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Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar I: Médicos de guerra (17 page)

Afortunadamente, una de las pocas cosas positivas que podía decirse de Drongar era que estaba repleto de cosas que se podían atrapar, coger, agarrar o recolectar, y aunque no era de lo mejor que había probado en su vida, podía decirse que el comedor del Uquemer no era del todo malo. Den había pedido un plato de la gamba terrestre local, una criatura del tamaño de una mano que, una vez cocida con hierbas y especias, sabía sorprendentemente igual al murcielalcón, aunque más picante. Venía con una planta de raíz naranja hecha puré de consistencia suave y sabor ligeramente reminiscente a la canela. Todo ello regado con la cerveza del lugar. Sí, había comido cosas mucho peores. Mientras no se inventara un aparato que pudiera confeccionar comida a partir de elementos básicos, como hacían los aventureros de las holoseries de futuro—ficción, la comida militar seguiría siendo algo arriesgado.

Además, ni siquiera un RR le habría sabido mal, sintiéndose como se sentía. Cinismos al margen, lo que necesita un periodista para sentir que se ha ganado el sueldo es una buena noticia, por insignificante que sea...

Alzó la mirada y vio a Zan Yant saliendo de la fila con una bandeja. Den llamó al zabrak y le indicó que se acercara.

—Oye, ¿eso es anguila fleek? —dijo al ver el plato del otro—. No la he visto en el menú.

—No. Es babosona, una especie de gusano gigante de Drongar, regado con zumo de bayas del bosque y rociado de chinches ígneos salteados.

—Ah. Suena... sabroso.

—Bueno, no es el Manarai de Coruscant —dijo el cirujano—, pero desde luego es mejor que el RR.

Dhur miró a Zan Yant interrogante.

—¿Tú has comido en el Manarai?

—Yo no nací en esta bola de barro, amigo Dhur. Uno de mis profesores era catedrático de la facultad de música de la Universidad de Coruscant. Le visité unas cuantas veces.

—Aun así, me parece un lugar demasiado caro para un estudiante.

—Mi familia... es bastante pudiente —dijo Yant, cortando un buen pedazo de gusano y metiéndoselo en la boca—. Mmm. Este cocinero charbodiano sabe lo que hace. ¿Quieres un poco?

—No, gracias, con lo mío voy servido —Den contempló con curiosidad al cirujano.

Un médico rico, músico experto... no era la clase de persona que uno espera encontrar en lo más profundo de la galaxia. ¿Cómo es que él o su familia no habían podido hacer que quedara exento del servicio militar? Todo el mundo sabe que la riqueza y el poder conllevan privilegios. ¿Sería posible que Yant fuera voluntario? En ese caso, el respeto que Den sentía por él aumentaría considerablemente.

Antes de que pudiera adentrarse en el tema, Yant le preguntó:

—¿Y qué tal va tu cruzada por mantener informada a la opinión pública?

—Bien —Den sonrió—. Y a punto de mejorar.

—¿Ah, sí? ¿Tienes una noticia?

—Pues sí, así es. No puedo hablar de ello todavía, no quiero espantar al kreel, ya sabes, pero lo cierto es que estoy encantado. Creo que supondrá una agitación considerable en algunos sectores.

—Supongo que eso es bueno. —Yant tomó otro enorme bocado de gusano, lo masticó, lo tragó y sonrió—. No está nada mal. —Hizo una pausa—. ¿Te importa que te haga una pregunta?

—Soy todo oídos.

—El resto del personal y yo estamos condenados a estar aquí. Si fuera por nosotros no tardaríamos ni una docena de pársecs en huir de Drongar en cualquier dirección. Pero tú eres civil. No tienes por qué estar aquí. Podrías estar informando desde un planeta civilizado, gozando de cierta comodidad y seguridad. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué elegiste esta profesión?

No se esperaba nada así. Hacía años que nadie le hacía esa pregunta concreta. Había respuestas comodín, por supuesto; hasta los periodistas las tenían. La aventura, la posibilidad de estar en el lugar de la acción, el deseo de servir al público. Quizás alguien se lo creería. Él lo creyó, mucho tiempo antes.

¿Y ahora?

De repente, sin querer, Den se encontró diciendo la verdad.

—Las guerras generan historias increíbles, doc. Y lo que verdaderamente importa son las cosas importantes como la vida, la muerte, el honor, el amor... Es la noticia en crudo, la veta madre, el crisol. Ves a la gente sumida en este tipo de combate, intentando salir, intentando sacarse unos a otros, y entonces se ve de qué está hecha de verdad.

“Mira, cuando se entrevista a un politicucho tras hacer una declaración pública, él te soltará una telaraña de palabrería como si fuera una oruga tejedora: todo lo que dirá relucirá y brillará, pero no tendrá verdadera sustancia. Sí, trabaja para mantener su puesto, puede que hasta trabaje por el bien público y todo, cosas más raras se han visto, pero no se ve sometido a ninguna presión real, y tiene tiempo para elaborar sus mentiras y hacer que suenen bien.

“Pero cuando coges a un comandante al que acaban de destrozarle la unidad, sin posibilidad de rescate y con el enemigo lanzando un ataque implacable, ten por seguro que te dirá lo que piensa, y que no tendrá en cuenta las consecuencias. La guerra es un mal asunto, amigo mío, malo, doloroso y cruel, pero quita las máscaras y descubre la verdad desnuda, y eso es lo único que importa.

Zan asintió, mascando pensativo otro trozo de su cena.

—Pero ves tanta muerte... Por no mencionar que tú también podrías acabar muerto.

Den se encogió de hombros.

—En una epidemia de fiebre roja se ven montones de cadáveres. Y siempre puede atropellarte algún niñato que saca su deslizador a la ciudad por primera vez. Cuando te toca, vas... al margen de lo que creas o donde te encuentres, ¿no te parece?

Zan se rió.

—Sí, independientemente de dónde te encuentres, siempre te encuentras siendo el primero de la cola.

Den rió también, y por unos minutos ambos guardaron silencio, disfrutando de su comida. El sullustano apuró su cerveza, eructó y se recostó en el respaldo.

—Voy a contarte algo —dijo—. Hace mucho tiempo me mandaron a cubrir una pequeña insurrección en un planeta de mala muerte en medio de la Dorsal Gordiana. Estaba dando una vuelta por la base de salida, una estación prefabricada donde las tropas que volvían a casa esperaban para ser recogidas... Dicha estación estaba alejada del frente, a un día de camino a lomos de un bantha, y era más segura que el regazo, o la bolsa o lo que sea, de una madre.

“Entablé conversación con un joven humano. Era alto, yo no le llegaba a la altura del pecho, aunque era muy joven. Al parecer mintió sobre su edad para alistarse en el ejército, por lo que no debía de tener más de dieciséis años estándar, y por la gracia del Creador, había conseguido sobrevivir sin un rasguño en mitad de una acción muy cruenta. El setenta por ciento de su unidad acabó chamuscado como la carbonita, pero él aún respiraba y estaba a punto de volver a casa. Era un niño. Un niño que ahora sabía lo que era la guerra.

“Y yo estaba allí con mi cámara de pulgar, grabando al chaval, registrando el típico testimonio de “cómo se siente uno al volver a casa” para los holovidentes. Y, de repente, alguien disparó una carabina de pulsos, agitándola de un lado a otro como una manguera a presión, alcanzando a los soldados a diestro y siniestro. Era uno de los insurrectos, camuflado, realizando un ataque suicida.

“Los de seguridad se acercaron corriendo a él, pero no se dieron la prisa suficiente. El francotirador vino caminando hacia nosotros, me vio, y yo me di cuenta de que me veía, y de que no me quedaba ni un holodiario. Todo el mundo me gritaba ¡Corre! ¿Estaban de broma? Estaba tan aterrorizado que no podía ni respirar, mucho menos correr.

“Pero entonces, el chaval, que ni siquiera estaba armado, se puso delante de mí sin dudarlo. Uno de los disparos, el que iba a mi cabeza, fue a parar a su estómago, y cayó al suelo. La carabina del francotirador se vació en ese momento, los de seguridad se echaron sobre él y ahí acabó todo.

“Yo me agaché junto a aquel pobre chico humano y me di cuenta de que no sobreviviría. Así que le pregunté: “¿Por qué has hecho eso?”. Y el chico me dijo: “Porque eres muy pequeño”.

Yant dejó de masticar y miró a Den de hito en hito.

—Creo que sabía que yo era un adulto, lo sabía de forma intelectual —continuó Den—, pero en ese momento, cuando el peligro se cernía sobre mí, él identificó la baja estatura con la juventud. Se puso delante de mí porque eso es lo que hacen los humanos... proteger a los pequeños. Le di las gracias antes de morir —Den hizo una pausa—. ¿Sabes lo que me dijo?

Yant negó con la cabeza.

—Me dijo: “No pasa nada. ¿Le dirás a mi madre que la quiero?”.

Los dos se quedaron callados un rato. Yant se pasó una mano por los cuernos y suspiró.

—Qué triste.

—Hay más —Den se miró las manos y vio que las tenía entrelazadas. Las separó, sintiendo un crujido en los nudillos—. ¿El francotirador? También era humano. Tenía catorce años. No conseguí hablar con él antes de que muriera, pero uno de los de seguridad sí. Por lo visto, sus últimas palabras fueron: “Dile a mi madre que la quiero”. Hermanos de muerte, niños que se despidieron de sus madres.

Yant volvió a negar con la cabeza.

—Ése es el tipo de historias que se oyen en el frente, amigo mío. Es el tipo de cosas que la gente tiene que saber. —Den se encogió de hombros—. No es que actúe contra la guerra, pero así al menos saben que esto no es una fiesta. No cuando hay niños matándose entre sí, y madres con el corazón roto por ello.

De alguna manera, la aniquilación potencial de Filba ya no le parecía tan luminosa y vibrante como cuando se había sentado a comer.

—Lo siento —dijo Yant.

—Sí —dijo Den—. Todos lo sentimos, ¿no?

19

A
veces, últimamente no muy a menudo, Jos se sentía como si pudiera devolver la vida a un paciente moribundo. Como si pudiera mantener con vida a alguien en estado grave, impidiendo que la Muerte se lo llevara.

Por supuesto, siempre ayudaba que el procedimiento quirúrgico saliera bien. Pero había ocasiones, incluso cuando la operación era técnicamente correcta, en que algo salía mal y el paciente expiraba, por mucho que él se esforzase y deseara otra cosa.

Era lo que le estaba pasando con el soldado clon que tenía en la mesa de operaciones. La operación había sido relativamente sencilla hasta ese punto: una esquirla de metralla le había perforado el pericardio, provocando una hemorragia en el saco pericárdico, con un bloqueo cardíaco asociado. Se le había limpiado la sangre y reparado la herida, y eso debería haber bastado; pero el soldado dejó de respirar, el corazón reparado dejó de latir y todos los esfuerzos por reanimarlo habían fracasado. Si Jos hubiera sido un hombre religioso, habría dicho que la esencia del hombre lo había abandonado.

Pero ése era el último paciente, y ya había conseguido mantener con vida a otros cinco, incluido uno con heridas múltiples en tres sistemas de órganos que requirieron trasplante: un pulmón con perforaciones múltiples, un bazo agujereado y un riñón gravemente dañado.

¿Por qué había sobrevivido éste y muerto aquél? Era algo completamente inesperado, completamente inexplicable y completamente frustrante.

Sabía que la medicina no era una ciencia exacta, y que los pacientes solían confundir las cosas. Se podría pensar que clones genéticamente idénticos reaccionarían físicamente del mismo modo al dolor, pero, desde luego, no parecía haber sido así con aquellos dos.

Cuando Jos era estudiante en la facultad de medicina, solía frecuentar un restaurante bamasiano que hacía furor entre sus compañeros. La comida era barata pero buena, y las raciones generosas. El sitio estaba a poca distancia del alojamiento de los estudiantes, y abría día y noche; era perfecto para un estudiante. La cocina bamasiana era variada, picante y requería acostumbrarse a ella, pero a Jos le gustaba. Al final de cada comida, el postre tradicional de obsequio era una pequeña rosquilla dulce del tamaño de una pulsera. El dulce contenía un holoproyector proteínico que sólo funcionaba una vez. Cuando se rompía la rosquilla, el proyector reflejaba una porción de sabiduría bamasiana que brillaba en el aire durante unos segundos antes de que se deshicieran los circuitos orgánicos. Los aforismos divertían a los estudiantes de medicina, que solían acudir a comer en grupo para aprovechar los descuentos familiares. Lo que hacían era romper las rosquillas todos a la vez, e intentar leer los proverbios antes de que se desvanecieran. Algunos eran de auténtica risa: “Evita los callejones oscuros en barrios de mala muerte”. O “Ser rico y miserable es mejor que ser sólo miserable”. O “Cuidado con los políticos que sonríen...”.

Una tarde en que Jos estaba exhausto, tras una larga serie de exámenes y complicados procedimientos que había resuelto de forma torpe, y que se sentía sobrepasado por cosas que nunca había pensado llegar a ver, que nunca pensó que formarían parte de su formación, quebró su rosquilla dulce y recibió un mensaje que parecía haber sido confeccionado específicamente para él:

“Minimiza tus expectativas para no sufrir decepciones”.

En ese momento le pareció un consejo extrañamente sabio, pese a ser una obviedad. Si no esperaba nada, no le disgustaría que no pasara nada. Intentó integrarlo en su vida, y se dio cuenta de que le ayudaba. A veces lo olvidaba, claro. A veces albergaba la esperanza de poder salvarlos a todos. Era un buen cirujano, y según las circunstancias podía ser hasta un gran cirujano, y jamás pensaba que perdería a un paciente con posibilidades mínimas de supervivencia. Y cuando ocurría, siempre era un trauma. Y siempre era una decepción.

Le costaba admitirlo, incluso ante sí mismo, pero había momentos en los que incluso se sorprendía a sí mismo sintiendo rencor por el interminable desfile de soldados heridos y moribundos. Había momentos, cuando traían a un twi’leko con el lekku colgando, o a un devaroniano con uno de sus hígados agujereados, en los que una pequeña parte de él acariciaba la posibilidad de hacer algo distinto. Porque en aquel punto realmente se sentía como si pudiera construir un rascacielos sólo con el tonelaje de metralla que había extraído de los soldados clon. Por no mencionar que podría pintarlo de rojo de arriba abajo con su sangre.

Jos suspiró mientras se encaminaba al vestuario. Era una pena no tener ahora a mano una rosquilla bamasiana que le consolara...

~

Barriss iba camino del pabellón médico cuando se cruzó con un soldado que se hallaba a la entrada de la principal sala de operaciones. No parecía hacer nada concreto, sólo mirar una pared en blanco.

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