Read Libros de Sangre Vol. 4 Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (20 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
4.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

No supo cuánto tiempo permaneció sentada en el suelo, junto a la puerta, pero cuando volvió a incorporarse, tenía las piernas completamente dormidas y se sentía hambrienta. Comió con voracidad, y se acabó más o menos las compras de aquella mañana. Mientras tanto, las moscas parecían haberse reproducido; caminaban sobre la mesa y se comían las sobras. Las dejó hacer. Ellas también tenían que vivir sus vidas.

Finalmente, decidió tomar un poco el aire. No obstante, en cuanto hubo salido del apartamento, el vigilante Prudhoe se asomó en lo alto de la escalera y la llamó.

—Señorita Rider, espere un momento. Tengo un recado para usted.

Contempló la posibilidad de cerrarle la puerta en la cara, pero sabía que el hombre no cejaría hasta haber emitido el mensaje. Bajó la escalera a toda prisa, cual una Casandra en chancletas gastadas.

—Estuvo aquí la policía —le anunció sin haber llegado al pie de la escalera—, la buscaban.

—¿Dijeron qué querían?

—Hablar con usted. Urgentemente. Dos de sus amigos…

—¿Qué les pasa?

—Han muerto —repuso—. Esta tarde. Tienen no sé qué enfermedad.

En la mano tenía una nota. Se la entregó, soltándola un instante antes de que ella la cogiera.

—Me dejaron este número para que llamase. Ha de ponerse en contacto con ellos lo antes posible.

Una vez entregado el mensaje, volvió a subir la escalera.

Elaine miró la nota y los números garabateados en ella. Cuando hubo leído los siete dígitos, Prudhoe había desaparecido.

Entró otra vez al apartamento. Por algún motivo no pensaba en Reuben ni en Sonja —a los que, al parecer, no volvería a ver— sino en el marino, en Maybury, que había visto a la Muerte y había huido de ella sólo para que lo siguiera como un perro fiel, esperando el momento adecuado para saltarle encima y lamerle la cara. Se sentó junto al teléfono y se quedó mirando fijamente los números de la nota, y luego los dedos que sostenían la nota y las manos que sostenían los dedos. ¿Acaso el contacto que residía con tanta inocencia en el extremo de sus brazos era ahora letal? ¿Acaso era eso lo que los detectives habían ido a decirle? ¿Que sus amigos habían muerto gracias a sus buenos oficios? Si era así, ¿a cuántas personas había rozado y sobre cuántos había respirado en los días transcurridos desde su pestilente educación en la cripta? En la calle, en el autobús, en el supermercado, en el trabajo, en las diversiones. Pensó en Bernice, tendida en el suelo del lavabo, y en Hermione, frotándose el sitio donde la había besado, como si supiera que le habían pasado alguna plaga. Y de pronto supo, en el fondo de su corazón supo que las sospechas de sus perseguidores eran ciertas, y que durante esos días adormilados había estado nutriendo una cría fatal. De ahí el hambre, de ahí la plenitud que sentía.

Dejó la nota y se sentó en la semipenumbra, tratando de adivinar exactamente el lugar en el que se hallaba la plaga. ¿En la punta de los dedos, en el vientre, en los ojos? En ninguno de esos sitios y, a la vez, en todos. Su primera suposición no era acertada. No se trataba de una cría: no la llevaba en ninguna célula en particular. Sino en todas partes. Ella y la enfermedad eran sinónimos. En ese caso, no podrían cortarle la parte ofensiva, como habían hecho con los tumores y con todo lo que los tumores habían devorado. Aunque, por ese hecho, Elaine no lograría dejar de llamarles la atención. Habían ido a buscarla para devolverla a la custodia de unos cuartos estériles, para privarla de sus opiniones y de su dignidad, para hacerla objeto únicamente de sus desamoradas investigaciones. La idea le dio asco; prefería morir, igual que la mujer de cabello castaño de la cripta, vencida por la agonía, que volver a someterse a ellos. Hizo pedazos la nota y dejó caer los fragmentos.

De todos modos, era demasiado tarde para encontrar soluciones. Los del traslado habían abierto la puerta y se habían encontrado con que al otro lado esperaba la Muerte, ansiosa por ver la luz del día. Ella era su agente, y la Muerte, en su sabiduría, le había concedido la inmunidad, le había dado fuerzas y aquel lánguido éxtasis, y se había llevado sus temores. A cambio, ella había difundido su palabra, y no había manera de deshacer aquella obra: ya no. Las decenas, incluso cientos de Personas que había contaminado en los últimos días habrían vuelto con sus familias y amigos, a sus lugares de trabajo o de diversión, y habrían difundido la palabra aún más. Habrían pasado la promesa fatal de la Muerte a sus hijos al arroparlos en la cama, a sus parejas en el acto del amor. Los sacerdotes la habrían dado con la Comunión, los tenderos con el cambio de un billete de cinco libras.

Mientras pensaba en ello —en la enfermedad avanzando como el fuego en la madera— volvió a sonar el timbre. Habían vuelto a buscarla.

Y, como antes, llamaban a los timbres de los otros apartamentos. Logró oir a Prudhoe que bajaba la escalera. En esta ocasión, sabía que estaba en casa. Y se lo diría. Aporrearían la puerta, y cuando ella rehusara abrir…

Mientras Prudhoe les abría la puerta principal, Elaine quitó el cerrojo de la de atrás. Al salir al patio, oyó voces ante la puerta del apartamento, y luego los golpes y las demandas. Descorrió el pestillo de la puerta del patio y se lanzó a la oscuridad del callejón. Cuando hubieron derribado la puerta, ella ya se encontraba lejos y no logró oírlos.

Deseaba más que nada regresar a Todos los Santos, pero sabía que esa táctica invitaría a que la arrestasen. Supondrían que seguiría ese camino, contando con el hecho de que siguiera la primera causa. Pero quería volver a ver la cara de la Muerte, ahora más que nunca. Hablar con ella. Discutir sus estrategias. Las estrategias de las dos. Preguntarle por qué la había escogido.

Salió del callejón y desde la esquina observó los sucesos que se producian frente al edificio. Esta vez había más de dos hombres —logró contar por lo menos cuatro— que entraban y salían de la casa. ¿Qué estarían haciendo? Fisgoneando entre su ropa interior y sus cartas de amor, seguramente, examinando las sábanas de su cama en busca de pelos, y el espejo, para ver si quedaban trazas de su reflejo. Aunque pusieran el apartamento patas arriba, y lo examinaran todo a fondo, no encontrarían las pistas que buscaban. Déjalos que busquen. La amante había huido. Sólo quedaban las manchas de sus lágrimas, y las moscas pegadas a la bombilla de la luz, para contar sus alabanzas.

Era una noche estrellada, pero a medida que se acercaba al centro. el brillo de las lámparas que festoneaban los árboles de Navidad y los edificios apagaron su luz. A esa hora, la mayoría de las tiendas habían cerrado hacía rato, pero todavía deambulaba por las aceras un buen numero de personas que miraban escaparates. Se cansó pronto de las fruslerías y los maniquíes, y se apartó del camino principal para dirigirse a las calles menos importantes. Estaban más oscuras, lo cual convenía a su estado de abstracción. Por las puertas abiertas de los bares salía el sonido de risas y música; en un garito de un primer piso se inició una discusión: hubo un intercambio de golpes; en un portal, dos amantes desafiaban la discreción; en otro, un hombre orinaba con la vitalidad de un caballo.

Sólo entonces, en la relativa calma de aquellos rincones tranquilos, advirtió que no estaba sola. A una cautelosa distancia la seguían unos pasos. sin alejarse nunca demasiado. ¿Acaso sus perseguidores la habrían seguido? ¿Acaso estarían rodeándola, dispuestos ya a detenerla? Si así era, la huida no haría más que demorar lo inevitable. Sería mejor que se enfrentara a ellos ahora, que los retara a acercarse lo suficiente como para exponerse al contagio. Se ocultó sigilosamente y escuchó aproximarse los pasos; entonces, se plantó ante ellos.

No era la ley, sino Kavanagh. A su sorpresa inicial siguió, casi de inmediato, la súbita comprensión del por qué la había perseguido. Elaine lo estudió. Tenía la piel tan tirante sobre la cabeza que, bajo la luz tenue, logró distinguir el brillo de sus huesos. ¿Cómo era posible, inquirieron sus turbulentos pensamientos, que no lo reconociera antes? ¿Que no hubiera notado durante el primer encuentro, cuando había hablado de los muertos, de su encanto, que él era su Hacedor?

—La he seguido —le explicó.

—¿Desde mi casa?

Asintió.

—¿Qué le han dicho? —le preguntó él—. ¿Qué le ha dicho la policía?

—Nada que no hubiera adivinado ya —repuso ella.

—¿Lo sabía?

—En cierto modo sí. En el fondo de mi corazón, creo que lo sabía. ¿Recuerda nuestra primera conversación?

Kavanagh asintió con un murmullo.

—Todo lo que dijo de la Muerte. Cuánto egoísmo.

Sonrió de pronto, dejando ver más huesos.

—Sí, ¿qué habrá pensado de mí? —inquirió él.

—Incluso entonces, aquello tuvo un cierto sentido. Aunque no sabía por qué. No sabía lo que me depararía el futuro…

—¿Qué le depara? —preguntó él en voz baja.

—La Muerte ha estado esperándome todo este tiempo, ¿no es cierto? —inquirió, encogiéndose de hombros.

—Claro que sí —repuso él, satisfecho de que comprendiera la situación que había entre ambos.

Avanzó un paso y tendió la mano para tocarle la cara.

—Es usted admirable.

—En realidad no.

—Mire que permanecer tan indiferente ante todo esto. Tan fría.

—¿Qué es lo que hay que temer? —preguntó Elaine.

El le acarició la mejilla. En ese momento esperaba que la capa de piel se le abriera y que de las cavidades oculares saltaran las canicas que jugueteaban en su interior y se hicieran añicos. Pero Kavanagh mantuvo intacto su disfraz, por el bien de las apariencias.

—Te quiero —le dijo.

—Sí —repuso ella.

Claro que quería. Desde el primer momento, en cada palabra, la había querido, pero ella había carecido de la inteligencia para comprenderlo. En definitiva, toda historia de amor era una historia de muerte. Los poetas se empeñaban en ese punto. ;Por qué tenía que ser menos cierto lo opuesto?

No podían ir adonde él vivía; le dijo que también allí habría policías, que ya estarían enterados de su romance. Por supuesto, tampoco podían regresar al piso de ella. De modo que buscaron un hotelito en las cercanías y pidieron una habitación. En el destartalado ascensor, él tomó la libertad de acariciarle el pelo, al ver que ella no lo rechazaba, la puso la mano sobre el pecho.

El cuarto contaba con escasos muebles, pero un árbol de Navidad que había en la calle le daba un cierto toque de encanto con sus luces coloreadas. Su amante no le quitó los ojos de encima ni por un momento como si incluso entonces esperara que diera media vuelta y huyera despavorida al menor fallo de su conducta. No había motivo de preocupación, porque la forma en que la trataba no daba lugar a queja alguna. Sus besos eran insistentes pero no abrumadores. La forma en que la desnudó —salvo por la torpeza (un bonito contacto humano, pensó ella)— fue un modelo de delicadeza y dulce solemnidad.

Se sorprendió de que no supiera ya lo de sus cicatrices, porque había llegado a creer que aquella intimidad había comenzado en la mesa de operaciones, cuando había estado en sus brazos en dos ocasiones, y en dos ocasiones la actitud provocativa del cirujano lo había impedido. Pero quizá, como no era un sentimental, se habría olvidado de aquel primer encuentro. Cualquiera que fuese el motivo, pareció molestarse cuando le quitó el vestido, y se produjo un tembloroso intervalo durante el que Elaine creyó que la rechazaría. Pero el momento pasó, y él tendió la mano hasta el abdomen de Elaine y le pasó los dedos por la cicatriz.

—Es hermosa —le dijo.

Ella se sintió feliz.

—Casi me muero cuando estaba bajo los efectos de la anestesia —le comentó.

—Habría sido un desperdicio —repuso él, subiendo la mano para acariciarle los senos.

Aquello pareció excitarlo, porque cuando volvió a hablar, su voz sonó más gutural.

—¿Qué te dijeron? —le preguntó, deslizando las manos hasta el suave canal que tenía detrás de la clavícula para acariciarla.

Hacía meses que no la tocaban, salvo aquellas manos desinfectadas; su delicadeza la hizo temblar. Tan ensimismada estaba con el placer que sentía que no contestó a su pregunta. Volvió a preguntárselo mientras se movía entre sus piernas.

— ¿Qué te dijeron?

—Me dejaron un número de teléfono para que los llamase —repuso a través de la nebulosa expectación que la invadía—. Para ayudarme —Pero tú no querías ayuda, ¿verdad?

—No, ¿para qué iba a quererla? —inquirió con un suspiro.

Entrevió su sonrisa, aunque sus ojos no deseaban otra cosa que cerrarse del todo. Su aspecto no lograba despertar en ella pasión alguna, en realidad, su disfraz tenía muchas cosas (entre otras, aquella absurda pajarita) que le resultaban ridículas. Sin embargo, con los ojos cerrados, podía olvidar detalles tan insignificantes, podía quitarle la máscara imaginárselo puro. Cuando pensó en él de aquella forma, su mente hizo cabriolas.

Le quitó las manos de encima; ella abrió los ojos. Torpemente, intentaba desabrocharse el cinturón. Mientras él estaba ocupado, desde abajo les llegó un grito. Kavanagh volvió bruscamente la cabeza en dirección a la ventana; los músculos se le tensaron. A Elaine le sorprendió su repentina preocupación.

—No hay de qué preocuparse —le aseguró ella.

Kavanagh se inclinó sobre ella y le puso la mano en la garganta.

—Cállate —le ordenó.

Lo miró a la cara. Había empezado a sudar. La conversación de la calle continuó durante unos minutos; se trataba de dos apostadores noctámbulos que se estaban despidiendo. Kavanagh advirtió su error.

—Creí haber oído…

—¿Qué?

—…Creí haber oído gritar mi nombre.

—¿Quién haría semejante cosa? —preguntó ella, cariñosa—. Nadie sabe que estamos aquí.

Él apartó la mirada de la ventana. De repente, se había extinguido toda su determinación; después del instante de temor, sus facciones se habían relajado. Le pareció casi estúpido.

—Estuvieron a punto, pero nunca me encontraron —le comentó.

—¿A punto?

—Al ir en tu busca —le dijo, apoyando la cabeza sobre sus senos—. Por un pelo —murmuró. Elaine logró oír cómo le latían las sienes—. Pero soy rápido —agregó Él—. E invisible.

La mano de Kavanagh bajó hasta la cicatriz de Elaine, y más abajo aún.

—Y siempre soy muy limpio —añadió él.

Al acariciarla, Elaine suspiró.

—Me admiran por eso, estoy seguro. ¿No crees que deben admirarme por ser tan limpio?

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
4.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

One Final Season by Elizabeth Beacon
For the Love of Gracie by Amy K. Mcclung
Goodnight Sweetheart by Annie Groves


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024