Aguardó todo el día, con la esperanza de que Gomm fuera a verla, pero no se sorprendió cuando no lo vio aparecer. Probablemente, los hechos de la noche anterior le habían metido en problemas más complicados, de los que ni su labia podría sacarlo. Sin embargo, Vanessa no estuvo del todo sola. Guillemot iba y venía, con comida, con bebidas y, en mitad de la tarde, con cartas. No tardó en aprenderle el truco al póquer de cinco cartas, y se pasaron una o dos horas jugando alegremente, mientras el aire les llevaba los gritos del patio, donde los lunáticos hacían correr a las ranas.
—¿Cree que podría conseguir que me dejaran bañar, o al menos duchar? —le preguntó a Guillemot cuando regresó trayéndole la bandeja con la cena—. Ni yo misma aguanto mi propia compañía.
—Iré a averiguarlo —repuso, casi con una sonrisa.
—¿Lo hará? Es usted muy amable —dijo entusiasmada.
Regresó una hora más tarde para decirle que se había solicitado y otorgado la dispensa, y que lo acompañara a las duchas.
—¿Va a frotarme la espalda? —inquirió Vanessa con tono casual.
Los ojos de Guillemot vacilaron llenos de pánico ante la observación, y las orejas se le pusieron coloradas como la remolacha.
—Sígame, por favor —le dijo.
Obediente, Vanessa lo siguió, e intentó retener mentalmente la ruta para el caso de que necesitara volver a encontrarla más tarde sin la ayuda de su guardián.
Las instalaciones hasta las cuales la condujo distaban mucho de ser primitivas, y, al entrar en el baño lleno de espejos, lamentó que el lavarse no figurara en primer lugar en su lista de prioridades. Daba igual, lo de asearse quedaría para otro día.
—La esperaré en la puerta —le informó Guillemot.
—Es muy tranquilizador —repuso Vanessa.
Ofreciéndole una mirada que confiaba en que él encontrara prometedora, cerró la puerta. Abrió el grifo de la ducha para que el agua saliera lo más caliente posible, hasta que el vapor comenzó a nublar el cuarto, y se puso a enjabonar el suelo. Cuando el cuarto de baño estuvo lo suficientemente velado y el suelo lo bastante resbaladizo, llamó a Guillemot. Podría haberse sentido halagada por la velocidad con la que acudió, pero Vanessa estaba demasiado ocupada colocándose detrás de él, que tanteaba en medio del vapor, y le dio un vigoroso empujón. El hombre resbaló por el suelo y chocó contra la ducha, lanzando un grito cuando el agua hirviente le mojó el cráneo. Su rifle automático cayó el suelo con estrépito metálico; cuando el hombre se incorporaba, Vanessa ya empuñaba el arma y le apuntaba al torso, un blanco sustancial. Aunque no era muy buena tiradora y le temblaba el pulso, a esa distancia ni siquiera una ciega hubiera fallado; Vanessa lo sabía, y Guillemot también. Por eso levantó las manos.
—No dispare.
—Si mueve un solo músculo…
—Por favor…. no dispare.
—Ahora me llevará usted hasta el señor Gomm y los otros. De prisa y sin hacer ruido.
—¿Porqué?
—Lléveme con él —le ordenó, indicándole con la punta del rifle que saliera del cuarto de baño y fuera delante —. Sé que esto no es muy caballeroso, pero ocurre que no soy un caballero. Sólo soy una mujer imprevisible. De modo que tráteme con cuidado.
—…Sí.
La obedeció mansamente; la condujo fuera del edificio y a través de una serie de corredores que los llevó —al menos eso dedujo ella— hacia el campanario y el complejo que se amontonaba a su alrededor. Siempre había supuesto que aquél era el corazón de la fortaleza y que allí había una capilla. No podía haber estado más equivocada. La capa externa podía ser un techo de tejas y paredes blancas, pero aquello no era más que la fachada; al trasponer el umbral se encontraron ante una maraña que más se parecía a un bunker que a un lugar de adoración. Se le ocurrió que aquella estructura había sido construida para soportar un ataque nuclear, impresión que se vio reforzada por el hecho de que todos los corredores conducían hacia abajo. Si aquello era un manicomio, estaba construido para albergar a unos dementes muy extraños.
— ¿Qué es este lugar? —le preguntó a Guillemot.
— Lo llamamos el Tocador —repuso él—. Es donde pasa todo.
En ese momento pasaba muy poco; la mayoría de las oficinas que daban al pasillo estaban a oscuras. En una habitación, una computadora calculaba sus probabilidades de pensamiento independiente sin ser atendida; en otra, una máquina de télex se escribía cartas de amor a sí misma. Bajaron a las entrañas de aquel lugar sin ser molestados, hasta que, al doblar una esquina, se toparon de frente con una mujer arrodillada que fregaba el linóleo. El encuentro asustó a ambas partes, y Guillemot se apresuró a tomar la iniciativa. Empujó a Vanessa hacia la pared y salió por piernas. Antes de que pudiera apuntarle, el hombre había desaparecido.
Vanessa se maldijo. En cuestión de instantes, las alarmas comenzarían a sonar y los guardas llegarían corriendo. Si permanecía donde se encontraba, estaría perdida. Las tres salidas de aquel pasillo parecían igualmente poco prometedoras, por lo que escogió la más cercana; la limpiadora se quedó mirando cómo se iba. La ruta que siguió resultó ser otra aventura. La condujo a través de una serie de habitaciones; una de ellas estaba tapizada de decenas de relojes que indicaban diferentes horas; en la siguiente había algo más de cincuenta teléfonos negros; en la tercera, que era la más amplia, las paredes estaban cubiertas de pantallas de televisión. Estaban apiladas, unas sobre las otras, desde el suelo hasta el techo. Sólo en una había imagen; las demás estaban a oscuras. La excepción a la regla mostraba lo que en un primer momento interpretó como una lucha en el barro, pero que después resultó ser una copia mala de una película pornográfica. Repantigada en una silla, mirando la película con una lata de cerveza haciendo equilibrios sobre el estómago, había una monja bigotuda. Se levantó al entrar Vanessa: lo habían pescado con las manos en la masa. Le apuntó con el rifle.
—Lo mataré de un disparo —le dijo Vanessa.
—Mierda.
—¿Dónde están Gomm y los demás?
—¿Cómo?
—¿Dónde están? —repitió—. ¡De prisa!
—Al fondo del vestíbulo. Gire a la izquierda y luego vuelva a girar a la izquierda —le informó. Luego agregó—: No quiero morir.
—Entonces siéntese y quédese callado.
—Gracias a Dios.
—Eso mismo, agradézcaselo —le ordenó Vanessa.
Cuando salió de la habitación, el tipo cayó de rodillas; a sus espaldas los que luchaban en el barro continuaron con sus cabriolas.
A la izquierda y otra vez a la izquierda. Las instrucciones resultaron fructíferas: la condujeron a una serie de habitaciones. Se disponía a llamar a una de las puertas cuando sonó la alarma. Lanzando toda precaución al viento, abrió de un empellón todas las puertas. Desde el interior de los cuartos, unas voces se quejaron de que los despertaran y preguntaron por qué sonaba la alarma. En la tercera habitación encontró a Gomm. El nombre le sonrió.
—Vanessa —le dijo, y salió disparado hacia el corredor. Vestía una larga túnica; no llevaba nada más—. Ha venido, ¿eh? ¡Ha venido!
Adormilados, los demás comenzaron a salir de sus habitaciones. Ireniya, Floyd, Mottershead, Goldberg. Al ver sus caras arreboladas comprendió que era verdad que entre los cuatro sumaban cuatrocientos años.
—Despertad, vejetes —les dijo Gomm.
Había encontrado un par de pantalones y se los estaba poniendo.
—Está sonando la alarma… —comentó uno cuyo pelo blanco brillante casi le tocaba los hombros.
—No tardarán en llegar… —dijo Ireniya.
—Da igual —repuso Gomm.
—Estoy listo —anunció Floyd ya vestido.
—Pero son más que nosotros —protestó Vanessa—. Nunca saldremos con vida.
—Tiene razón —dijo uno, mirándola de soslayo—. Es inútil.
—Cállate, Goldberg —le espetó Gomm—. Lleva un rifle, ¿no?
—Uno —observó el hombre del pelo blanco. Debía de ser Mottershead—. Un rifle contra todos ellos.
—Yo me vuelvo a la cama —dijo Goldberg.
—Es una oportunidad para huir —dijo Gomm—. Probablemente la única que tendremos jamás.
—Tiene razón —dijo la mujer.
—¿Y los juegos qué? —les recordó Goldberg.
—Olvídate de los juegos —le sugirió Floyd—, que se preocupen ellos.
—Es demasiado tarde —dijo Vanessa—. Ya vienen. —De ambos extremos del corredor les llegaron unos gritos—. Estamos atrapados.
—Bien —dijo Gomm.
—Está usted loco —le dijo Vanessa llanamente.
—Todavía puede dispararnos —le repuso con una sonrisa.
—Quiero salir de aquí, pero no es para tanto —gritó Floyd.
—¡Amenácelos! ¡Amenácelos! —gritó Gomm—. Dígales que si intentan algo nos matará a todos.
Ireniya sonrió. Se había dejado la dentadura postiza en la habitación.
—No es usted sólo una cara bonita —le dijo ella a Gomm.
—Tiene razón —dijo Floyd con una sonrisa de oreja a oreja—. No se atreverían a ponernos en peligro. Tendrán que dejarnos ir.
—Estáis locos —murmuró Goldberg—. Allá afuera no hay nada para nosotros…
Regresó a su habitación y cerró de un portazo. Al hacerlo, una masa de guardas bloqueó ambos extremos del corredor. Gomm sujetó el rifle de Vanessa y lo levantó hasta dejarlo apuntando a su propio corazón.
—Sea amable —siseó, y le tiró un beso.
—Baje el arma, señora Jape —le dijo una voz familiar. El señor Klein apareció entre la multitud de guardas—. Está completamente rodeada, créame.
—Los mataré a todos —anunció Vanessa un tanto vacilante. Y con más sentimiento, añadió—: Os lo advierto, estoy desesperada. Los mataré a todos antes de que me disparéis.
—Ya veo… —dijo Klein en voz baja—. ¿Por qué supone que me importa un bledo si los mata o no? Están locos, ya se lo he dicho; son todos dementes, asesinos…
—Usted y yo sabemos que no es verdad —repuso Vanessa, cobrando confianza al ver la ansiedad reflejada en el rostro de Klein — . Quiero que abran el portón de entrada y me entreguen las llaves de mi coche. Le advierto, señor Klein, que si intenta hacer alguna estupidez mataré sistemáticamente a estos rehenes. Despida a sus matones y obedezca.
El señor Klein titubeó y luego hizo una indicación de retirada general.
—Bien hecho —susurró Gomm con la mirada brillante.
—¿Por qué no me indica el camino? —sugirió Vanessa.
Gomm hizo lo que le ordenaban; el pequeño grupo salió serpeando por delante de la masa de relojes, teléfonos y pantallas de vídeo. A cada paso, Vanessa esperaba que una bala fuera a su encuentro, pero estaba claro que al señor Klein le preocupaba demasiado la salud de los ancianos como para arriesgarse a no tomarla en serio. Salieron al aire libre sin incidentes.
En el exterior, los guardas se pusieron en evidencia, aunque intentaban permanecer ocultos. Vanessa siguió apuntando con el rifle a los cuatro cautivos mientras avanzaban por los patios hasta donde estaba estacionado su coche. Habían abierto el portón.
—Gomm —susurró—. Abra las puertas del coche.
Gomm obedeció. Le había dicho que la edad los había encogido a todos, y tal vez fuera cierto, pero eran cinco personas las que debían entrar en el pequeño vehículo, e iba hasta los topes. Vanessa fue la última en subir. Cuando se agachó para ocupar el asiento del conductor, sonó un disparo, y sintió un golpe en el hombro. Soltó el rifle.
—¡Hijos de perra! —exclamó Gomm.
—Déjala —dijo alguien claramente desde el asiento posterior, pero Gomm ya había salido del coche y la estaba metiendo detrás, junto a Floyd. Luego ocupó el asiento del conductor y puso el motor en marcha.
—¿Sabes conducir? —inquirió Ireniya.
—¡Por supuesto que sé conducir, maldita sea! —le replicó.
El coche dio un bandazo hacia adelante y traspuso la entrada con las marchas chirriando.
A Vanessa nunca le habían disparado, y esperaba —si sobrevivía a aquel episodio— evitar que volviera a ocurrirle. La herida del hombro le sangraba copiosamente. Floyd hizo lo que pudo para taponarle la herida, pero la forma en que conducía Gomm dificultaba sobremanera toda ayuda realmente constructiva.
—Hay un sendero… —logró decirle Vanessa—, desviándonos por allí.
—¿Por allí, dónde? —gritó Gomm.
— ¡A la derecha! ¡A la derecha! —gritó ella a su vez. Gomm separó ambas manos del volante y las miró. —¿Cuál es la derecha?
—Por el amor de Dios…
Ireniya, que ocupaba el asiento de al lado, le volvió a colocar las manos en el volante. El coche ejecutó una tarantela. Vanessa gemía a cada bote.
—¡Ya lo veo! —gritó Gomm—. ¡Veo el sendero!
Pisó a fondo el acelerador. Una de las puertas traseras, que no había cerrado bien, se abrió de golpe, y Vanessa estuvo a punto de salir despedida. Mottershead pasó por delante de Floyd y la aferró, devolviéndola a la seguridad, pero antes de que lograsen cerrarla, la puerta se golpeó contra el peñasco que marcaba la convergencia de los dos senderos. El coche pegó una violenta sacudida cuando la puerta fue arrancada de sus goznes.
—Necesitábamos más aire —comentó Gomm, y siguió conduciendo.
El de ellos no era el único motor que perturbaba la noche del Egeo. Detrás se veían unas luces, y se oía el sonido de una frenética persecución. El rifle de Guillemot se había quedado en el convento, y ya no podían valerse de la muerte repentina para negociar; Klein lo sabía.
—¡Acelera a fondo! —rugió Floyd, sonriendo de oreja a oreja—. Nos siguen.
—Voy tan de prisa como puedo —dijo Gomm.
—Apaga las luces —sugirió Ireniya—. Así ya no ofreceremos tan buen blanco.
—Entonces no veré el sendero —se quejó Gomm por encima del rugido del motor.
—¿Y qué? De todos modos tampoco estás yendo por él. Mottershead se echó a reír y —en contra de sus mejores instintos —
Vanessa lo imitó. Quizá la pérdida de sangre la hubiera vuelto irresponsable, pero no pudo contenerse. Cuatro matusalenes y ella misma en un coche con tres puertas dando vueltas en la oscuridad: sólo un loco se habría tomado aquello en serio. Y allí estaba la prueba irrefutable de que aquella gente no estaba loca, tal como Klein los había clasificado, porque también veían el lado humorístico de aquel episodio. Gomm incluso se había puesto a cantar mientras conducía: fragmentos de Verdi y una versión en falsete de
Over the rainbow.
Y si —tal como su mente obnubilada había deducido— aquellas criaturas estaban tan cuerdas como ella, entonces, ¿qué pasaba con la historia que Gomm le había contado? ¿Sería también cierta? ¿Era posible que ese puñado de risueños pacientes de geriatría hubieran mantenido a raya el apocalipsis?