea una fuga de un nodo —respondió I-Cinco, imperturbable—. Sin embargo, me gustaría apuntar que mi sensor olfativo está percibiendo un claro tufillo de feromonas del miedo con su etiqueta genética, capitán Vondar.

—¿Cómo es que eres tan bueno con las cartas, I-Cinco? —preguntó Den al androide.

—Me enseñó mi socio —respondió el androide—. Solía salir de una partida con más créditos de los que había entrado. Tuvo en las manos más idiotas en escalera que los que hay en un manicomio.

—¿Tú te consideras un ser orgánico, como un humano? —preguntó Jos de repente.

—Sólo cuando estoy muy deprimido —respondió el androide.

Jos puso una mueca. Antes de que respondiera, I-Cinco prosiguió:

—Pero sabiendo lo que sé de los seres orgánicos, y de los humanos en particular, supongo que su pregunta es sincera, capitán Vondar. Sólo puedo responder que, debido a que poseo un módulo cognitivo superior al de la mayoría de los androides de mi categoría, así como la carencia de inhibidor de creatividad, siento más que la mayoría de mis colegas. ¿Puede decirse entonces que soy un ser “vivo”? Supongo que depende del punto de vista. Pero la mayoría de los filósofos opinan que para poder formular esa pregunta hay que haber encontrado ya la respuesta.

Den percibió que el capitán y el sanador intercambiaban una rápida mirada, y vio que este último sonreía ligeramente. Definitivamente ahí ocurría algo.

—En los doce años que llevo vagando por la galaxia como si fuera el legendario cometa Roon —continuó I-Cinco—, me he topado con muchos personajes interesantes. Algunos de ellos eran androides. Sigo teniendo lagunas en mi memoria que parecen relacionadas con algún tipo de trauma que tuvo lugar al poco de abandonar Coruscant. Mis sistemas de auto reparación estás procesando esas lagunas, reuniendo los datos que faltan a partir de hologramáticos internos, pero mis circuitos de lógica interna no permitirán que los enlaces sinápticos procedan adelante con una certeza inferior al setenta y cinco por ciento.

Den miró a Jos. Era su mano, pero el cirujano parecía profundamente inmerso en sus pensamientos, sin saber que era su turno.

—Jos —dijo Barriss con suavidad, al cabo de un momento.

Jos alzó la mirada.

—Me planto —dijo.

Todos mostraron sus cartas. Den se rió al poner sobre la mesa un veintitrés completo.

—Tengo sabacc —dijo sonriendo, mientras cogía los dos cuencos—. Miradlos y llorad, señoras y c...

Jos mostró sus cartas. Den y los otros jugadores se quedaron mirando aquello sin poder creérselo. Tenía un idiota en escalera: la carta de la cara más el dos de espadas y el tres de bastos.

—Bien jugado —dijo Tolk.

—Gracias —dijo Jos mientras recogía los créditos.

Pero Den se fijó en la expresión del cirujano; tenía la clara sensación de que, en ese momento, al capitán Vondar no podía importarle menos el haber ganado.

21

L
a noche era, por supuesto, calurosa. Los picotones, los chinches ígneos y los demás desafortunados insectos pasaban volando y se arrojaban contra las trampas, añadiendo pequeños resplandores azules a las luces del campamento y al escaso brillo de las estrellas que conseguía filtrarse por entre las numerosas nubes. Las dos lunas de Drongar no eran lo bastante grandes como para iluminar, por lo que el pantano estaría completamente a oscuras de no ser por la iluminación del Uquemer. Y lo mismo ocurriría en toda la mitad oscura del planeta. En una noche lluviosa, la única luz procedía de la putrefacción del pantano, de los relámpagos y del brillo intermitente de los chinches ígneos.

Era un lugar desagradable en todos los sentidos. Bueno, en todos no. La verdad d era que los individuos pertenecientes al bando enemigo eran seres bastantes decentes.

El espía sabía que tenía cierta tendencia a identificarse con la gente de que se rodeaba en su trabajo. Habia momentos en los que olvidaba su objetivo original y empezaba a considerar amigos de verdad a aquellos que debía vigilar o dañar. Aquello se llamaba "volverse nativo". Le había pasado a muchos agentes y espias, tanto en tiempos de guerra como de paz. Era muy fácil. Los enemigos no eran autómatas sin rostro, ni monstruos inmorales que se levantaban cada mañana con el deseo incontrolable de arrasar y hacer el mal. No, casi todos eran gente corriente. Con sus esperanzas, miedos y familias, y creían estar haciendo lo correcto por las razones correctas.

Era difícil demonizar a esas personas.

Cierto, podían presentarse como tales a un puñado de jóvenes soldados. Se les podía entrenar para que visualizaran al enemigo como demonios maníacos que no querían sino asesinar a niños inocentes, quemar la casa de tu :madre y violar la tumba del padre de manada. Los soldados modernos no solían ver nunca el rostro del enemigo. Disparar un misil contra alguien que se halla a diez mil metros de distancia es algo limpio y no vinculante, pero hasta un encuentro breve a poca distancia en el campo suele bastar para arruinar meses de entrenamiento: la primera vez que uno de los reclutas ven alguien muy parecido a él o ella, sentado en el campo de batalla, agarrándose las entrañas con las manos y pidiendo a gritos un poco de agua ... , pues es impactante. El nuevo recluta podría darse cuenta de repente de que el joven soldado moribundo tenía esperanzas y miedos que no diferían muchos de los propios, y que posiblemente lo único que quería era licenciarse y volver a casa. Y darse cuenta de todo eso era como si le arrojaran un cubo de nitrógeno líquido: te congelaba por dentro.

Pensar así no es bueno para un soldado. Le puede hacer dudar en la siguiente ocasión, quizá hasta causarle la muerte. Lo mejor era ignorarlo.

Pero siendo un agente infiltrado no puedes hacerlo. No puedes alimentar la ilusión de que tus enemigos son malvados. No cuando se come con ellos, se bebe con ellos y se trabaja con ellos. A veces hasta desarrollas profundos vínculos con ellos. En un sitio como aquél, unos viven encima de otros. Se aprende a conocer a la persona que se sienta contigo en el comedor casi tanto como a tu propio reflejo.

El personal de aquel Uquemer era buena gente, casi todos ellos. El espía lo sabía; era el tipo de juicio en que consistia su profesión. Si no hubiera estallado aquella guerra, cualquiera de ellos tenía potencial para haber sido su amigo. No había demonios entre ellos.

Eso lo hacía todavía más difícil. Cuando no se hiere a un monstruo al precipitar un acontecimiento determinado, se hace daño a gente que te considera su amigo ... yeso duele. Te levantas cada mañana, sintiendo que tu vida con ellos es una completa mentira. Todo lo que dices o haces debe permanecer oculto tras un velo de misterio, mantenerlo en secreto para asegurarte tu propia supervivencia. Después de todo, los espías no son bien tratados en tiempos de guerra. No es frecuente que se intercambie a un espía capturado: normalmente se organizaba un rápido tribunal de guerra y se le elimina como quien apaga una linterna, silenciosa y rápidamente, mientras se extrae la información que queda en su cerebro cercano a la muerte. Una muerte en algún planeta lejano, sin nadie que llorara en su tumba anónima, detestado por los que creían conocerlo.

y hasta cuando se consigue, cuando se completa la misión y se regresa sano y salvo a casa, no hay gloria, ni medallas, ni desfiles a tu regreso. Si tienes mucha suerte, consigues vivir una vida tranquila al margen de todo, sin que los de tu bando eliminen gran parte de tus recuerdos.

El espionaje no es una profesión para alguien de coraje titubeante. Hay que estar hecho del más sólido acero cemento para soportar el estrés de ser un agente encubierto, independientemente del bando en que estés, o de lo fuertes y válidas que fueran tus razones para estar allí.

¿Válidas? Sí, claro, las razones de un espía siempre lo son. Las razones eran viejas y lejanas, pero eso no las debilitaba. Aun así, era imposible sonreír a estas personas y no hacerlo sinceramente, porque eran buena gente. Ninguno de ellos había participado en la atrocidad que había hecho necesario todo aquello. De hecho, era probable que todos ellos se sintieran horrorizados por aquello. Pero en todas las guerras hay gente decente en ambos bandos. No eran ellos los que provocaban cosas así. Y los que debían pagar por sus crímenes eran los indecentes. Hay que ser consciente de antemano de que muy a menudo pagan justos por pecadores, y que uno debe esforzarse por que sufran lo menos posible, pero el sufrimiento es inevitable. La gente muere en las guerras tal y como había muerto la familia del espía, y poco se podía hacer al respecto, salvo procurar que pasara de la forma más limpia y rápida posible.

Algunos de ellos eran atractivos, brillantes, talentosos ... Todas las virtudes que el espía busca en amigos y amantes. Pero, aun así, morirían. Esa determinación tenía que ser firme. La guerra era un asunto frío. Las lágrimas sólo podrían llegar más tarde ...

Era hora de irse a la cama. El día de mañana traería lo que fuera, y el descanso, cuando lo permitían las circunstancias, era siempre necesario.

~

Al menos una vez al mes, el almirante Bleyd hacía un recorrido por los Uquemer. Era una inspección superficial para ondear la bandera y hacer como si le importasen los soldados y médicos que se afanaban en aquella bola de barro tropical a la que había llegado a detestar tan profundamente. Bleyd no tenía intención de alterar su rutina, ni siquiera cuando apareció el siguiente agente de Sol Negro. La gira de inspección estaba programada y, sin razones de fuerza mayor para posponerla, él procedería con normalidad. Como siempre.

Era una pérdida de tiempo para todos. Ellos sabían que él se presentaría, y tenían tiempo de sobra para prepararse para la visita. No vería nada raro a menos que fuera por accidente y pasara justo ante sus narices.

Ni siquiera podía tomarse un tiempo para ir de caza, aunque tampoco había en aquel maldito planeta algo digno de su talento cinegético.

Bleyd siempre utilizaba su aligerador personal para descender a la superficie, una pequeña nave que fue bautizada con ese apodo porque se crearon para "aligerar" naves que se movían por mares planetarios llevando su carga a la orilla. Su transporte, una nave de asalto Conqueror surroiana modificada, no era una nave típica de almirante de flota. Era pequeña, de menos de treinta metros de largo y una capacidad de carga limitada: no aligeraría ninguna nave de forma considerable. Pero tenía ocho motores iónicos surronianos, cuatro A2 y cuatro A2,5O, y era, con diferencia, lo más rápido que había surcado la atmósfera de aquel planeta. Las armas enemigas, programadas para disparar contra transportes y cazas ordinarios, disparaban contra el aire que la nave dejaba atrás cada vez que Bleyd pisaba el acelerador. La exposición a las esporas también era menor que en otros transportes. En un buen vuelo, sin tormentas locales que sirvieran de freno, podía salir de la cubierta de despegue y aterrizar en las estaciones terrestres en la mitad de tiempo que cualquier otro transporte. El hipermotor era un H1,5 de la corporación ingeniera corelliana clase uno, suficiente para llevar a su pasajero de vuelta a la civilización. Bleyd había oído hablar de la nave, a raíz de habérsela arrebatado a un pirata o alguien así durante un enfrentamiento militar que tuvo lugar justo antes de ser asignado allí, y consiguió convertirla en su transporte personal tras algo de ingenio en el regateo.

Además de sus otras virtudes, la nave tenía una preciosa forma aerodinámica, una especie de figura alargada en forma de ocho. Después de todo, no había razón para que el transporte de un almirante no tuviera un aspecto tan bueno como su capacidad de vuelo.

Aquella excursión sería pan comido. Mientras cruzaba a toda prisa la atmósfera rumbo a la superficie, iba pensando en su otro problema: los créditos y cómo amasar una ingente fortuna lo más rápidamente posible sin ser detectado.

—Por favor, identifíquese —fue la petición del control de tierra de la República.

Bleyd sonrió. Tenían que preguntárselo, pero evidentemente sabían quién era. El perfil de sensores de su aligerador era único: no había nada ni remotamente parecido en veinte pársecs a la redonda.

—Aquí el almirante Bleyd —respondió con voz firme—. En gira de inspección del MedStar Diecinueve —introdujo el código de identificación actual, que se cambiaba diariamente por orden suya.

Hubo una breve pausa mientras el oficial al mando fingía comprobar que su comandante no era un espía separatista que venía a bombardear una pobre unidad Uquemer perdida en un pantano.

— Todo bien, señor. Proceda hasta el cuadrante de aterrizaje designado, y bienvenido, almirante.

Bleyd apagó el comunicador sin responder.

No era por el dinero en sí, aunque hasta cierto punto eso no dejaba de tener su atractivo. No, era por recuperar el honor, el prestigio, y por compensar los errores; eso representaba una cuenta bancaria llena de créditos. Ya había conseguido hacerse con una buena suma. Con la gestión adecuada, bastaría para mantenerle alimentado, vestido y razonablemente cómodo el resto de su vida. Pero su meta no se limitaba a retirarse cómodamente; no, la meta era mucho más importante que eso. La meta era el honor.

Claro que en ello también había cierto componente de venganza. Había' seres a los que tendría que enfrentarse, viejos rencores que deberían aplacarse y una dinastía que comenzar. Tendría que encontrar una compañera, casarse, producir herederos y asegurarse de que sus hijos e hijas tuvieran la riqueza suficiente para tener una posición asegurada en la galaxia. Aquella guerra terminaría tarde o temprano. La República sobreviviría (eso no lo dudaba, era inconcebible que no fuera así) y la vida seguiría como antes. Una galaxia pacífica, con amplias oportunidades para que los potentados y los pudientes prosperaran todavía más; eran cosas a esperar. Ningún ser normal estaría a favor de la guerra, a menos que sirviera a sus propósitos. Había fortunas que amasar en tiempos de conflicto, poder que acumular, y, cuando aquella guerra tocara a su fin, Bleyd y sus descendientes estarían entre los ricos y poderosos. De eso no le cabía ninguna duda.

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