—¿Usted no lo cree así?
Valentín había aparecido con un vaso de leche. Lo colocó en la mesa, frente a Harry. Cuando se disponía a marcharse, ella le dijo:
— Valentín, ¿y la carta?
La miró de un modo extraño, casi como si le hubiera dicho algo obsceno.
—La carta —repitió la señora Swann.
Valentín se marchó.
—Me estaba comentando usted…
—¿Qué? —inquirió ella frunciendo el ceño.
—Que era un accidente.
—Ah, sí. Viví con Swann durante siete años y medio, y llegué a comprenderlo mejor que nadie. Llegué a presentir cuándo me quería a su lado y cuándo no. Cuando era que no, me iba a otra parte y lo dejaba solo. Los genios necesitan de la soledad. Y él era un genio, ya lo sabe usted. El más grande ilusionista después de Houdini.
—¿De veras?
—En ocasiones llegué a pensar que fue una especie de milagro que me dejara entrar en su vida.
Harry quiso decir que Swann habría sido un loco si no la hubiera aceptado, pero el comentario no era adecuado. No quería lisonjas, no las necesitaba. Quizá no necesitaba nada más que recuperar a su esposo muerto.
—Ahora pienso que no lo conocía en absoluto —prosiguió—, que no lo entendía. Tal vez fuera otro truco. Otra parte de su magia.
—Hace un momento, le llamé mago —dijo Harry— y usted me corrigió.
—Es verdad —admitió ella, con una mirada de disculpa—. Perdóneme. Eso solía decir Swann. No le gustaba que le llamasen mago. Decía que era una palabra que había que dejar para los hacedores de milagros.
—¿Y él no era un hacedor de milagros?
—Solía llamarse a sí mismo el Gran Simulador —dijo ella.
Aquello la hizo sonreír.
Valentín había vuelto a entrar; sus lúgubres facciones estaban repletas de sospecha. Llevaba un sobre, y resultaba claro que no tenía deseo alguno de entregarlo. Dorothea tuvo que cruzar la alfombra y quitárselo de las manos.
—¿Le parece prudente? —inquirió Valentín. —Sí —repuso ella.
Valentín se volvió sobre los talones y efectuó una inteligente retirada.
—Está destrozado por la pena. Perdone su comportamiento. Estuvo con Swann desde los comienzos de su carrera. Creo que quería a mi esposo tanto como yo.
Metió un dedo en el interior del sobre y sacó la carta. El papel era amarillo pálido, y fino como una gasa.
—Unas horas después de su muerte, nos llegó esta carta. La trajeron en mano. Iba dirigida a él. La abrí. Creo que debería leerla.
Se la entregó. La letra era firme y carente de afectación.
»Dorothea —había escrito—, si estás leyendo esta carta, entonces es que he muerto.
»Sabes la poca importancia que les daba a los sueños, las premoniciones y cosas parecidas. Pero en los últimos días me he visto asaltado por unos extrañísimos pensamientos, y tengo la sospecha de que mi muerte está cercana. Si debe ser así, pues que sea. No tiene remedio.
No pierdas tiempo intentando dilucidar los porqués, ya son cosa superada. Quiero que sepas que te amo, y que, a mi manera, siempre te he amado. Lamento cualquier infelicidad que pude haberte causado, o que te esté causando ahora, pero se me ha escapado de las manos.
»Tengo unas instrucciones en lo tocante a cómo has de disponer de mi cuerpo. Por favor, cúmplelas al pie de la letra. No permitas que nadie te convenza de hacer lo contrario de lo que te pido.
»Quiero que hagas vigilar mi cuerpo día y noche hasta que lo quemen. No intentes llevar mis restos de vuelta a Europa. Haz que me quemen aquí, lo antes posible, y luego arroja las cenizas al East River.
»Mi dulce amor, tengo miedo. No de las pesadillas, ni de lo que pudiera ocurrirme en esta vida, sino de lo que mis enemigos puedan intentar cuando esté muerto. Ya sabes cómo son los críticos: esperan hasta que no puedes luchar contra ellos, y entonces comienzan a asesinarte la fama. Se trata de un asunto muy complicado como para explicártelo todo, de modo que debo confiar en que hagas lo que te digo.
»Una vez más, te quiero, y espero que nunca tengas que leer esta carta,
»Tu adorado,
»Swann.
—Menuda carta de despedida —comentó Harry cuando la hubo leído por segunda vez.
La dobló y se la devolvió a la viuda.
—Me gustaría que se quedara con él. A velarlo, si prefiere. Al menos hasta que hayamos concluido con los trámites legales y yo pueda disponer lo de la cremación. No creo que tarden mucho. Tengo un abogado que se está ocupando de todo.
—Una vez más: ¿por qué yo?
—Como me dice él en su carta —repuso la viuda sin mirarlo a los ojos—, nunca fue supersticioso. Pero yo sí. Creo en los presagios. Y en los días que precedieron a su muerte, en esta casa se notaba una extraña atmósfera. Como si nos vigilaran.
—¿Cree usted que lo asesinaron? Reflexionó sobre el particular y luego repuso: —No creo que fuera un accidente.
—Esos enemigos de los que él habla… —Era un gran hombre. Lo envidiaban mucho.
—¿Celos profesionales? ¿Es ése un móvil para cometer un asesinato?
—Cualquier cosa puede ser un móvil, ¿no? Hay quien es asesinado por el color de sus ojos, ¿o no?
Harry estaba impresionado. Había tardado veinte años en aprender lo arbitrarias que eran las cosas. Y ella lo decía como si fuera un conocimiento convencional.
—¿Dónde está su esposo? —preguntó Harry.
—Arriba —repuso ella—. Hice que trajeran el cuerpo aquí, donde pudiera cuidar de él. No fingiré que entiendo lo que pasa, pero no me arriesgaré a pasar por alto sus instrucciones.
Harry asintió.
—Swann era mi vida —agregó en voz baja, a propósito de nada en especial, y de todo.
Lo condujo al piso de arriba. El perfume que lo había recibido en la entrada se había vuelto más intenso. El dormitorio principal había sido convertido en capilla ardiente, y había ramos y coronas de todos los tamaños y clases que llegaban a la altura de la rodilla; sus aromas entremezclados rozaban lo alucinógeno. En medio de aquella abundancia estaba el ataúd —un artilugio recargado, en negro y plata—, montado sobre caballetes. La parte superior de la tapa se encontraba abierta, y los ricos encajes plegados hacia atrás. Cuando Dorothea se lo pidió, pasó con dificultad entre los tributos para echar un vistazo al finado. Le gustó la cara de Swann; había humor en ella, y una cierta astucia, hasta resultaba atractiva en su cansada manera. Más aún: había inspirado el amor de Dorothea; una cara podía tener pocas recomendaciones mejores que ésa. Harry estaba de flores hasta la cintura y, por absurdo que pareciera, sintió un poco de envidia por el amor que aquel hombre había disfrutado.
—¿Me ayudará, señor D'Amour?
Qué otra cosa podía decir, si no:
—Sí, por supuesto que la ayudaré —y luego agregó—: Llámeme Harry.
Aquella noche le echarían de menos en el Wing's Pavilion. Hacía seis años y medio que, cada viernes por la noche, ocupaba la mejor mesa del local, para comer de una sola sentada lo suficiente como para compensar su dieta, carente de excelencia y variedad, de los restantes seis días de la semana. Ese banquete —la mejor cocina china al sur de la calle Canal— le salía gratis, gracias a los servicios que había prestado en cierta ocasión al propietario. Aquella noche, la mesa quedaría vacía.
Sin embargo, su estómago no iba a sufrir demasiado. Había pasado aproximadamente una hora sentado junto a Swann, cuando Valentín subió y le dijo:
—¿Cómo le gusta el filete?
—Poco menos que quemado —repuso Harry.
Valentín no se sintió demasiado contento con la respuesta.
—No me gusta cocer demasiado un buen filete —acotó.
—Y a mí me disgusta ver sangre —replicó Harry—, incluso si no es mía.
El chef perdió la esperanza de modificar el paladar de su convidado y se volvió para marcharse.
—¿Valentín?
El hombre se dio la vuelta y lo miró.
—¿Es ése su nombre de bautismo? —preguntó Harry.
—Los nombres de bautismo son para los que se bautizan —fue la respuesta.
—No le gusta que esté aquí, ¿verdad? —inquirió Harry.
Valentín no le contestó. Sus ojos dejaron de mirarlo y se posaron en el ataúd abierto.
—No estaré aquí mucho tiempo —le informó Harry—, pero mientras esté, ¿no podemos ser amigos?
La mirada de Valentín volvió a encontrarse con la suya.
—No tengo amigos —dijo sin hostilidad ni autocompasión —. Y menos ahora.
—Vale, lo siento.
— ¿Qué es lo que hay que sentir? —quiso saber Valentín—. Swann está muerto. Todo se acabó, excepto los gritos.
El afligido rostro se resistía estoicamente a las lágrimas. Harry supuso que una piedra se echaría a llorar con más rapidez. Pero en aquel rostro había pena, y era mucho más profunda por ser muda.
—Una pregunta.
—¿Sólo una?
— ¿Por qué no quería que leyese su carta?
Valentín enarcó ligeramente las cejas; eran lo suficientemente finas como para haber sido pintadas con lápiz.
—No estaba loco —dijo—. No quería que pensase que era un loco por lo que escribió. No revele a nadie lo que ha leído. Swann era una leyenda. No quiero que se mancille su recuerdo.
—Debería escribir usted un libro, para contar la historia completa de una vez por todas. Me han dicho que ha estado con él durante mucho tiempo.
—Sí —repuso Valentín—, el suficiente como para no ser tan tonto y decir la verdad.
Dicho lo cual se marchó, dejando que las flores se marchitasen, y a Harry con más preguntas de las que tenía al empezar.
Al cabo de veinte minutos, Valentín le subió una bandeja con comida: una enorme ensalada, pan, vino y el filete. Le faltaba poco para estar carbonizado.
—Tal como me gusta —dijo Harry, y se dispuso a engullírselo.
No vio a Dorothea Swann, aunque Dios sabe que pensó a menudo en ella. Cada vez que oía un murmullo en la escalera, o unos pasos en el rellano alfombrado, alimentaba la esperanza de ver aparecer su rostro en el umbral de la puerta, con una invitación en los labios. No era tal vez el pensamiento más apropiado, dada la proximidad del cadáver de su marido, pero ¿qué le importaba ahora al ilusionista? Estaba muerto. Si tenía una pizca de generosidad de espíritu, no querría ver a su viuda ahogada por la pena.
Harry se bebió la media garrafa de vino que Valentín le había subido y tres cuartos de hora después, cuando el hombre reapareció con café y Calvados, le pidió que dejase la botella.
No tardaría en anochecer. El tráfico de Lexington y la Tercera era animado. Por aburrimiento se puso a mirar la calle desde la ventana. Una pareja discutía acaloradamente en la acera, y se calló sólo cuando una morena de labio leporino que paseaba un pequinés se puso a mirarlos descaradamente. En la casa de tres pisos de enfrente, se hacían preparativos para una fiesta: vio una mesa amorosamente puesta y velas encendidas. Al cabo de un rato, comenzó a deprimirle lo que estaba espiando, llamó a Valentín y le preguntó si tenía un televisor portátil para prestarle. Fue cuestión de abrir la boca y su deseo se vio satisfecho: durante las dos horas siguientes permaneció sentado frente al monitor en blanco y negro, posado en el suelo, entre las orquídeas y los lirios, mirando cuanto estúpido entretenimiento le ofrecía; la plateada luminiscencia oscilaba sobre las flores como si fuera la luz estimulante de la luna.
A las doce y cuarto de la noche, cuando la fiesta de la casa de enfrente se hallaba en su apogeo, subió Valentín.
—¿Quiere tomar algo antes de que me retire? —le preguntó. —Bueno.
—¿Leche, o algo más fuerte? —Algo más fuerte.
Sacó una botella de buen coñac y dos copas. Juntos brindaron por el muerto.
—Por el señor Swann.
—Por el señor Swann.
—Si necesita algo más esta noche —le informó Valentín—, estoy en la habitación que está justo encima de ésta. La señora Swann se quedará abajo, de modo que si oye a alguien caminar por ahí, no se preocupe. Estas últimas noches no duerme bien.
—¿Quién duerme bien? —repuso Harry.
Valentín lo dejó con su vigilia. Harry oyó cómo subía dificultosamente la escalera, y luego el crujido de las maderas del suelo del piso superior. Volvió a concentrarse en el televisor, pero había perdido el hilo de la película que estaba empezando a ver. Faltaba mucho para el amanecer; mientras tanto, Nueva York disfrutaría de una estupenda noche de viernes: baile, peleas, bromas.
La imagen del televisor comenzó a fallar. Harry se incorporó para acercarse al televisor, pero nunca llegó hasta él. A dos pasos de distancia de la silla en la que había estado sentado, la imagen se hizo más borrosa y desapareció del todo, con lo que la habitación quedó sepultada en una completa oscuridad. Harry apenas tuvo tiempo de notar que por las ventanas tampoco le llegaba ninguna luz de la calle. Entonces comenzó la locura.
En la oscuridad algo se movió: formas vagas se elevaron y cayeron. Tardó un momento en reconocerlas. ¡Las flores! Unas manos invisibles destrozaban las coronas y los tributos y lanzaban las flores al aire. Siguió su descenso con la vista, pero no las vio tocar el suelo. Al parecer, las maderas del suelo habían perdido toda fe en sí mismas y habían desaparecido, de modo que las flores seguían cayendo y cayendo, a través del suelo de la habitación de abajo, a través del suelo del sótano, lejos, lejos, sólo Dios sabía hacia qué destino. El miedo se apoderó de Harry, como un viejo traficante de drogas que promete un efecto soberbio. Las escasas tablas que continuaban debajo de sus pies se volvieron insustanciales. En unos segundos, él seguiría el mismo rumbo que las flores.
Miró en derredor para buscar la silla de la que se había levantado: un punto fijo en esa vertiginosa pesadilla. La silla continuaba en su sitio; logró discernir su silueta en la penumbra. Con una lluvia de flores cayéndole sobre la cabeza, intentó alcanzarla, pero cuando logró asirla, el suelo de debajo de la silla desapareció, y la luz espectral del agujero abierto bajo sus pies, permitió que Harry la viera caer hacia el infierno, dando vueltas y vueltas hasta que quedó pequeñita como la cabeza de un alfiler.
Y entonces desapareció, y las flores desaparecieron, y las paredes y las ventanas y hasta la última maldita cosa; desapareció todo menos él.
Aunque no todo. Allí seguía el ataúd de Swann, la tapa continuaba abierta, los encajes prolijamente doblados hacia atrás, como la sábana de la cama de un niño. El caballete había desaparecido, igual que el suelo debajo del caballete. Pero el ataúd flotaba en la oscuridad exactamente como una morbosa ilusión, mientras desde las profundidades un ruido sordo acompañaba al truco, igual que el redoblar de un tambor militar.