—¿Cómo?
—Con ellos me gano la vida —le contestó Tetelman echándole una mirada indolente—. Al menos en parte. Me está usted pidiendo que provoque mi propia quiebra.
«No sólo parece una vieja prostituta —pensó Locke—, sino que piensa como una vieja prostituta.»
—¿Cuánto cuesta su información? —preguntó.
—Una participación en lo que encuentre en sus terrenos —respondió Tetelman.
—¿Qué podemos perder? —inquirió Locke, asintiendo con la cabeza— . Cherrick, ¿estás de acuerdo en darle una participación?
Cherrick asintió encogiéndose de hombros.
—De acuerdo —dijo Locke—, hable.
—Necesitan medicinas —le explicó Tetelman— porque son muy susceptibles a nuestras enfermedades. Una plaga decente puede diezmarlos prácticamente de la noche a la mañana.
Locke meditó al respecto sin mirar a Tetelman.
—Caerían de un solo golpe —prosiguió Tetelman—. Prácticamente no tienen defensas contra ciertas bacterias. Como nunca tuvieron que crear resistencias contra ellas… La gonorrea. La viruela. Incluso el sarampión.
—¿Cómo? —inquirió Locke.
Otro silencio. Más allá de la escalera del porche, donde acababa la civilización, la selva se henchía para ir en busca del sol. En el calor líquido, las plantas florecían, se pudrían y volvían a florecer.
—He preguntado que cómo —repitió Locke.
—Con mantas —respondió Tetelman—, con las mantas de los muertos.
Poco antes del amanecer del día en que Stumpf se recuperó, Cherrick se despertó de repente, arrancado de su reposo por una pesadilla. Afuera, todo estaba oscuro como la pez; ni la luna ni las estrellas aliviaban la profundidad de la noche. Por el reloj de su cuerpo, que su vida de mercenario había adiestrado hasta adquirir una exactitud impresionante, supo que no tardaría mucho en amanecer, y no tenía ganas de volver a apoyar la cabeza y dormir. Porque en sus sueños le esperaba el anciano. Las palmas levantadas, la sangre brillante no era lo único que acosaban a Cherrick. Eran las palabras que en sueños surgían de la boca desdentada del anciano lo que le producían el sudor frío que ahora le cubría el cuerpo.
¿Qué decían esas palabras? No lograba recordarlas, pero lo deseaba; quería arrastrar los sentimientos hasta conducirlos a la vigilia, para poder diseccionarlos y desecharlos por ridículos. Pero no lograba recordarlos. Se quedó tendido sobre su miserable camastro, la oscuridad lo envolvía con demasiada fuerza como para moverse; de repente, las manos ensangrentadas estaban allí, frente a él, suspendidas del techo. No había ningún rostro, ni cielo, ni tampoco la tribu. Sólo las manos.
—Estoy soñando —se dijo Cherrick, pero no era tan tonto como para aceptarlo.
Y entonces, la voz. Su deseo se había hecho realidad; oía las palabras que había oído en sueños. Casi ninguna tenía sentido. Cherrick yacía en su camastro, como un recién nacido que escucha a sus padres hablar pero incapaz de comprender el significado de la conversación. Era un ignorante; saboreó la acritud de su estupidez por primera vez desde la infancia. La voz le hizo temer las ambigüedades de las que nunca había hecho caso, los susurros que su vida gritona había hecho inaudibles. Se esforzó por comprender, y no se sintió del todo frustrado. El hombre hablaba del mundo, y del exilio del mundo; hablaba de cómo destruye lo que uno trata de poseer. Cherrick luchó, deseando poder detener aquella voz para pedirle explicaciones. Pero se apagaba ya, escoltada por los gritos salvajes de los papagayos, por las voces roncas y llamativas que surgían de repente, por todas partes. A través de la malla de su red antimosquitos, Cherrick logró ver el cielo relumbrar tras las ramas de los árboles.
Se sentó en la cama. Las manos y la voz habían desaparecido, y con ellas todo, excepto un murmullo irritante de lo que casi había logrado comprender. Mientras dormía, había arrojado la única sábana y ahora se miraba el cuerpo con disgusto. Tenía la espalda, las nalgas y la parte trasera de los muslos doloridas. Había sudado demasiado sobre esas sábanas toscas, pensó. No era la primera vez en los últimos días que recordaba una pequeña casa en Bristol, la que en algunas época había sido su hogar.
El ruido de los pájaros le llenaba la cabeza. Se arrastró hasta el borde del camastro y apartó la red antimosquitos. Al tocarla, el tosco material de la red le restregó la palma de la mano. La soltó y maldijo por lo bajo. Hoy también sentía en la piel unas ansias de ternura, las mismas ansias que experimentara desde el día en que llegara al almacén. Incluso las plantas de los pies, apretadas contra el suelo por el peso de su cuerpo, parecían sufrir al tocar cada nudo y cada astilla. No veía la hora de alejarse de aquel lugar.
Un cálido hilillo le surcó la muñeca y le llamó la atención; se sorprendió de ver un pequeño surco de sangre bajarle por el brazo desde la mano. Tenía un corte en la yema del pulgar, donde la red antimosquitos le había arrancado la carne. Sangraba, aunque no copiosamente. Se chupó la herida y volvió a sentir esa sensibilidad extraña en el tacto que sólo la bebida abundante adormilaba. Escupiendo sangre, empezó a vestirse.
La ropas fueron como latigazos en la espalda. La camisa, endurecida por el sudor seco, le raspaba los hombros y el cuello; era como si sintiera los hilos aplastarle las terminaciones nerviosas. Por la forma en que lo raspaba, la camisa parecía hecha de tela de saco.
Oyó a Locke moverse en la habitación contigua. Terminó de vestirse con cuidado y fue a reunirse con él. Locke estaba sentado ante la mesa, junto a la ventana. Estudiaba con atención un mapa de Tetelman y bebía una taza de amargo café que Dancy gustaba de preparar, y que tomaba con una gota de leche condensada. Los dos hombres tenían poco que decirse. Desde el incidente de la aldea había desaparecido todo intento de simular amistad o respeto. El único hecho que los mantenía unidos era el contrato que habían firmado con Stumpf. En lugar de desayunar con whisky, cosa que Locke había considerado como un síntoma más de su declive, Cherrick se sirvió una taza del vomitivo brebaje de Dancy y salió a contemplar la mañana.
Se sentía raro. Había algo en el amanecer de aquel día que le provocaba una profunda inquietud. Conocía los peligros de cortejar temores infundados, e intentó prohibirlos, pero eran incontestables.
¿Sería sólo el agotamiento lo que esa mañana lo hacía tan dolorosamente consciente de sus muchos malestares? ¿Por qué si no iba a sentir con tanta fuerza la presión de sus ropas malolientes? El roce del borde de la bota contra el hueso del tobillo, la rítmica raspadura que le producía el pantalón en la pierna cuando caminaba, incluso el arañazo del aire que bullía alrededor de su cara y sus brazos expuestos. El mundo presionaba contra él —al menos era ésa la sensación—, presionaba como si quisiera eliminarlo.
Se le acercó una enorme libélula gimiente, con sus alas iridiscentes, y fue a chocar contra su brazo. El dolor de la colisión le hizo soltar el tazón. No se rompió, pero rodó hasta el porche y se perdió en la maleza. Enfadado, Cherrick apartó de él al insecto de un manotazo, y una mancha de sangre sobre el antebrazo tatuado señaló la defunción de la libélula. Se limpió. La sangre volvió a manar del mismo sitio, plena y oscura.
No era sangre de insecto, sino la suya propia. De algún modo, la libélula le había provocado un corte, pero no había sentido nada. Irritado, observó con más detenimiento la piel perforada. Le herida no era importante, pero sí dolorosa.
En el interior de la casa, oyó hablar a Locke. Vociferaba y le describía a Tetelman lo inútiles que eran sus compañeros de aventuras.
—Stumpf no está hecho para este tipo de trabajos —dijo—. Y Cherrick…
—¿Qué tienes que decir de mí?
Cherrick entró en la miserable estancia, limpiándose un nuevo flujo de sangre que le brotaba del brazo.
—Eres paranoico —repuso Locke sin molestarse en mirarlo a la cara—. Paranoico, y no eres digno de confianza.
—Sólo porque maté a un indio mocoso —adujo Cherrick. que no estaba de humor para soportar las impertinencias de Locke. Cuanto más se limpiaba la sangre del brazo lastimado, más le dolía—. Tú no tuviste cojones como para hacerlo por ti mismo.
Locke no se molestó en apartar la vista del mapa que estaba examinando. Cherrick se acercó a la mesa.
—¿Me has oído? —preguntó.
Para añadir fuerza a la pregunta, dio un puñetazo en la mesa. Con el impacto, la mano se le abrió. La sangre saltó en todas direcciones, manchando el mapa.
Cherrick aulló y se apartó de la mesa; la sangre le salía a borbotones de la raja enorme que se le había abierto en el costado de la mano. Se le veía el hueso. A través del tumulto del dolor que le bullía en la cabeza, logró oír una voz suave. Las palabras eran inaudibles, pero sabía de quién eran.
—¡No te escucharé! —gritó, sacudiendo la cabeza como un perro con una pulga en la oreja. Retrocedió tambaleándose hasta llegar a la pared, pero el más leve contacto le produjo otra agonía—. ¡No voy a escucharte, maldita sea!
—¿De qué rayos está hablando? —inquirió Dancy, apoyado en el marco de la puerta.
Los gritos lo habían despertado y sostenía todavía las
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de Shelley, sin las cuales Tetelman había confesado no poder dormir.
Locke reformuló la pregunta a Cherrick, que estaba de pie, con los ojos desmesuradamente abiertos, en un rincón del cuarto; de entre los dedos le manaba la sangre e intentaba vanamente restañar la herida de la mano.
—¿Qué estás diciendo?
—El me habló —repuso Cherrick—. El viejo.
—¿Qué viejo? —inquirió Tetelman.
—Se refiere al de la aldea —aclaró Locke. Y dirigiéndose a Cherrick, preguntó—: ¿Es a él a quien te refieres?
—Quiere echarnos. Exiliados. Igual que ellos. ¡Igual que ellos!
El terror de Cherrick escapaba rápidamente al control de cualquiera y. por supuesto, al suyo propio.
—Tiene una insolación —dijo Dancy. sin perder su manía de diagnosticar.
Locke sabía que no era así.
—Vamos a vendarte la mano —le dijo, acercándose lentamente a Cherrick.
—Lo he oído… —murmuró Cherrick.
—Te creo. Tranquilízate. Ya saldremos de ésta. —No —repuso el otro—. Nos sacarán de aquí. Todo lo que tocamos. Todo lo que tocamos.
Daba la impresión de que iba a desmoronarse, y Locke se acercó para sostenerlo. Cuando sus manos tocaron los hombros de Cherrick, la carne se partió debajo de la camisa, y de inmediato las manos de Locke se empaparon de rojo. Las apartó, consternado. Cherrick cayó de rodillas, y éstas se convirtieron en nuevas heridas. Se miró la camisa y los pantalones manchados.
—¿Qué me está pasando? —lloriqueó.
—Deja que te ayude —dijo Dancy acercándose a él.
—¡No! ¡No me toques! —suplicó Cherrick, pero no se podía rehusar que Dancy prestara su ayuda sanitaria.
—Ya, tranquilízate —dijo, en su mejor estilo de enfermero.
Al sujetarlo Dancy, que sólo pretendía levantarlo para que no estuviera apoyado sobre las rodillas sangrantes, se le abrieron nuevos cortes donde lo tocaba. Dancy sintió cómo brotaba la sangre bajo sus manos y cómo se le arrancaba la carne del hueso. La sensación superó incluso su gusto por la agonía. Al igual que Locke. abandonó al hombre perdido.
—Se está pudriendo —murmuró.
El cuerpo de Cherrick se había roto por una docena de sitios o más. Intentó incorporarse y. tambaleante, volvió a venirse abajo; la carne se le abría cada vez que tocaba la pared, o una silla o el suelo. No había ayuda posible. Los demás sólo podían estar allí, como espectadores de una ejecución, esperando los últimos estertores. Incluso Stumpf se había levantado de la cama para ver a qué se debían tantos gritos. Se apoyó en el marco de la puerta; la cara, demacrada por la enfermedad, era toda incredulidad.
Un minuto más. y la pérdida de sangre derrotó a Cherrick. Se desplomó y quedó boca abajo, despatarrado en el suelo. Dancy se acercó a él, se agachó junto a su cabeza.
—¿Está muerto? —preguntó Locke. —Casi —repuso Dancy.
—Podrido —dijo Tetelman, como si la palabra explicara la atrocidad que acababan de presenciar.
En la mano llevaba un crucifijo grande, tallado rudamente. Parecía artesanía india, pensó Locke. El Mesías crucificado en el árbol tenía ojos endrinos y estaba indecentemente desnudo. A pesar de los clavos y las espinas, sonreía.
Dancy tocó el cuerpo de Cherrick. dejando que brotara la sangre bajo su mano y le dio la vuelta; se inclinó hacia la cara aterrada. El hombre agonizante movía los labios de forma apenas perceptible.
—¿Qué estás diciendo? —inquirió Dancy. y se acercó aún más para captar las palabras del hombre.
De la boca de Cherrick salía una baba llena de sangre, pero ningún sonido.
Locke se acercó, y apartó a Dancy. Las moscas ya revoloteaban alrededor del rostro de Cherrick. Locke puso su cabeza con cuello de toro a la vista de Cherrick.
—¿Me oyes? —inquirió.
El cuerpo gruñó.
—¿Me reconoces?
Otro gruñido.
—¿Quieres darme tu parte de la tierra?
El gruñido fue más suave esta vez, casi un suspiro.
—Tenemos testigos —le informó Locke—. Di simplemente que sí Te oirán. Sólo di que sí.
El cuerpo hacía lo que podía. Abrió la boca un poco más.
—Dancy… —dijo Locke—. ¿Ha oído lo que dijo?
Dancy no pudo disimular el horror que le producía la insistencia de Locke, pero asintió.
—Eres testigo.
—Si no queda remedio —dijo el inglés.
En el fondo de su cuerpo, Cherrick sintió la espina de pescado con la que se había atragantado la primera vez en la aldea; se retorció una última vez y acabó su vida.
—¿Ha dicho que sí, Dancy? —inquirió Tetelman.
Dancy sintió la proximidad física del bruto que estaba arrodillado a su lado. No sabía lo que había dicho el hombre muerto, pero, ¿qué importaba? De todos modos, Locke se quedaría con las tierras, ¿o no?
—Dijo que sí.
Locke se puso de pie, y fue a servirse otra taza de café.
Sin pensarlo, Dancy posó los dedos sobre los párpados de Cherrick para sellar su vacía mirada. Bajo la más ligera de las presiones, los párpados se partieron y la sangre tiñó las lágrimas que habían manado, allí donde antes habían estado los ojos de Cherrick.
Lo enterraron hacia el anochecer. Aunque durante el calor del mediodía el cuerpo había estado en la parte más fresca de la tienda, junto con los comestibles, cuando lo metieron en el interior de una loneta para ser enterrado ya había empezado a descomponerse. Por la noche. Stumpf le había ofrecido a Locke el último tercio de los terrenos, que fue a engrosar la parte de Cherrick; Locke, el realista de siempre, había aceptado. Las condiciones, que eran punitivas, se elaboraron al día siguiente. Al anochecer de aquel día, tal como Stumpf había esperado. llegó el avión de suministros. Locke, aburrido ya de las desdeñosas miradas de Tetelman, también había decidido volver a Santarém, donde se emborracharía para borrarse la selva del cuerpo durante unos días, y volver renovado. Tenía la intención de comprar provisiones frescas y, si podía, contratar a un chófer y un tirador de confianza.