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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (21 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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Elaine recordó el caos de la cripta, sus ultrajes, sus desórdenes.

—No siempre… —le dijo.

Kavanagh dejó de acariciarla.

—Es cierto —insistió él—. Nunca derramo sangre. Es una de mis reglas. No derramar nunca sangre.

Elaine sonrió ante sus alardes. Le comentaría —aunque seguramente ya lo sabría— lo de su visita a Todos los Santos, y la obra que había visto allí.

—A veces no se puede evitar el derramar sangre —le comentó ella—. No es que te lo reproche.

Ante estas palabras, él se echó a temblar. —¿Qué te han contado de mí? ¿Qué mentiras te han contado? —Ninguna —repuso ella, perpleja por su reacción—. ¿Qué iban ellos a saber?

—Soy un profesional —le explicó, subiendo las manos hasta la cara de ella.

Volvió a sentir en él una cierta intencionalidad. Una especie de seriedad en su peso, mientras se apretaba más contra ella.

—No permitiré que digan mentiras de mí. No lo admitiré.

Apartó la cabeza de su pecho y la miró.

—Me limito a detener al del tambor —le explicó.

—¿El del tambor?

—Tengo que detenerlo limpiamente. En seco.

Los reflejos coloreados de las luces de abajo le pintaron el rostro de rojo, luego de verde, luego de amarillo; eran tonalidades puras, como las de las cajas de lápices de colores de un niño.

—No admitiré que digan mentiras de mí —insistió—. Que digan que derramo sangre.

—No me han dicho nada —le aseguró ella.

Había abandonado por completo la almohada, y se disponía a montarse a horcajadas sobre ella. Sus manos habían acabado con las tiernas caricias.

—¿Quieres que te muestre cuán limpio soy? ¿Con qué facilidad detengo al del tambor?

Antes de que pudiera contestarle, las manos de Kavanagh se cerraron alrededor de su cuello. No le" dio tiempo a suspirar, y mucho menos a gritar. Sus pulgares eran diestros; encontraron la tráquea y apretaron. Elaine oyó al del tambor apresurar el ritmo.

—Es rápido y limpio —le decía, al tiempo que los colores continuaban tiñéndolo con su previsible secuencia: rojo, amarillo, verde; rojo, amarillo, verde.

Sabía que tenía que haber un error, una terrible equivocación que no lograba descifrar. Elaine luchó por encontrarle algún sentido.

—No lo entiendo —intentó decirle, pero tenía la laringe magullada y apenas logró articular un sonido gutural.

—Es demasiado tarde para las excusas —le dijo, sacudiendo la cabeza—. Tú viniste hasta mí, ¿lo recuerdas? Quieres que detenga al del tambor. ¿Por qué si no ibas a venir?

Apretó aún más. Elaine tuvo la sensación de que se le hinchaba la cara, que la sangre pugnada por salírsele de los ojos.

—¿No comprendes que iban a advertirte sobre mí? —inquirió haciendo una mueca, mientras proseguía con su trabajo—. Fueron a convencerte para que te alejaras de mí, diciéndote que derramo sangre.

—No —logró decir con el último suspiro.

Pero él se limitó a apretar con más fuerza para borrar esa negativa.

El del tambor tocaba con tal ímpetu que le resultó ensordecedor, aunque la boca de Kavanagh se abría y se cerraba, Elaine ya no logro oir lo que le estaba diciendo. Poco importaba. Comprendía que no era Muerte, ni tampoco el guardián de huesos limpios al que había estado esperando. En sus ansias, se había echado en los brazos de un asesino común, un Caín callejero. Deseó escupirle su odio a la cara, pero le falló la conciencia; la habitación, las luces, aquella cara, todo latía al ritmo del tambor. Luego, todo cesó.

Desde lo alto, ella miró hacia la cama. Su cuerpo yacía despatarrado sobre ella. Desesperada, una mano se había asido a la sábana, y así permanecía, aferrada a ella, aunque carecía ya de vida. Tenía la lengua salida y los labios azules manchados de baba. Pero (tal como le prometiera él) no había sangre.

Aleteó en lo alto; su presencia no levantó siquiera una brisa que sacudiera las telarañas de ese rincón del techo; observó mientras Kavanagh cumplía a su vez con los rituales de su crimen. Estaba inclinado sobre el cadáver, susurrándole al oído, mientras lo acomodaba sobre las sábanas revueltas. Entonces, se desabrochó y dejó al descubierto aquel hueso cuya inflamación era la forma más sincera de halago. Lo que siguió resultó cómico en su falta de gracia, igual que le resultaba cómico su cuerpo, con sus cicatrices, y las zonas en las que la edad había hecho mella, con sus rugosos pliegues. A distancia observó los torpes intentos por acoplarse. Sus nalgas eran pálidas, y tenían las marcas que le habían dejado la ropa interior; su movimiento le recordó a un juguete mecánico.

La besó mientras se movía sobre ella y junto con la saliva se tragó su pestilencia; al separarse de ella, sus manos se llenaron de sus células contagiosas. Él lo ignoraba todo, claro. Desconocía por completo la corrupción que abrazaba y absorbía con cada empellón carente de inspiración.

Finalmente, acabó. No hubo jadeos ni gritos. Simplemente detuvo su movimiento mecánico y se apartó de ella, limpiándose con el borde de la sábana y volviéndose a abrochar.

Unos guías la llamaban. Tenía viajes por emprender, ansiadas reuniones. Pero Elaine no quería irse, al menos no todavía. Dirigió el vehículo de su espíritu hacia un nuevo punto ventajoso desde el cual pudiera ver la cara de Kavanagh. La vista de Elaine, o comoquiera que se llamase el sentido que aquella condición le otorgaba, notó claramente cómo as facciones de Kavanagh se hallaban dibujadas sobre cimientos musculares, y cómo, debajo de ese intrincado esquema, relucían los huesos. Ah, los huesos. No era la Muerte, por supuesto, y sin embargo, sí lo era. ¿Acaso no tenía su cara? Y un día, con la gracia de la podredumbre, la mostraría. Era una verdadera lástima que una fina capa de carne la ocultara a los ojos.

Ven, insistieron las voces. Elaine sabía que ya no podría evadirlas con engaños. Entre ellas se encontraban algunas que creyó conocer.
Un momento
—suplicó ella—,
sólo un momento más.

Kavanagh había terminado con su trabajo en el lugar del crimen, se miró en el espejo del armario para comprobar su aspecto, y luego se dirigió a la puerta. Elaine fue con él, intrigada por la absoluta banalidad de su expresión. El hombre se deslizó silenciosamente hasta el rellano y luego bajó la escalera; aprovechó un momento en que el portero de noche estaba ocupado para salir a la calle y hacia la libertad.

¿Sería el amanecer lo que iluminaba el cielo, o serían las luces? Tai vez lo había estado observando desde el rincón del cuarto durante más tiempo del que creía, quizá en el estado que acababa de estrenar las horas pasaran como si fueran momentos.

Sólo al final fue recompensada por su vigilia, cuando una expresión que le resultaba familiar surcó el rostro de Kavanagh. ¡Hambre! Tenía hambre. No moriría a causa de la plaga, como tampoco había muerto ella. Su presencia brilló en él, le dio un nuevo relumbre a la piel y una nueva insistencia a su estómago.

Kavanagh había llegado a ella como un asesino de poca monta, y se alejaba como mensajero de la Muerte. Elaine se echó a reír al comprender la profecía que, sin saberlo, había puesto en marcha. Kavanagh se detuvo un solo instante, como si la hubiera oído. Pero no; se había detenido a comprobar si oía al del tambor ejecutar su melodía con más fuerza que nunca, y exigiéndole, mientras se alejaba, un vigor nuevo y letal en cada uno de sus pasos.

Cómo se desangran los expoliadores

Locke elevó la vista hacia los árboles. El viento se agitaba entre las copas, y la conmoción de las ramas cargadas sonó como el río en plena creciente. Se trataba de una entre miles de representaciones. La primera vez que había llegado a la selva, le había asombrado la multiplicidad de bestias y flores, el implacable desfile de la vida. Pero ya había aprendido. Esa diversidad germinativa era una impostura: la jungla fingía ser un jardín natural. No lo era. Allí donde el ingenuo intruso veía sólo un brillante despliegue de esplendores naturales, Locke lograba reconocer que se gestaba una sutil conspiración en la cual cada cosa era el reflejo de alguna otra. Los árboles, el río; un capullo, un pájaro. En el ala de una mariposa, el ojo de un mono; en los lomos de una lagartija, los rayos del sol sobre las piedras. Vueltas y vueltas en un vertiginoso círculo de representaciones; una galería de espejos que confundía los sentidos y que, con el tiempo, llegaba a carcomer la razón. Fíjate en nosotros —pensó ébriamente mientras estaban de pie, alrededor de la tumba de Cherrick—, también estamos dentro del mismo juego. Vivimos, pero representamos a los muertos mejor que los muertos mismos.

El cuerpo estaba cubierto de costras cuando lo elevaron para meterlo en un saco y conducirlo hasta aquel miserable trozo de terreno, detrás de la casa de Tetelman, para darle sepultura. Había una media docena de tumbas. Todas de europeos, a juzgar por los nombres rudamente grabados a fuego en las cruces de madera, muertos por el calor, las víboras o la añoranza.

Tetelman intentó decir una breve plegaria en español, pero el rugido de los árboles y la algarabía de los pájaros, que regresaban a sus moradas antes de que cayera la noche, la ahogaron. Al cabo de unos instantes, se dio por vencido y todos regresaron al fresco interior de la casa, donde Stumpf estaba sentado, bebiendo brandy y mirando con expresión vacía la mancha oscurecida de los listones del suelo.

En el exterior, dos de los indios domesticados de Tetelman echaban con las palas la fértil tierra de la selva sobre el saco de Cherrick, ansiosos por acabar con el trabajo y marcharse antes del anochecer. Locke los observaba desde la ventana. Los sepultureros no hablaban mientras trabajaban; se limitaban a llenar la tumba poco profunda y a aplanar la tierra lo mejor que podían con las plantas de los pies, duras como el cuero.

Las patadas asestadas al suelo adquirieron un ritmo. A Locke se le ocurrió pensar que quizá fuera el mal efecto del whisky barato; conocía a pocos indios que no bebieran como cosacos. Tambaleándose un poco, comenzaron a bailar sobre la tumba de Cherrick.

—¿Locke?

Locke se despertó. Un cigarrillo brillaba en la oscuridad. Cuando el fumador le dio una calada y la brasa ardió con más intensidad, de la noche surgieron las facciones gastadas de Stumpf.

—Locke, ¿estás despierto?

—¿Qué quieres?

—No puedo dormir —repuso la máscara—, he estado pensando. Pasado mañana llegará el avión de suministros que viene de Santarém. En unas cuantas horas podríamos estar allí. Lejos de todo esto.

—Claro.

—Quiero decir para siempre. Lejos de esto — insistió Stumpf.

—¿Para siempre?

Con la colilla del cigarrillo, Stumpf encendió otro antes de comentar:

—No creo en las maldiciones. Al menos me parece que no creo en ellas.

—¿Quién ha hablado de maldiciones?

—Tú viste el cuerpo de Cherrick. Lo que le ocurrió…

—Hay una enfermedad…, ¿cómo se llama…? —dijo Locke—. Ya sabes, esa enfermedad que no permite que la sangre coagule bien.

—Hemofilia —contestó Stumpf—. No tenía hemofilia, y lo sabemos. Lo he visto arañarse y cortarse cientos de veces. Y se curaba como tú y yo.

Locke atrapó un mosquito que le había aterrizado sobre el pecho y lo estrujó entre el pulgar y el índice.

—De acuerdo. ¿De qué murió, entonces?

—Viste las heridas mejor que yo, pero tengo la impresión de que se le rompía la piel en cuanto lo tocaban.

—Eso es lo que parecía —asintió Locke.

—Tal vez sea algo que se le contagió de los indios.

—Yo no he tocado a ninguno —aclaró Locke, captando su idea.

—Ni yo. Pero él sí, ¿te acuerdas?

Locke se acordaba, no resultaba fácil olvidar escenas como aquélla, por más que lo intentara.

—Dios —dijo en voz baja—. ¡Qué jodida situación!

—Me vuelvo a Santarém. No quiero que vengan a buscarme.

—No van a hacerlo.

—¿Cómo lo sabes? Metimos la pata en ese punto. Pudimos haberlos sobornado. Obligarlos a abandonar esas tierras de otra manera.

—Lo dudo. Has oído lo que dijo Tetelman. Son territorios ancestrales.

—Puedes quedarte con mi parte del terreno —le dijo Stumpf—. No quiero saber nada más.

—¿Hablas en serio? ¿Lo abandonas todo? —Me siento sucio. Somos expoliadores, Locke. —Será tu fin.

—Lo digo en serio. No soy como tú. En realidad, nunca he tenido estómago para estas cosas. ¿Me comprarás el tercio que me corresponde?

—Depende del precio.

—Lo que quieras darme, te lo dejo por lo que quieras dar.

Concluida la confesión, Stumpf volvió a la cama; se recostó en la oscuridad y terminó el cigarrillo. No tardaría en amanecer. Otro amanecer en la selva: un intervalo precioso, demasiado breve, antes de que el mundo comenzara a sudar. Cuánto odiaba aquel lugar. Al menos no había tocado a ninguno de los indios, ni siquiera se había acercado a ellos. Fuera cual fuese la enfermedad que le transmitieran a Cherrick, él no se habría contagiado. En menos de cuarenta y ocho horas estaría en Santarém, y de allí se iría a alguna ciudad, cualquier ciudad, a la que la tribu no podría seguirlo. Ya había cumplido con su penitencia, ¿no?, había pagado por su codicia y su arrogancia con la peste que llevaba en el vientre y los terrores de los que no volvería a separarse. Que fuera aquello castigo suficiente, rogaba, y antes de que los simios comenzaran a anunciar el día se sumió en el sueño del expoliador.

Un escarabajo con el caparazón parecido a una piedra preciosa, atrapado debajo de la red antimosquitos de Stumpf, giró en círculos decrecientes y zumbones buscando una salida. No logró hallarla. Exhausto por la búsqueda, planeó sobre el hombre dormido y fue a posarse sobre su frente. Vagó sobre ella, bebiendo de los poros. Bajo su paso imperceptible, la piel de Stumpf se abrió y se rompió, formando un sendero de diminutas heridas.

Habían llegado al caserío indio a mediodía; el sol era como el ojo de un basilisco. Al principio creyeron que el lugar estaba desierto. Locke y Cherrick se habían internado en el recinto de chozas, dejando en el
jeep
a Stumpf, que padecía un ataque de disentería, para que no le diera de lleno el calor. Cherrick fue el primero en ver al niño. Era un crío con el vientre hinchado, de unos cuatro o cinco años, que llevaba la cara cubierta de gruesas bandas pintadas con el tinte rojo sacado de la planta del urucú. Había salido de su escondite para espiar a los invasores; la curiosidad lo había vuelto temerario. Cherrick se quedó inmóvil, igual que Locke. De las chozas y del refugio de los árboles que rodeaban el recinto de moradas fue saliendo el resto de la tribu, de uno en uno, a mirar, igual que el niño, a los recién llegados. Si en sus rostros anchos, de narices chatas, había algún asomo de sentimiento, Locke no logró captarlo Aquella gente —pensaba en cada indio como parte de una sola y miserable tribu— le resultaba imposible de descifrar; su única habilidad residía en el engaño.

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