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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (31 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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—Suckling dijo que te habían herido.

—No. Simplemente me degradaron. Me ordenaron que volviera a Londres.

—Pero no volverás.

No logró ver a su interlocutor, aunque reconoció su voz. La había o en sus delirios, y le había mentido. Sintió un pinchazo en el cuello. El hombre se le había acercado por detrás y le había metido la aguja. —Duerma —le dijo la voz. Y con aquella palabra llegó el olvido.

—No, ahora que te he encontrado, no. —Miró a Ballard de arriba a abajo—. Eres mi vindicación, Ballard. Eres una prueba viviente de que mis técnicas son viables. Tienes pleno conocimiento de tu estado, pero la terapia te mantiene dominado.

Se volvió hacia la ventana. La lluvia golpeaba el cristal. Ballard la sentía casi en la cabeza, en la espalda. Lluvia dulce, fresca. Por un dichoso momento, le pareció correr bajo la lluvia, cerca del suelo, y el aire se llenaba de los aromas que el chubasco arrancaba al asfalto.

—Mironenkodijo…

—Olvídate de Mironenko —le aconsejó Cripps—. Está muerto. Tú eres el último del antiguo orden, Ballard. Y el primero del nuevo.

Abajo sonó el timbre. Cripps se asomó a la ventana y miró hacia la calle.

—Vaya, vaya —dijo—. Una delegación que viene a rogarnos que volvamos. Espero que te sientas halagado. —Se dirigió a la puerta—. Quédate aquí. No hace falta que te exhibamos esta noche. Estás cansado. Que esperen, ¿no? Que suden.

Abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Ballard oyó sus pasos en la escalera. Llamaron otra vez al timbre. Se levantó y fue hasta la ventana. La lasitud de la luz del atardecer concordaba con su propia lasitud; la ciudad y él compartían la misma armonía, a pesar de la maldición que pesaba sobre él. Abajo, un hombre salió del asiento trasero de un coche y se acercó a la puerta principal. Incluso desde ese ángulo agudo, Ballard reconoció a Suckling.

Se oyeron voces en el pasillo; al aparecer Suckling, la discusión se tornó más acalorada. Ballard fue hasta la puerta y escuchó, pero no logró entender demasiado, porque las drogas le obnubilaban la mente. Rogaba porque Cripps mantuviera su palabra y no les permitiera verlo. No quería ser una bestia como Mironenko. Aquello no era la libertad. Ser tan horrible no era la libertad: simplemente era una clase distinta de tiranía. Tampoco quería convertirse en el primero de la nueva y heroica orden de Cripps. Comprendió que no pertenecía a nadie, ni siquiera a sí mismo. Se encontraba irremediablemente perdido. Sin embargo, ¿acaso no había dicho Mironenko, durante aquella primera cita, que el hombre que no se creía perdido, estaba perdido? Quizá mejor así —mejor existir en el crepúsculo, entre un estado y el otro, prosperar lo mejor que podía con la duda y la ambigüedad— que sufrir las certezas de la torre.

La discusión cobró mayor impulso. Ballard abrió la puerta para oír mejor. Le llegó la voz de Suckling. Su tono era colérico, pero no por eso menos amenazante.

—Se acabó —le decía a Cripps—. ¿Es que no entiende el inglés? —Cripps intentó protestar, pero Suckling lo interrumpió—. O nos acompaña de un modo pacífico, o Gideon y Sheppard lo sacarán a la fuerza. ¿Qué elige?

—¿Qué es esto? —inquirió Cripps—. Usted no es quién, Suckling— Es usted un segundón cualquiera.

—Eso era ayer —repuso el hombre—. Se han producido ciertos cambios. A todos nos llega el turno, ¿no es así? Usted debería saberlo mejor que nadie. En su lugar, me llevaría un impermeable. Está lloviendo.

Se produjo un breve silencio, luego Cripps dijo:

—Está bien, les acompañaré.

—Así se hace —dijo Suckling con suavidad—. Gideon, sube a echar un vistazo.

—Estoy solo —dijo Cripps.

—Le creo —comentó Suckling. Y dirigiéndose a Gideon, agregó—: De todos modos, sube.

Ballard oyó a alguien cruzar el pasillo, y luego una serie repentina de movimientos. Cripps intentaba huir o atacar a Suckling, o ambas cosas. Suckling gritó; se produjo un forcejeo. En medio de la confusión, sonó un solo disparo.

Cripps lanzó un grito, y luego se oyó el ruido que hizo al caer.

Acto seguido, la voz de Suckling gritó enfurecida:

—Estúpido, estúpido.

Cripps masculló algo que Ballard no logró captar. ¿Acaso le habría pedido que lo remataran? Suckling le contestó:

—No, volverá a Londres. Sheppard, córtale la hemorragia. Gideon, sube.

Ballard se apartó del descansillo de la escalera cuando Gideon inició el ascenso. Se sentía lento e inepto. No había forma de salir de aquella trampa. Lo arrinconarían y acabarían con él. Era una bestia; un perro enfurecido y ofuscado. Ojalá hubiera matado a Suckling cuando tenía fuerzas para hacerlo. Pero ¿de qué habría servido? El mundo estaba lleno de hombres como Suckling, hombres que esperaban que les llegara la hora para mostrar su verdadera naturaleza; hombres viles, blandos, secretos. De repente, la bestia comenzó a moverse dentro de Ballard, y pensó en el parque y la niebla, y en la sonrisa que había visto en la cara de Mironenko; sintió que lo embargaba la pena por algo que nunca había tenido: la vida de un monstruo.

Gideon se encontraba casi en lo alto de la escalera. Aunque eso sólo demoraría lo inevitable por unos momentos, Ballard se deslizó por el rellano y abrió la primera puerta que encontró. Era el cuarto de baño. En la puerta había un pestillo y lo corrió.

El cuarto se llenó del sonido del agua corriente. Se había roto un trozo del tubo de desagüe y por él caía un torrente de agua de lluvia sobre el alféizar de la ventana. Aquel sonido y el frío del cuarto de baño le recordaron la noche de los delirios. Recordó el dolor y la sangre, recordó la ducha —el agua golpeándole el cráneo, aliviándole el dolor amansador—. Al pensarlo, cuatro palabras surgieron de sus labios, incontroladas.

—No me lo creo.

Gideon le oyó.

—Hay alguien aquí arriba —gritó Gideon.

El hombre se acercó a la puerta y la aporreó.

—¡Abra!

Ballard lo oyó con toda claridad, pero no contestó. Le quemaba la garganta, y el rugido de los rotores volvía a aumentar. Desesperado, se recostó contra la puerta.

Suckling tardó unos segundos en subir la escalera y plantarse delante de la puerta.

—¿Quién está ahí dentro? —exigió saber— ¡Conteste! ¿Quién es?

Al no obtener respuesta, ordenó que subieran a Cripps. Se produjo un mayor alboroto cuando la orden fue obedecida.

—Por última vez… —amenazó Suckling.

En la cabeza de Ballard, la presión fue en aumento. Esta vez daba la impresión de que el ruido tenía intenciones letales; le dolían los ojos, como si estuvieran a punto de saltárseles de las órbitas. En el espejo que había encima del lavabo logró vislumbrar algo, una cosa con ojos relucientes, y otra vez surgieron las palabras, «No me lo creo», pero esta vez su garganta, ocupada en otros menesteres, apenas logró pronunciarlas.

—Ballard —dijo Suckling. El nombre sonó a triunfo—. Dios mío, también tenemos a Ballard. Es nuestro día de suerte.

No, pensó el hombre reflejado en el espejo. Ahí dentro no había nadie con ese nombre. En realidad, carecía de nombre, porque ¿no eran acaso los nombres el primer acto de fe, la primera tabla del ataúd en el que se enterraba la libertad? La cosa en la que se estaba convirtiendo era innombrable, no podía ser encerrada en un ataúd, ni sepultada. Nunca jamás.

Por un momento dejó de ver el cuarto de baño, y se encontró revoloteando sobre la tumba que le habían obligado a cavar, y en las profundidades bailaba el ataúd mientras su contenido pugnaba por impedir su prematuro enterramiento. Logró oír cómo se astillaba la madera, ¿o sería el ruido producido por la puerta al ser derribada?

La tapa del féretro se hizo pedazos. Una lluvia de clavos cayó sobre las cabezas de los miembros del cortejo fúnebre. El ruido, como si supiera que sus tormentos habían sido infructuosos, desapareció de repente, y con él los delirios. Se encontró otra vez en el cuarto de baño, frente a la puerta abierta. Los hombres que lo miraban tenían cara de tontos. Estupefactos por la sorpresa de contemplar el cambio producido. De contemplar el hocico, los pelos, los ojos dorados y los dientes amarillos. Sintió alborozo al ver el horror de aquellos hombres.

—¡Mátalo! —dijo Suckling, y empujó a Gideon hacia el umbral.

El hombre ya había sacado el revólver del bolsillo y se disponía a apuntar, pero fue demasiado lento. La bestia le aferró la mano y le deshizo la carne contra el acero. Gideon aulló y bajó la escalera tambaleante, sin prestar atención a los gritos de Suckling.

Cuando la bestia levantó la mano para oler la sangre que bañaba su palma, se produjo un fogonazo y sintió un golpe en el hombro. Sheppard no tuvo ocasión de disparar por segunda vez antes de que su presa saliera por la puerta y se abalanzara sobre él. Dejó caer el arma e intentó fútilmente correr hacia la escalera, pero la mano de la bestia le abrió la nuca de un solo golpe. El asesino cayó de bruces y el estrecho rellano se llenó de su olor. Olvidándose de sus otros enemigos, la bestia se abalanzó sobre las vísceras y comió.

Alguien dijo:

—Ballard.

La bestia se tragó los ojos del muerto de un solo bocado, como si fueran ostras de calidad.

Y otra vez, aquella palabra:

—Ballard.

Habría continuado con el festín, pero el ruido de unos sollozos le hizo aguzar los oídos. Estaba muerto para sí mismo, pero no para la pena. Dejó caer la carne y se volvió a mirar hacia el rellano.

El hombre que lloraba lo hacía con un solo ojo; el otro miraba fijamente y, por raro que pareciera, seguía intacto. Pero el dolor del ojo vivo era verdaderamente profundo. Era desesperación, la bestia lo sabía; aquel sufrimiento se encontraba demasiado cercano a él como para que la dulzura de la transformación lo hubiera borrado por completo. Otro hombre sujetaba al que sollozaba, y había colocado el revólver en la sien del prisionero.

—Si da un paso más —dijo el capturador—, le volaré la cabeza. ¿Me entiende?

La bestia se limpió la boca.

—¡Dígaselo, Cripps! Es obra suya. Haga que lo entienda.

El hombre de un solo ojo intentó hablar, pero le fallaron las palabras. Por entre sus dedos, manaba sangre de la herida del abdomen.

—Ninguno de los dos tiene por qué morir —dijo el capturador. A la bestia no le gustó la música de su voz; era aguda y engañosa—. Londres preferiría conservarlo con vida. ¿Por qué no se lo dice, Cripps? Dígale que no quiero hacerle daño.

El hombre sollozante asintió.

—Ballard… —murmuró.

Su voz era más suave que la del otro. La bestia escuchó.

—Dígame, Ballard… ¿qué se siente?

La bestia no logró entender bien la pregunta.

—Por favor, dígamelo. Sólo por curiosidad se lo pregunto…

—Maldita sea… —dijo Suckling, presionando el arma contra la carne de Cripps—. Esto no es una tertulia.

—¿Bien? —preguntó Cripps, sin prestar atención al hombre ni al revólver.

—¡Cállese!

—Contésteme, Ballard. ¿Qué se siente?

Mientras miraba fijamente en los desesperados ojos de Cripps, el significado de los sonidos proferidos adquirió sentido, las palabras fueron ocupando su sitio, como las piezas de un mosaico.

—¿Es bueno? —preguntó el hombre.

Ballard oyó que su garganta lanzaba una carcajada y allí encontró las silabas para contestar.

—Sí —le contestó al hombre sollozante—. Sí, es bueno.

No había concluido la respuesta y la mano de Cripps aferró la de Suckling. Nunca se sabría si intentó suicidarse o escapar. Salió el disparo; una bala atravesó la cabeza de Cripps y desparramó su desesperación por el techo. Suckling se desembarazó del cuerpo y se dispuso a apuntar de nuevo, pero la bestia ya se le había echado encima.

Si hubiera tenido más de hombre, a Ballard se le habría ocurrido hacer sufrir a Suckling, pero no abrigaba tan perversa ambición. Sólo pensaba en eliminar al enemigo lo más eficazmente posible. Dos zarpazos letales lo hicieron. Una vez despachado el hombre, Ballard fue hasta donde yacía Cripps. Su ojo de vidrio había escapado de la destrucción. Continuaba mirando fijamente; el holocausto que los rodeaba no había hecho mella en él. Lo sacó de la cabeza mutilada y se lo metió en el bolsillo; luego salió a la calle, bajo la lluvia.

Oscurecía. No sabía a qué distrito de Berlín lo habían conducido, pero sus impulsos, libres ya de la razón, lo condujeron por las callejuelas más ocultas y entre las sombras, hasta un erial de las afueras de la ciudad, en medio del cual se elevaba una ruina solitaria. Cualquiera sabía qué había sido aquel edificio (¿un matadero? ¿un teatro de ópera?), pero por algún capricho del destino había escapado a la demolición, por más que todos los demás edificios, en varias manzanas a la redonda, hubieran sido derribados. Mientras avanzaba por las ruinas cubiertas de hierbajos, el viento cambió de dirección y le trajo el olor de su tribu. Eran muchos, y se refugiaban en las ruinas. Algunos se recostaban contra las paredes y compartían un cigarrillo; otros, completamente convertidos en lobos, vagaban en la oscuridad como fantasmas de ojos dorados; otros habrían pasado por humanos, salvo por sus huellas.

Aunque temía que los nombres estuvieran prohibidos en aquel clan, le preguntó a un macho que cubría a una hembra al abrigo de la pared si conocía a un hombre llamado Mironenko. La hembra tenía el lomo suave y sin pelos y del vientre le colgaba una docena de tetas henchidas.

—Escucha —le dijo.

Ballard escuchó y oyó a alguien hablar en un rincón de las ruinas. La voz iba y venía. Siguió el sonido por el interior sin techo, hasta donde se encontraba un lobo, con un libro abierto entre las patas delanteras, rodeado de una atenta audiencia. Al aproximarse Ballard, uno o dos del grupo volvieron sus ojos luminosos hacia él. El lector se detuvo.

—¡Chist! —le chistó uno—, el camarada nos está leyendo.

Era Mironenko quien había hablado. Ballard entró a formar parte del corro y se colocó junto a él, y el lector comenzó la historia desde el principio.


«Y Dios los bendijo y les dijo: "Creced y multiplicaos, y llenad la tierra…"»

Ballard había oído ya aquellas palabras, pero esa noche le parecieron nuevas.


«… y conquistadla: y dominad a los peces del mar, y a las aves del cielo…»

Echó un vistazo a su alrededor, a medida que las palabras describían su curso familiar.


«…y a todas las cosas vivientes que se mueven sobre la tierra.»
En alguna parte, muy cerca, lloraba una bestia.

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