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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (5 page)

Billy estaba hablando de nuevo, pero lo hacía en voz tan baja que resultaba imposible oír lo que estaba diciendo. Avanzó hacia la sombra y su cuerpo bloqueó gran parte de la figura que había en la pared de enfrente. La celda no tenía más de dos o tres zancadas de anchura, pero las leyes de la física se debieron de relajar porque dio la impresión de que el muchacho daba cinco, seis, siete pasos alejándose de la litera. Cleve abrió más los ojos: sabía que no lo estaban vigilando. La sombra y su acólito tenían asuntos que tratar que acaparaban toda su atención.

La figura de Billy se veía más pequeña de lo que parecía ser posible dentro de los confines de la celda, como si hubiera atravesado la pared para penetrar en otro territorio. Y justo en ese momento, con los ojos totalmente abiertos, fue cuando Cleve reconoció ese lugar. La oscuridad de la que estaba hecho el visitante de Billy estaba formada por polvo y sombras de nubes; detrás de él, apenas visible en las tinieblas embrujadoras, pero reconocible para cualquiera que hubiera estado allí, estaba la ciudad de los sueños de Cleve.

Billy había dado alcance a su maestro. La criatura se alzaba por encima de él, harapienta y larguirucha, pero henchida de poder. Cleve no sabía cómo ni por qué el muchacho había ido tras ella, y temió por la seguridad de Billy al verlo allí, pero el miedo por su propia seguridad lo mantuvo encadenado a la litera. En ese momento se dio cuenta de que nunca había amado a nadie, hombre o mujer, lo suficiente como para haber ido tras él hasta el interior de la sombra de esa sombra. Ese pensamiento le hizo sentir terriblemente aislado, y al mismo tiempo se dio cuenta de que nadie que le viera caminar a él hacia su condenación, daría ni un solo paso para arrancarlo del precipicio. Almas perdidas; eso es lo que eran, tanto él como el muchacho.

El amo de Billy estaba alzando su cabeza abotagada, y el viento incesante de esas calles azules hacía ondear su melena equina, despertándola a una furiosa vida. El viento traía las mismas voces que Cleve había oído anteriormente, los gritos de niños desquiciados, un cruce entre llantos y aullidos. Y como animado por esas voces, la criatura alargó los brazos hacia Billy y lo estrechó entre ellos, envolviendo al muchacho en una bruma. Billy no se resistió al abrazo, sino que más bien lo devolvió. Cleve, incapaz de seguir presenciando esa horrible intimidad, cerró los ojos para no ser testigo de la misma, y cuando segundos, ¿o tal vez minutos?, más tarde los volvió a abrir, el encuentro parecía haber llegado a su fin. La sombra se estaba disolviendo, renunciando a su frágil cohesión. Se disgregó, y fragmentos de su anatomía desharrapada se alejaron volando por las calles como basura empujada por el viento. Su partida pareció marcar el inicio de la disipación de toda la escena; las calles y casas ya habían empezado a ser devoradas por el polvo y la distancia. Antes incluso de que los últimos restos de la sombra hubieran desaparecido arrastrados por el viento, la ciudad ya se había perdido de vista. Cleve se alegró de no haber podido acceder a ella. La realidad, por sombría que fuera, era preferible a esa desolación. Ladrillo a ladrillo, la pared se reafirmaba de nuevo en su lugar, y Billy, liberado de los brazos de su amo, estaba de vuelta en la geometría sólida de la celda, con la mirada levantada hacia la luz que atravesaba la ventana.

Cleve no se volvió a dormir esa noche. Y no dejó de preguntarse, mientras yacía en su rígido colchón mirando fijamente las estalactitas de pintura que colgaban del techo, si alguna vez volvería a sentirse seguro en sus sueños.

La luz del sol era toda una artista del mundo del espectáculo. Lanzaba su resplandor con gran vistosidad, tan deseosa de deslum brar y distraer como cualquier comerciante de baratijas. Pero por debajo de la radiante superficie iluminada, había otro territorio; un lugar que la luz del sol, esa encantadora de multitudes, conspiraba para ocultar. Era un acto perverso y desesperado. La mayoría, cegados por el espectáculo, nunca llegaban a vislumbrar ese otro lugar. Pero Cleve ya conocía ese territorio sin sol, incluso había caminado por él, en sueños; y aunque lamentaba la pérdida de su inocencia, sabía que nunca podría volver sobre sus pasos y regresar a la galería de espejos de la luz.

Cleve hizo todo lo que estuvo en su mano para que Billy no se percatara de este cambio que se había producido en él; lo último que quería era que el chico sospechara que lo había estado escuchando a escondidas. Sin embargo, ocultarle algo así resultaba casi imposible. Aunque al día siguiente Cleve se esforzó al máximo intentan do fingir normalidad, no fue capaz de disimular totalmente su intranquilidad. Se le escapaba sin que pudiera controlarla, como el sudor de los poros. Y el muchacho lo sabía, estaba claro, lo sabía. Billy tampoco esperó demasiado para exponer sus sospechas. Cuando esa tarde regresaron a la celda después de haber estado en el taller, Billy no tardó en plantearle la cuestión.

—¿Y a ti qué te pasa hoy?

Cleve se puso a rehacer la cama, sin atreverse siquiera a mirar a Billy.

—No me pasa nada; es que no me encuentro demasiado bien.

—¿Has pasado mala noche? —le preguntó el muchacho. Cleve notaba los ojos de Billy taladrándole la espalda.

—No —le contestó, tras esperar unos instantes para que su negativa no pareciera demasiado apresurada—. Me tomé tus pas tillas, como siempre.

—Bien.

La conversación decayó, y Cleve pudo terminar de hacer la cama en silencio. Sin embargo, no podía alargar esa tarea eternamente.

Cuando, una vez que hubo acabado, le dio la espalda a la litera, Cleve se encontró a Billy sentado en la mesita, con uno de sus libros abierto sobre el regazo. Estaba hojeando el volumen tranquilamente, y todas las señales de sus anteriores sospechas se habían desvanecido. Sin embargo, Cleve no era tan tonto como para fiarse de las meras apariencias.

—¿Por qué lees estas cosas? —le preguntó el muchacho.

—Para pasar el rato —le contestó Cleve, y deshizo todo su trabajo al trepar a la litera superior y tumbarse en ella.

—No. No me refiero a por qué lees libros. Lo que quiero decir es que por qué lees justo estos libros. Todas estas cosas sobre el pecado.

Cleve solo oyó la pregunta a medias. El estar tumbado en la litera le hizo acordarse con demasiada intensidad de lo ocurrido la noche anterior. También le hizo pensar en cómo, incluso en ese mismo instante, la oscuridad estaba trepando de nuevo por el costado del mundo. Ante ese pensamiento, le pareció que el estómago se le subía a la garganta.

—¿Me has oído? —le preguntó Billy. Cleve murmuró que sí.

—Vale, entonces ¿por qué? ¿Por qué estos libros, sobre la condenación y todo eso?

—Nadie más los saca de la biblioteca —repuso Cleve, al que le estaba costando dar forma a los pensamientos que iba a poner en palabras, al ser los otros, los que callaba, mucho más imperiosos.

—¿Entonces no te lo crees?

—No —le contestó—. No; no me creo ni una palabra.

Billy guardó silencio durante un rato. Aunque Cleve no lo estaba mirando, le oía pasar las páginas. Entonces, le llegó otra pregunta, pero dicha en voz más baja: una confesión.

—¿Tienes miedo alguna vez?

La pregunta sobresaltó a Cleve y lo sacó de su trance. La conversación había pasado de ser una charla sobre los temas de lectura a algo mucho más pertinente. ¿Por qué iba a preguntar Billy sobre el miedo si no era porque estaba asustado?

—¿De qué debo tener miedo? —le preguntó Cleve.

Por el rabillo del ojo vio cómo el muchacho se encogía ligeramente de hombros antes de contestar.

—De algunas cosas que pasan —le dijo, con voz inexpresiva—. Cosas que no se pueden controlar.

—Sí —le contestó Cleve, sin estar seguro de adónde les estaba llevando esa conversación—. Sí, claro. A veces tengo miedo.

—¿Y qué haces entonces? —le preguntó Billy.

—No se puede hacer nada, ¿verdad? —le respondió Cleve también en voz baja—. Dejé de rezar la mañana en que mi padre murió.

Cleve oyó el golpe suave con el que Billy cerró el libro, e inclinó la cabeza lo suficiente para poderlo ver. Billy no podía ocultar completamente su agitación.
Tiene miedo
, pensó Cleve,
no quiere que llegue la noche más de lo que lo quiero yo
. El pensamiento de ese temor compartido le resultó reconfortante. Era posible que el muchacho no perteneciera totalmente a la sombra; a lo mejor incluso podía engatusarlo para que le indicara la manera de salir de esa pesadilla en la que se estaban hundiendo.

Se incorporó, y su cabeza quedó a pocos centímetros del techo de la celda. Billy abandonó sus meditaciones y levantó la mirada; su rostro era un óvalo pálido de músculos crispados. Cleve sabía que era el momento de hablar; justo entonces, antes de que se apagaran las luces de las galerías y de que las celdas fueran entregadas a las sombras. Entonces ya no habría tiempo para explicaciones. El muchacho ya estaría bajo el influjo de la ciudad, y más allá de toda persuasión.

—Tengo sueños —le dijo Cleve. Billy no contestó nada, tan solo se limitó a devolverle una mirada ojerosa—. Sueño con una ciudad.

El muchacho no se inmutó. Era evidente que no iba a aclararle nada de manera voluntaria; tendría que empujarle a ello.

—¿Sabes de lo que estoy hablando? Billy movió la cabeza negativamente.

—No. Yo no sueño nunca —repuso tranquilamente.

—Todo el mundo sueña.

—Entonces será que yo no me acuerdo de mis sueños.

—Pues yo sí que me acuerdo de los míos —le dijo Cleve. Una vez sacado a colación el asunto, estaba decidido a no dejar que Billy se le escapara—. Y tú estás allí; estás en esa ciudad.

Entonces el muchacho sí que se sobresaltó; no fue más que un respingo traicionero, pero fue suficiente para que Cleve se convenciera de que no estaba malgastando el aliento.

—¿Qué lugar es ese, Billy? —le preguntó.

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —replicó el muchacho a punto de soltar una carcajada, aunque luego cambiara de opinión y no lo hiciera—. Yo qué sé. Son tus sueños.

Antes de que Cleve pudiera contestarle, oyó la voz de uno de los guardas que iba pasando por las celdas diciéndoles a los hombres que se fueran acostando. Las luces se apagarían muy pronto, y él estaría encerrado en esa celda angosta durante diez horas. Con Billy, y con los fantasmas.

—Anoche… —dijo, con miedo a mencionar lo que había visto y oído sin una introducción adecuada, pero todavía con más miedo a tener que afrontar otra noche en las fronteras de la ciudad, solo en la oscuridad—. Anoche vi… —Vaciló. ¿Por qué no le salían las palabras?— vi…

—¿Qué es lo que viste? —le preguntó el muchacho; su rostro mostraba una expresión inflexible y de él había desaparecido cualquier rastro de temor.

Era posible que él también hubiera oído cómo se acercaba el guardián y supiera que ya no se podía hacer nada; que no había forma de resistirse al avance de la noche.

—¿Qué es lo que viste? —insistió Billy.

Cleve suspiró.

—A mi madre —le contestó.

La débil sonrisa que se apoderó de sus labios fue lo único que delató el alivio del muchacho.

—Sí… Vi a mi madre, en carne y hueso.

—Y eso te afectó, ¿verdad? —le preguntó Billy.

—Es lo que a veces pasa con los sueños.

El guardián había llegado a la celda B.3.20.

—Las luces se apagan en dos minutos —dijo al pasar.

—Deberías tomar más pastillas de esas —le aconsejó Billy, dejando el libro y dirigiéndose a su litera—. Entonces te pasaría como a mí; no tendrías sueños.

Cleve había perdido. Él, el mayor experto en marcarse faroles, había sido derrotado por el farol del chico, y tenía que asumir las consecuencias. Se quedó tumbado, de cara al techo, contando los segundos que quedaban para que las luces se apagaran, mientras debajo de él, el muchacho se desnudaba y se deslizaba entre las sábanas.

Todavía estaba a tiempo de saltar de la cama y llamar al guardián; a tiempo de golpear con la cabeza contra la puerta hasta que acudiera alguien. Pero ¿qué les iba a contar para justificar su histrionismo? ¿Que tenía pesadillas?; ¿y quién no? ¿Que le asustaba la oscuridad?; ¿y a quién no? Se le reirían a la cara y le dirían que se volviera a la cama, y le dejarían con su camuflaje arruinado, y con el chico y con su amo, que esperaba en la pared. Con esa estrategia no conseguiría ponerse a salvo.

Ni tampoco rezando. Había sido sincero con Billy cuando le había contado que había dejado de lado a Dios cuando sus oraciones por la vida de su padre no habían obtenido respuesta. El ateísmo nacía de ese abandono divino; y la fe ya no podía ser reavivada, por muy profundo que fuera su miedo.

El pensar en su padre lo llevó de manera inevitable a pensar en su infancia; pocas cosas además de esa, si es que había alguna, podían absorber su atención tanto como para apartar de él esos temores. Cuando las luces se apagaron finalmente, su mente aterrorizada se refugió en sus recuerdos. Su ritmo cardíaco se ralentizó, los dedos le dejaron de temblar y, pasado un rato y sin que se percatara de ello, el sueño lo atrapó.

Las distracciones con las que contaba su mente consciente no estaban disponibles para su subconsciente. Una vez que se hubo dormido, esos agradables recuerdos se desvanecieron; las remembranzas de la infancia se convirtieron en algo del pasado, y se encontró de vuelta, con los pies ensangrentados, en esa terrible ciudad.

O más bien en su frontera. Porque esa noche no siguió la habitual ruta que pasaba por la casa georgiana y los edificios vecinos, sino que caminó hacia las afueras de la ciudad, donde el viento soplaba con más fuerza que nunca, y las voces que traía sonaban más claras. Aunque a cada paso que daba esperaba encontrarse con Billy y su siniestro camarada, no vio a nadie. Tan solo las mariposas lo acompañaron por el camino, radiantes como la esfera de su reloj. Se posaban sobre sus hombros y cabello como si fueran confeti, y luego volvían a revolotear.

Alcanzó el límite de la ciudad sin incidentes y se quedó allí, escudriñando el desierto. Las nubes, tan sólidas como siempre, se movían por encima de su cabeza, majestuosas como enormes camiones. Le pareció que esa noche las voces sonaban más cercanas y menos angustiadas que las anteriores veces. No supo con certeza si ese mayor sosiego estaba en las voces o en su reacción ante ellas.

Y entonces, mientras estaba observando las dunas y el cielo, hipnotizado por su vacuidad, oyó un ruido, y al mirar por encima del hombro se encontró con un hombre con una sonrisa en el rostro, vestido con lo que sin lugar a dudas eran sus mejores galas de domingo, que estaba abandonando la ciudad y dirigiéndose hacia él. Llevaba un cuchillo; la sangre que tenía en el arma, en la mano y en la pechera todavía no se había secado. Incluso en su estado onírico, sabiéndose inmune, Cleve se sintió intimidado por la visión y retrocedió, con una palabra en defensa propia en los labios. Sin embargo, el sonriente hombre no pareció verlo, sino que pasó junto a él y continuó avanzando adentrándose en el desierto, dejando caer el arma en el momento en que atravesó algún tipo de frontera invisible. Solo entonces se percató Cleve de que había otros que habían hecho lo mismo, y de que en los límites de la ciudad el terreno estaba sembrado de recuerdos letales: cuchillos, cuerdas… incluso una mano humana, cercenada por la muñeca; la mayor parte de ellos estaban prácticamente enterrados.

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