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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (26 page)

Ceniciento, Locke se apartó del lugar donde yacía el cuerpo, y salió al corredor tambaleándose. Lo bloqueaba un grupo de curiosos; se hicieron a un lado cuando lo vieron acercarse, demasiado intimidados por su corpulencia y por la mirada enloquecida que llevaba en el rostro como para hacerle frente. Volvió sobre sus pasos a través del laberinto perfumado de enfermedad, atravesó el pequeño patio y entró en el edificio principal. Brevemente vio a Edson Costa que salía en su persecución, pero no se quedó para dar explicaciones.

En el vestíbulo, que a pesar de la hora estaba atestado de víctimas de uno u otro tipo, su mirada hostil se posó en un niño pequeño, acunado en el regazo de su madre. Al parecer se había lastimado en el vientre. La camisa, excesivamente grande, estaba manchada de sangre; tenía el rostro empapado de lágrimas. La madre no levantó los ojos cuando Locke avanzó entre la multitud. Sin embargo, el niño sí lo hizo. Alzó la cabeza como si hubiera sabido que Locke estaba a punto de pasar y sonrió, radiante.

En la tienda de Tetelman no había nadie que Locke conociera; toda la información que logró sacar a la fuerza a los obreros contratados, en su mayoría tan borrachos que no podían siquiera tenerse en pie, fue que sus amos habían partido hacia la selva el día anterior. Locke persiguió al más sobrio del grupo y lo persuadió con amenazas de que lo acompañara hasta la aldea en calidad de traductor. No tenía una idea clara de cómo haría las paces con la tribu. Lo único de lo que estaba seguro era de que tendría que demostrar su inocencia. Argüiría que, después de todo, no había sido él quien disparara el tiro letal. No cabía duda de que había habido disensiones, pero no le había causado ningún daño a la gente. ¿Cómo podían ellos, en conciencia, conspirar para hacerle daño? Si deseaban castigarlo, no iba a negarse a sus exigencias. En realidad, ¿acaso no obtendrían una satisfacción en ello? Últimamente había visto demasiado sufrimiento. Quería que lo liberaran de él. Cualquier cosa que le pidieran, siempre que estuviera dentro de lo razonable, lo cumpliría, cualquier cosa con tal de no morir igual que los otros. Incluso estaba dispuesto a devolverles las tierras.

El viaje fue muy ajetreado y su arisco acompañante se quejaba con frecuencia y de un modo incoherente. Locke hizo oídos sordos. No había tiempo que perder. Su ruidoso avance —el motor del
jeep
se quejaba ante cada nueva acrobacia que se le exigía— hizo revivir a la selva por los cuatro costados, y sonó un repertorio de chillidos, lamentos y aullidos. Era un lugar urgente, hambriento, pensó Locke; y por primera vez desde que pusiera el pie en este subcontinente, lo odió con todo su corazón. Aquel lugar no le daba a uno ocasión de encontrarle un sentido a los acontecimientos; a lo más que se podía aspirar era a que se le concediera a uno un rincón donde respirar por un momento entre un escuálido florecer y el siguiente.

Media hora antes del anochecer, exhaustos por el viaje, llegaron a las afueras de la aldea. El sitio no había cambiado nada en los escasos días que habían permanecido alejados de allí, pero el círculo de chozas se notaba claramente desierto. Las puertas estaban abiertas; los fuegos comunales, siempre encendidos, eran un cúmulo de cenizas. No había ni niños ni cerdos que se volvieran a mirarlo mientras atravesaba el recinto. Al llegar al centro del círculo, se quedó inmóvil; buscó a su alrededor alguna pista de lo ocurrido. No encontró nada. La fatiga lo volvió audaz. Reuniendo sus desperdigadas fuerzas, gritó hacia la maleza:

—¿Dónde estáis?

Dos guacamayos rojo brillante, de alas irregulares, salieron volando y chillando de los árboles, en el extremo opuesto de la aldea. Poco después, una figura surgió de la espesura de jacarandás y balsas. No era uno de la tribu, sino Dancy. Se detuvo antes de dejarse ver del todo; al reconocer a Locke, una amplia sonrisa le surcó el rostro, y avanzó hacia el recinto. Detrás de él, el follaje tembló cuando los demás se abrieron Paso. Estaba Tetelman, y unos cuantos noruegos dirigidos por un tipo "amado Bjørnstrøm, a quien Locke había visto brevemente en el almacén. La cara, bajo un mechón de pelo descolorido por el sol, era igual que la langosta hervida.

—Dios mío —dijo Tetelman—, ¿qué está haciendo aquí?

—Eso mismo le pregunto yo —repuso Locke, irritado.

Con un ademán, Bjørnstrøm ordenó a sus tres compañeros que bajaran los rifles y se adelantó con una sonrisa conciliatoria.

—Señor Locke —dijo el noruego, tendiéndole la mano enguantada de cuero—, me alegra volver a verle.

Locke bajó la vista y con disgusto observó el guante manchado; con una mirada de autoadmonición, Bjørnstrøm se lo quitó. La mano que quedó al descubierto era prístina.

—Discúlpeme —le dijo—. Estuvimos trabajando.

—¿En qué? —preguntó Locke.

La acidez estomacal fue subiendo lentamente hasta depositársele en la garganta.

—Esos indios —repuso Tetelman lanzando un escupitajo.

—¿Dónde está la tribu? —preguntó Locke.

—Bjørnstrøm dice que tiene derechos sobre este territorio… —intervino nuevamente Tetelman.

— ¿Dónde está la tribu? —insistió Locke.

El noruego jugueteó con el guante.

—¿Les dieron dinero para que se fueran? —inquirió Locke.

—No exactamente —repuso Bjørnstrøm.

Su inglés era impecable, como su perfil.

—Que venga —sugirió Dancy con cierto entusiasmo—. Dejad que lo vea con sus propios ojos.

—¿Por qué no? —dijo Bjørnstrøm asintiendo con la cabeza—. No toque nada, señor Locke. Dígale a su porteador que se quede donde está.

Dancy ya se había dado media vuelta y se dirigía hacia la espesura: Bjørnstrøm hizo lo mismo, escoltando a Locke por el recinto, hacia un corredor abierto en medio del denso follaje. Locke apenas lograba seguirles; a cada paso, sus piernas se mostraban más reacias a continuar. A lo largo del sendero, el suelo estaba bien apisonado. Sobre la tierra húmeda había un mantillo de hojas y flores de orquídeas pisoteadas.

Habían cavado una fosa en un pequeño claro, a unos cien metros de recinto. La fosa no era profunda, ni tampoco muy grande. Los olores mezclados de la cal y la gasolina tapaban los demás aromas.

Tetelman, que había llegado al claro delante de Locke, se abstuvo de acercarse al borde de la excavación, pero Dancy no se mostró tan melindroso. A grandes zancadas rodeó el extremo más alejado de la fosa y con el dedo le hizo señales a Locke para que se fijara en su contenido.

La tribu ya se estaba pudriendo. Yacían donde los habían arrojado, en un amontonamiento de pechos, nalgas, caras y piernas; sus cuerpos salpicados, aquí y allá, de manchas negras y púrpura. En el aire, encima de los cuerpos, las moscas se agolpaban en una confusa nube.

—Una lección —comentó Dancy.

Locke no logró apartar la vista, mientras Bjørnstrøm se dirigió al otro costado de la fosa, para unirse a Dancy.

—¿Son todos? —preguntó Locke. El noruego asintió.

—De un solo plumazo —dijo, pronunciando cada palabra con una precisión perturbadora.

—Las mantas —dijo Tetelman, indicando el arma asesina.

—Pero tan de prisa… —murmuró Locke.

—Es muy eficaz —dijo Dancy—. Y difícil de probar. Incluso en el caso de que alguien pregunte.

—Las enfermedades son algo natural —observó Bjørnstrøm—. Quizá podamos trabajar juntos.

Locke ni siquiera intentó responder. Los otros miembros del grupo noruego habían apoyado sus rifles en el suelo y se disponían a continuar con el trabajo: del solitario montón, junto a la fosa, sacaron los pocos cuerpos que quedaban por arrojar junto a sus congéneres.

Entre la maraña, Locke logró ver a un niño y a un viejo al que los enterradores estaban recogiendo. El cadáver daba la impresión de carecer de articulaciones cuando lo balancearon por encima del borde del agujero. Cayó dando tumbos por la leve pendiente y quedó boca arriba, con los brazos estirados a ambos lados de la cabeza, en un gesto de sumisión, o de expulsión. Se trataba del anciano al que Cherrick se había enfrentado. Las palmas de sus manos todavía estaban rojas. En la frente tenía un limpio agujero de bala. Al parecer, la enfermedad y la desesperación no habían sido del todo eficaces.

Locke se quedó mirando mientras arrojaban el siguiente cuerpo a la fosa común, y a un tercero que le siguió.

Bjørnstrøm se paseó por el extremo más alejado de la fosa y encendió un cigarrillo. Sus ojos se encontraron con los de Locke.

—Así es la vida —dijo.

Detrás de Locke, Tetelman habló.

—Creímos que no volvería —dijo, intentando quizá justificar su alianza con Bjørnstrøm.

—Stumpf ha muerto —dijo Locke.

—Mejor, menos para dividir —comentó Tetelman, acercándose y poniéndole una mano sobre el hombro.

Locke no respondió; se limitó a mirar fijamente los cadáveres, a los que estaban cubriendo de cal; lentamente fue advirtiendo el calorcillo que le bajaba por el cuerpo desde el punto en que Tetelman lo había tocado. Asqueado, el hombre había quitado la mano, y se quedó mirando la creciente mancha de sangre de la camisa de Locke.

Crepúsculo en las torres

Las fotografías de Mironenko que le habían enseñado a Ballard distaban mucho de ser instructivas. Sólo en una o dos de ellas aparecía el rostro del hombre de la KGB, plenamente; las restantes eran en su mayoría confusas y poco claras: delataban sus orígenes furtivos. Eso no preocupó demasiado a Ballard. Una larga experiencia, en ocasiones amarga, le había enseñado que el ojo estaba siempre demasiado dispuesto al engaño, pero existían otras facultades…, los restos de unos sentidos que la vida moderna había vuelto obsoletos… y que él había aprendido a poner en juego, para oler los síntomas más leves de traición. De esta capacidad se valdría cuando se encontrara con Mironenko. Con ellos le arrancaría la verdad a aquel hombre.

¿La verdad? Ahí residía la cuestión más intrincada, porque, en este contexto, ¿acaso no era la sinceridad una fiesta móvil? Sergei Zakharovich Mironenko había sido Jefe de Sección de la Directiva S de la KGB durante once años, y había tenido acceso a la información más confidencial sobre la dispersión de ilegales soviéticos en Occidente. Sin embargo, en las últimas semanas se había desencantado de sus amos actuales y había manifestado su consiguiente deseo de desertar al Servicio de Seguridad Británico. A cambio de los complicados esfuerzos que se tendrían que realizar por su culpa, se había ofrecido a actuar como agente dentro de la KGB durante un período de tres meses, concluido el cual lo conducirían al seno de la democracia y lo ocultarían donde sus vengativos jefes supremos no lograran encontrarlo jamás. Le había tocado a Ballard encontrarse cara a cara con el ruso, en la esperanza de establecer si la deslealtad de Mironenko para con su ideología era real o fingida. La respuesta no vendría de labios de Mironenko, y Ballard lo sabía. sino de algún matiz de su comportamiento que sólo el instinto lograría comprender.

En otra época, Ballard habría encontrado fascinante el acertijo, cada uno de sus pensamientos vigilantes habrían dado vueltas al problema por descifrar. Pero tal compromiso había pertenecido a un hombre convencido de que sus actos ejercían un efecto significativo sobre el mundo. Ahora había ganado en experiencia. Los agentes del Este y del Oeste se dedicaban a sus trabajos secretos sin interrupción. Conspiraban, confabulaban, de vez en cuando (aunque raramente) derramaban sangre. Se producían derrotas, pactos especiales y victorias tácticas menores. Pero al final las cosas seguían más o menos como siempre.

Esta ciudad, por ejemplo. Ballard había ido por primera vez a Berlín en abril de 1969. Entonces tenía veintinueve años; acababa de terminar el adiestramiento intensivo y estaba listo para vivir un poco. Aunque allí no se había sentido cómodo. La ciudad le resultó carente de encanto, a menudo desierta. Odell, su colega durante los dos primeros años, había tenido que probarle que Berlín era merecedora de sus afectos, y cuando Ballard cayó, quedó perdido para el resto de su vida. Se sentía más en casa en esta ciudad dividida que en Londres. Su desasosiego, su idealismo fallido y —quizá lo más agudo de todo— su terrible aislamiento, se parecían mucho a él. La ciudad y él mantenían una presencia en un erial de ambiciones muertas.

Encontró a Mironenko en la Germalde Galerie, y sí, las fotografías habían mentido. El ruso parecía tener más de cuarenta y seis años, y se le veía más enfermo que en aquellos retratos robados. Ninguno de los dos hombres dio muestras de reconocerse. Recorrieron la colección de la galería durante una buena media hora; Mironenko demostró un interés marcado, aparentemente genuino, hacia las obras expuestas. Sólo cuando ambos estuvieron seguros de que no los observaban, el ruso abandonó el edificio y condujo a Ballard hasta el amable suburbio de Dahlem, a una casa segura, mutuamente acordada. Allí, en la cocina pequeña y sin calefacción se sentaron y hablaron.

El dominio del inglés de Mironenko era inseguro, o al menos eso parecía, aunque Ballard tuvo la impresión de que sus esfuerzos por encontrar el sentido eran tanto tácticos como gramaticales. De haber estado él en la situación del ruso, muy bien podría haber presentado la misma fachada; rara vez resultaba dañino parecer menos competente de lo que uno era. A pesar de las dificultades que tenía para expresarse, las declaraciones de Mironenko eran inequívocas.

—Ya no soy comunista —dijo humildemente—. No he sido miembro del partido, al menos no aquí. —Se llevó el puño al pecho y agregó—: Desde hace muchos años.

Sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo blancuzco, se quitó un guante, y de entre los pliegues del pañuelo extrajo un frasco de tabletas. —Perdóneme —dijo, y con unos golpecitos sacó las tabletas de la botella—. Tengo dolores. En la cabeza y en las manos.

Ballard esperó hasta que se hubo tragado la medicación antes de preguntarle:

—¿Por qué empezó a dudar?

El ruso se guardó el frasco y el pañuelo en el bolsillo; su rostro estaba falto de toda expresión.

—¿Cómo llega un hombre a perder la… la fe? —preguntó a su vez—. ¿Acaso será porque he visto demasiado, o tal vez demasiado poco?

Observó el rostro de Ballard para comprobar si sus palabras titubeantes tenían algún sentido. Al no encontrar allí comprensión alguna, volvió a intentarlo.

—Creo que el hombre que no cree que está perdido, lo está.

La paradoja fue expresada de forma elegante; la sospecha de Ballard en cuanto al verdadero dominio de Mironenko del inglés se confirmó.

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