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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (30 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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Pero Mironenko insistió.

—Vete. Déjanos, por favor. ¿O preferirías quedarte y comer?

Solomonov dio un solo paso vacilante hacia la puerta. Al comprobar que no le había caído ningún golpe, dio otro paso, y un tercero, y luego salió por la puerta y se marchó.

—¡Cuéntales! —les gritó Mironenko. Se oyó un portazo.

—¿Contarles qué? —preguntó Ballard.

—Que he recordado —repuso Mironenko—. Que he encontrado la piel que me habían robado.

Por primera vez desde que entrara en la casa, Ballard comenzó a sentir náuseas. No eran ni por la sangre ni por los huesos que yacían a sus pies, sino por la mirada de Mironenko. En una ocasión había visto unos ojos igual de brillantes. Pero ¿dónde?

—Usted… —dijo en voz baja—, usted lo ha hecho.

—Por supuesto —repuso Mironenko.

—¿Cómo? —preguntó Ballard. En la cabeza comenzó a retumbarle un estruendo familiar. Intentó no prestarle atención y quiso obligar al ruso a darle una explicación —. ¿Cómo, maldita sea?

—Somos iguales —repuso Mironenko—. Lo huelo en usted.

—No —negó Ballard.

El clamor aumentaba.

—Las doctrinas no son más que palabras. Lo que importa no es lo que nos enseñan, sino lo que sabemos, en lo más hondo, en el alma.

En otra ocasión había hablado del alma, de los lugares que sus amos habían construido para destrozar a los hombres. Entonces, Ballard lo había tomado como una extravagancia, pero ya no estaba tan seguro.

¿Qué otra finalidad tenía el cortejo fúnebre sino la de subyugar una parte secreta de él? La parte más honda, el alma.

Antes de que Ballard lograra encontrar las palabras para expresarse, Mironenko quedó inmóvil; sus ojos relucían con mayor brillo que nunca.

—Están afuera —le dijo.

—¿Quiénes?

—¿De veras importa? —inquirió el ruso encogiéndose de hombros—. Los suyos, los míos. Da igual, cualquiera de los dos bandos nos acallará, si puede.

Era verdad.

—Hemos de darnos prisa —dijo, y se dirigió al pasillo.

La puerta principal estaba entreabierta. Mironenko se plantó ante ella en unos segundos. Ballard lo siguió. Juntos se escabulleron hacia la calle.

La niebla había espesado. Remoloneaba alrededor de las farolas, ensuciando su luz, convirtiendo cada portal en un escondite. Ballard no esperó para tentar a los perseguidores a que salieran, sino que siguió a Mironenko, que ya le llevaba bastante ventaja; se movía con rapidez, a pesar de su corpulencia. Ballard tuvo que acelerar el paso para no perder de vista al hombre. Lo distinguía un momento, y al momento siguiente se perdía, envuelto en la niebla.

La zona residencial que atravesaron dio paso a unos edificios anónimos, depósitos tal vez, cuyas paredes sin ventanas se elevaban en la densa oscuridad. Ballard le gritó para que aminorara su baldada marcha. El ruso se detuvo y se volvió hacia Ballard; su perfil osciló en la luz asediada. ¿Sería una jugarreta de la niebla, o acaso el estado de Mironenko se había deteriorado desde que abandonaran la casa? Daba la impresión de que su cara se caía a pedazos; los bultos del cuello se habían hinchado todavía más.

—No tenemos que correr —le dijo Ballard—. No nos siguen.

—Siempre nos siguen —respondió Mironenko.

Para confirmar la observación, Ballard oyó en una calle cercana unos pasos amortiguados por la niebla.

—No hay tiempo para discutir —murmuró Mironenko, se volvió en redondo y echó a correr.

En unos segundos, la niebla volvió a encerrarlo en su secreto.

Ballard titubeó un momento más. Aunque sabía que era una imprudencia, quiso ver a sus perseguidores para reconocerlos en un futuro. Pero mientras las suaves pisadas de Mironenko se fueron acallando con la distancia, notó que los otros pasos también habían cesado. ¿Sabrían que los estaba esperando? Contuvo el aliento, pero no recibió señales de ellos. La niebla criminal siguió remoloneando. Al parecer, se encontraba solo, envuelto en ella. A regañadientes, desistió de su propósito y fue tras el ruso a toda carrera.

Unos metros más adelante, el camino se bifurcaba. En ninguna de las dos direcciones vio señales de Mironenko. Maldiciendo la estupidez que lo obligó a demorarse, Ballard se internó por el camino en el que la mortaja de la niebla era más densa. La calle era breve y terminaba en un muro tapizado de púas; detrás del muro había una especie de parque. La niebla se aferraba a este espacio de tierra húmeda con más tenacidad que en la calle, y Ballard no lograba ver más que un par de metros de la parte del jardín en el que se hallaba. Su intuición le decía que había escogido el camino correcto, que Mironenko había escalado el muro y que lo esperaba en alguna parte, muy cerca. A sus espaldas, la niebla guardaba silencio. Sus perseguidores habían perdido su pista o bien habían equivocado el camino o las dos cosas. Subió al muro evitando a duras penas las púas, y se dejó caer del lado opuesto.

La calle le había parecido tan silenciosa que hubiera podido oír el ruido de un alfiler al caer, pero en realidad no era así, porque en el interior del parque había un silencio aún mayor. Allí, la niebla era más fría, y se cernía sobre él con más insistencia a medida que avanzaba por el césped humedecido. El muro que había dejado atrás —su único punto de referencia en aquel erial— se convirtió en un fantasma y acabó por desaparecer. Condenado ya, avanzó unos cuantos pasos, sin tener la certeza de seguir un camino recto. De repente, la cortina de niebla se abrió y vio una figura que lo esperaba a unos metros de distancia. Las magulladuras le desfiguraban de tal manera la cara que Ballard no habría reconocido a Mironenko a no ser por los ojos que seguían ardiendo, brillantes.

El hombre no esperó a Ballard, sino que se volvió y salió a medio galope hacia la insolidez, dejando al inglés detrás, que lo siguió maldiciendo la persecución y la presa. En ese momento sintió un movimiento muy cerca. Sus sentidos de nada le sirvieron en el cerrado abrazo de la niebla y la noche, pero vio con esos otros ojos, oyó con esos otros oídos y supo que no estaba solo. ¿Acaso Mironenko había abandonado la carrera y había vuelto para escoltarlo? Pronunció su nombre, consciente de que al hacerlo revelaría su situación a cualquiera y a todos, pero igualmente seguro de que quienquiera que lo acechase ya sabía exactamente dónde estaba.

—Hable —le dijo.

De la niebla no surgió respuesta alguna.

Entonces, otro movimiento. La niebla se enroscó sobre sí misma y Ballard divisó entre sus divididos velos una silueta. ¡Mironenko! Volvió a gritar su nombre, y dio unos cuantos pasos en la lobreguez; de repente, alguien avanzó hacia él. Vio al fantasma sólo por un momento, el suficiente como para ver unos ojos incandescentes y unos dientes tan enormes que deformaban la boca, convertida en una mueca permanente. De esos dos hechos —dientes y ojos— tuvo una certeza plena. De las demás rarezas —el vello erizado, los monstruosos miembros— no estuvo tan seguro. Tal vez su mente, exhausta por el ruido y el dolor, había terminado por perder todo asidero con el mundo real, e inventaba terrores para asustarlo y hacerlo volver a la ignorancia.

—¡Maldición! —exclamó, desafiando al trueno que volvía para enceguecerlo otra vez y a los fantasmas que no lograría ver.

Como para poner a prueba su desafío, la niebla rieló y se abrió, y algo que hubiera podido ser humano, pero que yacía con el vientre en el suelo, se mostró furtivamente y desapareció. A su derecha oyó unos gruñidos; a su izquierda apareció otra silueta indeterminada y se desvaneció. Al parecer, estaba rodeado de locos y perros salvajes.

¿Y Mironenko, dónde estaría? ¿Formaría parte de aquel grupo, o sería presa de él? Al oír a su espalda una palabra pronunciada a medias, se volvió en redondo y vio una figura que, claramente, era la del ruso, pero volvió a ocultarse en la niebla. Esta vez la persiguió a la carrera, y su velocidad se vio recompensada. La figura reapareció ante él; Ballard tendió la mano para aferrar la chaqueta del hombre. Sus dedos encontraron un asidero y, de golpe, Mironenko se olvidó; un gruñido escapó de su garganta, y Ballard se quedó mirando fijamente una cara que casi le arrancó un grito. Su boca era una herida fresca, los dientes enormes, los ojos unas rajas de oro fundido; los bultos del cuello se habían hinchado y extendido, y la cabeza del ruso ya no surgía del cuerpo sino que formaba parte de una energía indivisa, se convertía en torso sin que entre ambos hubiera interrupción alguna.

—Ballard —dijo la bestia con una sonrisa.

La voz se aferraba a la coherencia con gran dificultad, pero Ballard logró captar en ella algún vestigio de la de Mironenko. Cuanto más exploraba la carne ardiente, más crecía su asombro.

—No tenga miedo —le dijo Mironenko.

—¿Qué enfermedad es ésta?

—La única enfermedad que padecía era la del olvido, y ya estoy curado. ..

Al hablar hizo unas muecas, como si cada palabra se formara contrariando los instintos de su garganta.

Ballard se llevó la mano a la cabeza. A pesar de la aversión que le producía el dolor, el ruido aumentaba cada vez más. ' —También usted lo recuerda, ¿verdad? Es igual que yo.

—No —balbució Ballard.

Mironenko tendió hacia él una mano erizada de pelos para tocarlo y le dijo:

—No tema, no está solo. Somos muchos. Hermanos todos.

—No soy su hermano —protestó Ballard.

El ruido era tremendo, pero era peor la cara de Mironenko. Asqueado, le volvió la espalda, pero el ruso se limitó a seguirlo.

—¿Acaso no saborea la libertad, Ballard? Y la vida. Está al alcance de la mano.

Ballard continuó caminando; comenzó a sangrarle la nariz. No hizo nada por impedirlo.

—Sólo duele durante unos momentos —le explicó Mironenko— Después, el dolor desaparece…

Ballard mantuvo la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo. Al ver que sus palabras no surtían efecto. Mironenko se quedó atrás.

—¡No permitirán que vuelva! —le gritó—. Ha visto usted demasiado.

El rugido de los helicópteros no logró acallar aquellas palabras. Ballard sabía que encerraban la verdad. Vaciló, y a través del ruido oyó que Mironenko murmuraba:

—Mire…

La niebla se había vuelto menos densa, y a través de los jirones de bruma logró ver la pared del parque. Detrás de él, la voz de Mironenko se había convertido en un gruñido.

—Mire lo que es.

Los rotores rugían; Ballard sintió como si las piernas fueran a doblársele. Pero siguió avanzando hacia el muro. Cuando estuvo a unos metros de él, Mironenko volvió a llamarlo, pero ya no con palabras. Sólo oyó un rugido muy quedo. Ballard no logró resistir la tentación de mirar, aunque sólo fuera una vez. Y miró por encima del hombro.

La niebla volvió a confundirlo, pero no del todo. Durante unos momentos que fueron a la vez eternos y excesivamente breves, Ballard vio en toda su gloria la cosa que había sido Mironenko; al verlo, el sonido de los rotores aumentó a un nivel ensordecedor. Se tapó la cara con las manos. En ese momento sonó un disparo, luego otro, y luego una ráfaga. Cayó al suelo abatido por la debilidad, así como para defenderse; se descubrió la cara y en la niebla vio moverse a varias siluetas humanas. Aunque se había olvidado de sus perseguidores, ellos no se habían olvidado de él. Lo habían seguido hasta el parque, se habían internado en el corazón de aquella locura, y ahora se encontraban perdidos en la niebla los hombres, los medio hombres y unas cosas que ya no lo eran, y por todas partes reinaba la confusión. Vio a un tirador disparando a una sombra, y acto seguido apareció ante él un aliado con un tiro en el estómago; vio aparecer una cosa a cuatro patas y la vio desaparecer erguida en dos; vio a otra correr riendo a través del hocico y llevando una cabeza humana agarrada por el pelo. Él también quedó envuelto en la confusión. Temiendo por su vida, se incorporó y, tambaleándose, regresó al muro. Prosiguió la sucesión de gritos, disparos y gruñidos; a cada paso esperaba toparse con una bala o una bestia. Logró llegar al muro con vida e intentó escalarlo, pero le fallaba la coordinación. No le quedo más remedio que seguir el muro en toda su extensión hasta llegar al portal.

Detrás de él proseguían las escenas de desenmascaramiento, transformación e identidad errada. Sus debilitados pensamientos volvieron brevemente a Mironenko. ¿Acaso él, o cualquiera de su tribu, sobrevivirían a esta masacre?

—Ballard —dijo una voz en la niebla.

Al principio no logró recordar su nombre. Su mente vagaba como un niño extraviado, aunque su interrogador le exigía una y otra vez que prestara atención, habiéndole como si fueran viejos amigos. Y en verdad su ojo errante tenía un no sé qué de familiar, pues seguía su camino con más lentitud que su compañero. Por fin se acordó del nombre.

—Tú eres Cripps —le dijo.

—Claro que soy Cripps —repuso el hombre—. ¿Es que la memoria te está jugando una mala pasada? No te preocupes. Te he administrado unos supresores, para impedir que perdieras el equilibrio. Aunque no lo creo probable. Has luchado con el bando correcto, Ballard, a pesar de las considerables provocaciones. Cuando pienso en la forma en que murió Odell… — Suspiró—. ¿Recuerdas algo de lo de anoche?

Al principio, su mente estaba en blanco. Pero luego, los recuerdos comenzaron a llegar. Unas formas vagas moviéndose en la niebla.

—El parque —dijo, por fin.

—Llegué a tiempo para sacarte. Sólo Dios sabe cuántos han muerto.

—¿El otro…, el ruso…?

—¿Mironenko? —sugirió Cripps—. No lo sé. Ya no estoy al cargo, simplemente intervine para salvar lo que pude. Tarde o temprano, Londres volverá a necesitarnos. En especial ahora que saben que los rusos cuentan con un cuerpo especial como el nuestro. Ya nos habían llegado rumores, y cuando te entrevistaste con él, comenzamos a sospechar de Mironenko. Por eso organicé la cita. Y cuando lo vi cara a cara, lo supe. Tenía algo en los ojos, algo hambriento.

—Lo vi cambiar…

—Sí, todo un espectáculo, ¿no? Hay que ver la fuerza que desata. Por eso desarrollamos el programa, para aprovechar esa fuerza y usarla a nuestro favor. Pero es difícil de controlar. Llevó años de terapia supresiva, hubo que enterrar lentamente el deseo de transformación, para quedarnos con un hombre con las facultades de la bestia. Un lobo con piel de cordero. Creímos que habíamos resuelto el problema: si los sistemas de creencias no mantenían dominado al sujeto, lo haría la respuesta dolorosa. Pero nos equivocamos. —Se puso de pie y se dirigió a la ventana—. Ahora tenemos que empezar de nuevo.

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