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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (22 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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—¿Qué hacéis aquí? —inquirió. El sol le quemaba la nuca—. Estos terrenos son nuestros.

El niño seguía mirándolo a la cara. Sus ojos almendrados se resistían a temerle.

—No te entienden —le dijo Cherrick.

—Tráeme al alemán. Y que él se lo explique.

—No puede moverse.

—Tráemelo hasta aquí —dijo Locke—. Aunque se haya cagado en los pantalones.

Cherrick retrocedió hasta el sendero, dejando a Locke en medio del círculo de chozas. Locke miró de portal en portal, de árbol en árbol, intentando calcular cuántos eran. No habría más de tres docenas de indios; las dos terceras partes eran mujeres y niños, descendientes de los grandes pueblos que en una época habían vagado a millares por la cuenca del Amazonas. Ahora, aquellas tribus estaban casi diezmadas. Estaban arrasando y quemando la selva en la que antaño prosperaran durante generaciones; por sus cotos de caza avanzaban velozmente las autopistas de ocho carriles. Todo lo que consideraban sagrado —lo salvaje, el lugar que ocupaban en este sistema— era pisoteado y violado: eran exiliados en su propia tierra. Aun así, se negaban a rendir homenaje a sus nuevos amos, a pesar de los rifles que traían consigo. Sólo la muerte los convencería de su derrota, reflexionó Locke.

Cherrick encontró a Stumpf despatarrado en el asiento delantero del
jeep
, con sus descoloridas facciones más decaídas que nunca.

—Locke quiere que vayas —le dijo, sacudiéndolo para sacarlo del sopor—. El villorrio sigue ocupado. Tendrás que hablar con ellos.

—No puedo moverme —gimió Stumpf—. Me estoy muriendo…

—Locke te quiere vivo o muerto —le explicó Cherrick.

El temor que Locke les inspiraba, temor del que nunca hablaban, era quizá una de las pocas cosas que tenían en común; eso y la codicia.

—Me siento fatal —dijo Stumpf.

—Si no te llevo, vendrá él mismo a buscarte —le indicó Cherrick.

Era un argumento irrefutable. Stumpf lanzó una desesperada mirada al otro hombre, asintió con la cabeza enorme y dijo:

—Está bien, ayúdame.

Cherrick no tenía ninguna gana de tocar a Stumpf. El hedor de su enfermedad era insoportable; era como si el contenido de sus tripas le rezumara a través de los poros; su piel tenía el lustre de la carne rancia. A pesar de todo, tomó la mano tendida. Sin ayuda, Stumpf habría sido incapaz de recorrer los cientos de metros que separaban el
jeep
del recinto de chozas.

Allá adelante, Locke gritaba.

—Date prisa —le urgió Cherrick, tirando de Stumpf para bajarlo del asiento delantero y conducirlo hasta donde Locke vociferaba—. Acabemos con todo esto de una vez.

Cuando los dos hombres llegaron al círculo de chozas, la escena no había variado mucho. Locke miró a su alrededor en busca de Stumpf.

—Tenemos invasores —le dijo.

—Eso veo —repuso Stumpf, agobiado.

—Diles que se vayan de nuestras tierras. Diles que esto es nuestro territorio, que lo hemos comprado. Sin inquilinos.

Stumpf asintió sin mirar a los ojos enfurecidos de Locke. En ocasiones lo odiaba tanto como se odiaba a sí mismo.

—Vamos… —lo instó Locke.

Con un ademán indicó a Cherrick que soltara a Stumpf. Cherrick obedeció. El alemán se tambaleó con la cabeza inclinada. Tardó unos segundos en elaborar su discurso, luego alzó la cabeza y pronunció unas cuantas palabras mustias en mal portugués. La declaración fue recibida con las mismas expresiones impasibles que la actuación de Locke. Stumpf volvió a intentarlo, reordenando su inadecuado vocabulario para despertar una luz de entendimiento entre aquellos salvajes.

El niño al que tanto habían divertido las cabriolas de Locke miraba ahora fijamente a este tercer demonio; de su rostro se había borrado la sonrisa. Éste no era tan cómico como el primero; éste estaba enfermo y se le veía macilento: olía a muerte. El niño se tapó la nariz para no inhalar la maldad que despedía.

Stumpf escrudriñó a su audiencia con la vista nublada. Si habían entendido y fingían aquella impasible incomprensión, era una actuación sin mácula. Derrotadas sus limitadas habilidades, aturdido, se volvió hacia Locke.

—No me entienden —le dijo.

—Vuelve a decírselo.

—Creo que no hablan portugués.

—Díselo de todos modos.

—No tenemos por qué hablar con ellos —comentó en voz baja Cherrick, al tiempo que amartillaba el rifle—. Están en nuestras tierras. Y tenemos derecho a…

—No —dijo Locke—. No hay necesidad de dispararles. No, si podemos convencerlos de que se vayan pacíficamente.

—No saben lo que es el sentido común —insistió Cherrick—. Míralos. Son animales. Viven en la mugre.

Stumpf había vuelto a intentar comunicarse con ellos; esta vez acompañó sus palabras titubeantes con unos gestos dignos de compasión.

—Diles que tenemos que trabajar —le sugirió Locke.

—Lo hago lo mejor que puedo —replicó Stumpf, irritado.

—Tenemos papeles.

—No creo que eso pueda llegar a impresionarlos —replicó Stumpf con un cauteloso sarcasmo que el otro hombre no captó.

—Diles que se vayan. Que busquen otro terreno que ocupar. Observando cómo Stumpf intentaba traducir estos sentimientos en palabras y al lenguaje de los signos, Locke empezó a repasar las alternativas que le quedaban. Una de dos: o los indios —los txukahamei o los achual o cualquiera que fuera la maldita tribu— aceptaban sus exigencias y se marchaban, o tendrían que echarlos a la fuerza. Como Cherrick había dicho, estaban en su derecho. Tenían papeles de los organismos de desarrollo; tenían mapas en los que se señalaba la división entre un terreno y el siguiente; contaban con todas las autorizaciones, desde las firmas hasta las balas. No tenía un vivo deseo de derramar sangre. El mundo seguía demasiado lleno de liberales de sangrante corazón y de sentimentalistas de ojos tiernos como para hacer del genocidio la solución más conveniente. Pero en anteriores ocasiones se habían utilizado las armas, y volverían a utilizarse, hasta que el último indio sucio se hubiera puesto un par de pantalones y hubiera dejado de comerse a los simios.

A pesar de la batahola de los liberales, las armas tenían su encanto. Eran rápidas, y absolutas. Una vez emitidos sus discursos breves y agudos, no había peligro de que se produjeran ulteriores protestas, no dejaban lugar a que al cabo de diez años algún indio mercenario que hubiera encontrado un ejemplar de Marx en alguna cuneta pudiera regresar exigiendo sus territorios tribales, con petróleo, minerales y todo lo demás. Una vez desaparecidos, era para siempre.

Sólo de pensar en ver muertos a esos salvajes de rostros colorados, a Locke le empezó a picar el dedo con el que apretaba el gatillo: sintió una comezón física. Stumpf había terminado de repetir su discurso sin resultados. Gruñó y se volvió hacia Locke. —Voy a vomitar —dijo.

Tenía la cara pálida y brillante; el resplandor de su piel hacía que sus dientecitos parecieran sucios. —Tú mismo —repuso Locke.

—Por favor. Tengo que acostarme. No quiero que ellos me vean. —No te moverás hasta que te hagan caso —le informó Locke, negando con la cabeza—. Si no nos hacen caso, verás algo por lo que merecerá la pena que vomites.

Mientras hablaba, Locke jugueteó con la caja del rifle, y pasó la uña rota del pulgar por las muescas que llevaba grabadas. Había por lo menos una docena; cada una representaba la tumba de una persona. La selva ocultaba el asesinato con mucha facilidad, parecía incluso que perdonara el crimen de una forma enigmática.

Stumpf se apartó de Locke y volvió a escrutar a los mudos circunstantes. Había tantos indios, pensó; y, aunque llevaba pistola, era un tirador inepto. Suponiendo que arremetieran contra Locke, Cherrick y el mismo, no lograrían sobrevivir. Y sin embargo, al mirar a los indios, no lograba encontrar ninguna señal de agresión. Antaño habían sido guerreros. ¿Ahora? Eran como niños castigados, enfurruñados y obstinadamente estúpidos. En una o dos de las mujeres quedaba algún rastro de belleza; su piel, aunque mugrienta, era delicada, y tenían los ojos negros. De haber estado en mejores condiciones de salud, sus desnudeces le habrían excitado, se habría sentido tentado de estrujar entre las manos aquellos cuerpos relucientes. Tal como estaban las cosas, su fingida incomprensión no hacía más que irritarlo. En medio del silencio, parecían como de otra especie, misteriosos e indescifrables como mulas o pájaros. ¿Acaso no le habían dicho en Uxituba que muchos de ellos ni siquiera ponían nombre a sus hijos, que cada uno de ellos era como una extremidad de la tribu, anónimo y por lo tanto inamovible? Al ver en cada par de ojos la misma mirada oscura, lo creía. Creía que no se estaban enfrentando a tres docenas de individuos, sino a un sistema fluido de odio hecho carne. Se echó a temblar sólo de pensarlo.

Por primera vez desde que aparecieran los hombres blancos, uno de la tribu se movió. Era un anciano; se notaba que tendría unos treinta años más que el resto de la tribu. Iba desnudo, igual que los demás. La carne mustia de sus piernas y sus tetillas parecía cuero bronceado; aunque sus ojos pálidos indicaban que estaba ciego, su paso era perfectamente seguro. Cuando estuvo frente a los intrusos, abrió la boca —las encías consumidas carecían de dientes— y habló. Lo que salió de su enjuta garganta no era una lengua hecha de palabras, sino de sonidos, una mezcla confusa de sonidos de la selva. Aquella manifestación no presentaba un modelo discernible, era simplemente una muestra —apabullante, a su manera— de personificaciones. Aquel hombre rugía como un jaguar, chillaba como un papagayo; en su garganta albergaba el sonido de la lluvia al mojar las orquídeas y el aullido de los monos.

Los sonidos asquearon a Stumpf. La selva lo había enfermado, deshidratado, exprimido. Y aquel hombre enjuto de ojos reumáticos le estaba vomitando a la cara aquel asqueroso lugar entero. El crudo calor reinante en el círculo de chozas hizo que a Stumpf le latiera la cabeza, y mientras escuchaba el clamor del sabio tuvo la certeza de que el anciano acomodaba el ritmo de su tonta perorata a los latidos que él mismo sentía en las sienes y las muñecas.

—¿Qué dice? —inquirió Locke.

—¿A qué te parece que suena? —repuso Stumpf, irritado por la estúpida pregunta de Locke—. Son sólo ruidos.

—El desgraciado nos está maldiciendo —comentó Cherrick. Stumpf se volvió para fijarse en el tercer hombre. Cherrick tenía los ojos desorbitados.

—Es una maldición —le dijo a Stumpf.

Locke se echó a reír, indiferente ante la aprensión de Cherrick.

Apartó a Stumpf de un empellón y quedó encarado con el viejo, cuya perorata cantada bajó de tono, hasta hacerse melodiosa. Cantaba el crepúsculo, pensó Stumpf: aquella breve ambigüedad entre el día feroz y la noche sofocante. Sí, era eso. En la canción logró captar el ronroneo y el arrullo de un reino somnoliento. Tan persuasivo resultaba que deseó tenderse allí mismo y ponerse a dormir. Locke rompió el hechizo.

— ¿Qué estás diciendo? —escupió casi en la cara tortuosa del indio—. ¡Habla con cordura!

Pero los sonidos nocturnos prolongaron su susurro, como un torrente ininterrumpido.

—Ésta es nuestra aldea —intervino otra voz.

El hombre hablaba como para traducir las palabras del anciano. Locke se volvió abruptamente para localizar a quien había hablado. Era un joven delgado, cuya piel pudo haber sido dorada en otra época.

—Nuestra aldea. Nuestra tierra.

—Hablas inglés —le dijo Locke.

—Un poco —repuso el joven.

—¿Por qué no me contestaste antes? —inquirió Locke.

Su furia se exacerbó al notar el desinterés reflejado en el rostro del indio.

—No me correspondía —repuso el hombre—. Él es el más viejo.

—¿El jefe, quieres decir?

—El jefe está muerto. Toda su familia está muerta. Éste es el más sabio de todos…

—Entonces dile…

—No hace falta decirle nada —le interrumpió el joven—. Te entiende.

—¿También habla inglés?

—No —repuso el otro—, pero te entiende. Eres… transparente.

Locke captó a medias que el joven intentaba insultarlo, pero no estaba del todo seguro. Lanzó una mirada asombrada a Stumpf. El alemán sacudió la cabeza. Locke concentró su atención en el joven.

—De todos modos, díselo. Díselo a todos. Esta tierra es nuestra. La hemos comprado.

—La tribu siempre ha vivido aquí —fue la respuesta.

—Pues ahora ya no —le dijo Cherrick.

—Tenemos papeles… —intervino Stumpf suavemente, con la esperanza de que el enfrentamiento acabara pacíficamente—, papeles del gobierno.

—Nosotros estábamos aquí antes que el gobierno —repuso el muchacho.

El viejo había dejado de hablar como la selva. Tal vez haya llegado al comienzo de un nuevo día y por eso se detiene, pensó Stumpf. El anciano se alejó, indiferente a la presencia de los inoportunos visitantes.

—Dile que vuelva —exigió Locke, apuntando al joven con el rifle. El ademán no ocultaba ambigüedad alguna—. Oblígalo a que diga a los demás que tienen que irse.

El muchacho no pareció impresionado por la amenaza del rifle, y se mostró claramente reacio a darle órdenes a uno de sus mayores, por más que existiera un imperativo. Se limitó a observar cómo regresaba el anciano a la choza de la que había salido. En el recinto, los demás comenzaron a retirarse. Al parecer, la retirada del viejo había sido la señal de que se había acabado la fiesta.

—¡No! —rugió Cherrick—. No estáis escuchando.

El color de sus mejillas había aumentado un tono, y su voz, una octava. Avanzó con el rifle en alto.

—¡Maldita escoria!

A pesar de su histeria, perdió audiencia rápidamente. El anciano había llegado a la puerta de su choza, y dobló la espalda para desaparecer en el interior; los pocos miembros de la tribu que mostraban algún interés por los hechos observaban a los europeos con un aire de lástima por su locura. Aquello enfureció aún más a Cherrick.

—¡Escuchadme! —aulló. El sudor le perlaba la frente cuando volvió la cabeza a una de las figuras en retirada, y luego a otra—. ¡Escuchadme, bastardos!

—Tranquilo… —le dijo Stumpf.

Aquello desató a Cherrick. Sin advertencia alguna, se llevó el rifle al hombro, apuntó hacia la puerta abierta de la choza en la que había desaparecido el anciano y disparó. De la copa de los árboles adyacentes salieron volando unos pájaros; los perros pusieron pies en polvorosa. Del interior de la choza salió un gritito, que no se parecía en nada a la voz del anciano. Al oírlo, Stumpf cayó de rodillas, sosteniéndose el vientre, abatido por los espasmos. Con la cara sepultada en el suelo, no logró ver la diminuta figura que salió de la choza y trotó a la luz. Cuando levantó la cabeza para mirar y vio cómo el niño de la cara roja se agarraba el vientre, abrigó la esperanza de que sus ojos mintieran. Pero no mintieron. Lo que fluía entre los deditos del niño era sangre, y lo que se reflejaba en su cara era la muerte. Cayó sobre la tierra batida, ante el umbral de la choza, se retorció y murió.

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