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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (7 page)

—Te has comportado como un idiota —le dijo—. Y menudo idiota.

—Me guste o no, yo también estoy en esto —repuso Cleve—. Tengo sueños.

—Ah, sí. —Una arruga desfiguró la frente de porcelana—. Sí, soñaste con la ciudad, ¿verdad?

—¿Qué es ese lugar, Billy?

—He leído en algún sitio que «los muertos tienen autopistas». ¿Lo habías oído alguna vez? Pues bueno… también tienen ciudades.

—¿Los muertos? ¿Quieres decir que es una especie de ciudad fantasma?

—No quería mezclarte en esto. Te has portado conmigo mejor que la mayoría. Pero ya te lo advertí, he venido a Pentonville porque tenía un asunto que resolver.

—Con Tait.

—Eso es.

Cleve quería reírse; ¿qué es lo que le estaba contando?, una ciudad de los muertos… No era más que un disparate tras otro; sin embargo, su alterada razón no había descubierto una explicación más plausible.

—Mi abuelo asesinó a sus hijos —dijo Billy— porque no quería pasar su mal a la siguiente generación. Pero, ya ves, lo descubrió tarde. Para cuando se dio cuenta de que no era como la mayoría de los hombres, ya tenía mujer e hijos. Era especial. Pero él no quería las aptitudes que le habían sido concedidas; y no quería que sus hijos sobrevivieran con ese mismo poder corriéndoles por la sangre. Se hubiera suicidado, y terminado así el trabajo, si no llega a ser porque mi madre escapó. Antes de que pudiera encontrarla y matarla, lo arrestaron.

—Y lo ahorcaron. Y enterraron.

—Ahorcado y enterrado; pero no perdido. Nadie se pierde, Cleve. Nunca.

—Y tú viniste aquí buscándolo.

—No solo vine para buscarlo, sino para hacer que me ayude. Desde que tenía diez años he sabido de lo que era capaz. No de una manera totalmente consciente, pero sí que tenía una vaga idea. Y tenía miedo. Por supuesto que tenía miedo: era un misterio terrible.

—Esa mutación, ¿siempre has sido capaz de llevarla a cabo?

—No, tan solo sabía que podía hacerlo. Vine aquí para hacer que mi abuelo me enseñara, para que me mostrara la manera de hacerlo. Pero incluso ahora… —bajó la mirada hacia sus brazos enflaquecidos—, con él enseñándome… el dolor es casi insoportable.

—Entonces, ¿por qué lo haces?

El muchacho miró a Cleve con incredulidad.

—Para no ser yo mismo, para ser humo y sombra. Para ser algo terrorífico. —Parecía sinceramente perplejo ante la displicencia de Cleve—. ¿Es que tú no harías lo mismo?

Cleve movió la cabeza negativamente.

—Eso en lo que te convertiste anoche era algo repulsivo. Billy hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Eso es lo que pensaba mi abuelo. En el juicio se llamó a sí mismo abominación. Y no es que la gente supiera de qué estaba hablando, pero eso es lo que dijo. Se puso de pie y dijo: «Yo soy las heces de Satán…». —Billy sonrió ante esa idea—. «Por el amor de Dios, colgadme y quemadme». Ha cambiado de opinión desde entonces. El siglo está envejeciendo y anquilosándose; necesita nuevas tribus. —Miró fijamente a Cleve—. No tengas miedo. No te haré daño a no ser que intentes ir por ahí contando cuentos. ¿Verdad que no lo vas a hacer?

—¿Qué es lo que podría contar que sonara medianamente cuerdo? —repuso Cleve mansamente—. No, no voy a ir contando cuentos.

—Estupendo. Y pronto yo ya no estaré aquí, y tú también te marcharás. Y lo olvidarás.

—Lo dudo.

—Incluso dejarás de tener sueños, cuando yo ya no esté aquí. Los compartes solo porque tienes unas ciertas dotes de médium. Confía en mí. No tienes nada que temer.

—La ciudad…

—¿Qué pasa con la ciudad?

—¿Dónde están sus habitantes? Nunca veo a nadie. No, eso no es del todo verdad. Vi a uno. Un hombre con un cuchillo… adentrándose en el desierto…

—No puedo ayudarte, yo mismo no soy más que un visitante. Lo único que sé es lo que me cuenta mi abuelo: que es una ciudad habitada por almas de muertos. Da igual lo que hayas visto allí; olvídalo. Ese no es tu lugar. Todavía no estás muerto.

¿Era sensato creer siempre en lo que cuentan los muertos? ¿Acaso la muerte les purgaba de toda falsedad, y les hacía llegar a su nuevo estado como si fueran santos? Cleve no podía creerse algo tan ingenuo. Era más probable que se llevasen con ellos sus habilidades, las positivas y las negativas, y las emplearan como mejor pudieran. Seguro que en el paraíso había zapateros; y era ridículo pensar que se hubieran olvidado de cómo coser el cuero.

Así que a lo mejor Edgar Tait había mentido acerca de la ciudad. Había muchas cosas relacionadas con ese lugar que Billy desconocía. ¿Qué pasaba con las voces en el viento? ¿Y el hombre que había dejado caer el cuchillo en medio de una pila de armas antes de alejarse hacia solo Dios sabía dónde? ¿Qué ritual era ese?

Sin embargo, una vez agotado su miedo y sin una realidad impecable a la que aferrarse, Cleve ya no encontró ningún motivo para no ir a la ciudad de manera voluntaria. ¿Qué podía haber allí, en esas calles polvorientas, que pudiera ser peor que lo que había visto en la litera de debajo de él, o que lo que les había sucedido a Lowell y Nayler?

Frente a tales atrocidades, la ciudad era un refugio. En sus calles y plazas vacías reinaba la serenidad; cuando estaba allí, Cleve sentía como si toda la acción hubiera llegado a su fin, como si toda la furia y la angustia se hubieran aplacado; era como si los interiores de esas casas (con el agua corriendo en la bañera y los tazones llenos hasta el borde) hubieran sido testigos de las cosas más terribles, y lo único que quisieran ya fuera esperar paciente mente a que llegara el fin del milenio. Cuando esa noche se durmió y la ciudad se abrió ante él, Cleve no entró como un hombre atemorizado extraviado en un territorio hostil, sino como un visitante satisfecho de poder relajarse durante un rato en un lugar que conoce demasiado bien como para perderse él, pero no tan bien como para que le canse.

Como en respuesta a esa recién descubierta relajación, la ciudad le franqueó el paso. Mientras vagaba por las calles, con los pies cubiertos de sangre como siempre, se encontró con las puertas abiertas de par en par y las cortinas de las ventanas descorridas. No rechazó la invitación que le era ofrecida, sino que se acercó para mirar de más de cerca las casas y bloques. Al examinarlos más minuciosamente, descubrió que no eran los paradigmas de tranquilidad doméstica que en un principio le habían parecido ser. En cada uno de ellos descubrió indicios de actos violentos cometidos recientemente. En alguno, podía ser tan solo una silla volcada, o una marca en el suelo donde un pie había resbalado en una mancha de sangre; en otros, las señales eran más visibles. Un martillo, con manchas de sangre seca en la cabeza, que había sido abandonado encima de una mesa cubierta de periódicos. En una habitación, algunas tablas del piso habían sido arrancadas, y junto al agujero había unas bolsas negras, con un sospechoso brillo húmedo. En otra, un espejo había sido hecho añicos; y en una tercera, unos dientes postizos habían sido abandonados junto a la chimenea en la que el fuego llameaba y chisporroteaba.

En todas ellas se había cometido algún asesinato. Las víctimas ya no estaban (a lo mejor se habían marchado a otras ciudades, llenas de niños masacrados y amigos asesinados) y habían dejado esos retablos fijos para siempre en los tensos momentos posteriores al crimen. Cleve caminó por las calles, el perfecto voyeur, mirando con detenimiento una escena detrás de otra, reconstruyendo en su imaginación las horas que habían precedido a la estudiada tranquilidad de cada una de las habitaciones. En una de ellas, había muerto un niño: su cuna estaba volcada; en otra, alguien había sido asesinado en su cama: la almohada estaba empapada de sangre, y el hacha, tirada sobre la alfombra. ¿Acaso la condenación eterna consistía en eso? ¿En que los asesinos eran obligados a pasar una parte de la eternidad, o tal vez toda ella, en la habitación en la que habían cometido sus crímenes?

De los propios malhechores no vio rastro alguno, aunque la lógica indicaba que debían de estar cerca. ¿Era posible que fueran capaces de volverse invisibles para evitar ser vistos por los ojos curiosos de los soñadores que, como él mismo, visitaban la ciudad? ¿O acaso tras pasar un tiempo en ese lugar inexistente se transformaban, dejaban de ser de carne y hueso y pasaban a convertirse en una parte de su celda: en una silla, en una muñeca de porcelana?

Entonces se acordó del hombre que había visto en las afueras de la ciudad, que había llegado vestido con su elegante traje y con las manos manchadas de sangre, y que había se había adentrado en el desierto. Él no era invisible.

—¿Dónde estás? —dijo, de pie en el umbral de un humilde cuarto; el horno estaba abierto y en el fregadero había diversos utensilios de cocina con el agua corriendo sobre ellos—. Deja que te vea.

Un movimiento atrajo su atención y dirigió la mirada hacia la puerta. Allí había un hombre. Cleve se dio cuenta de que había estado en ese lugar desde un principio, pero tan inmóvil, y tan perfectamente integrado en la habitación, que no había sido visible hasta que había movido los ojos para mirar en dirección a Cleve. Sintió una punzada de inquietud al pensar que era muy probable que en todas las habitaciones que había examinado hubiera habido uno o más asesinos, todos ellos camuflados de forma similar gracias a su estatismo. El hombre, sabiendo que había sido descubierto, dejó de ocultarse. Era de mediana edad avanzada, y esa mañana al afeitarse se había cortado.

—¿Quién eres? —preguntó—. Te he visto antes. Caminando por aquí.

Hablaba queda y tristemente; Cleve pensó que no tenía pinta de asesino.

—Solo soy un visitante —le contestó.

—Aquí no hay visitantes —replicó el hombre—, solo futuros habitantes.

Cleve frunció el ceño, intentando descifrar qué es lo que quería decir el hombre; pero su mente onírica era torpe, y antes de que pudiera resolver el acertijo contenido en las palabras del hombre, este siguió hablando.

—¿Te conozco? —le preguntó el hombre—. Cada vez olvido más y más cosas. ¿Verdad que así no voy a conseguir nada? Si olvido nunca me marcharé, ¿no es así?

—¿Marchar? —repitió Cleve.

—Hacer un canje —le explicó el hombre, recolocándose el peluquín.

—¿E ir adónde?

—De vuelta. Otra vez.

Entonces atravesó la habitación acercándose a Cleve. Extendió las manos, con las palmas hacia arriba; estaban llenas de ampollas.

—Tú me puedes ayudar —dijo—, yo puedo llegar a un trato con los mejores.

—No te entiendo.

Era evidente que el hombre pensaba que le estaba engañando. Hizo una mueca con el labio superior, sobre el que había un bigote rizado y teñido de negro.

—Sí que me entiendes. Me entiendes perfectamente. Lo único que quieres es venderte, igual que todos. Al mejor postor, ¿no es así? ¿Qué eres? ¿Un asesino?

Cleve sacudió la cabeza.

—Solo estoy soñando —repuso.

El ataque de resentimiento del hombre se calmó.

—Hazme ese favor —le pidió—. Carezco de influencias, no como otros. Algunos llegan aquí y, pues eso, que en cuestión de horas ya vuelven a estar fuera. Son profesionales. Llegan a acuerdos. Pero yo… Lo mío fue un crimen pasional. No vine preparado, y tendré que estar aquí hasta que pueda hacer un trato. Por favor, hazme ese favor.

—No puedo ayudarte —repuso Cleve, sin estar siquiera seguro de qué es lo que le estaba pidiendo el hombre.

El asesino hizo un gesto de afirmación con la cabeza.

—Por supuesto que no. Ya me lo imaginaba…

Se apartó de Cleve y se dirigió hacia el horno. El calor que brotaba del mismo convertía la encimera en un espejismo. Sin prestar demasiada atención, apoyó una de sus manos llenas de ampollas sobre la puerta y la cerró; casi inmediatamente, la puerta se volvió a abrir con un chirrido

—¿Sabes lo apetitoso que es, el olor a carne cocinándose? —dijo, mientras volvía a acercarse a la puerta del horno e intentaba cerrarla por segunda vez—. ¿Acaso puede alguien echármelo en cara? ¿De verdad?

Cleve lo dejó con sus desvaríos; aunque tuvieran algún sentido era probable que no mereciera la pena esforzarse en encontrárselo. Esa charla sobre canjes y fugas de la ciudad escapaba a su comprensión.

Continuó vagando, cansado de escudriñar el interior de las casas. Ya había visto todo lo que quería ver. La mañana tenía que estar cerca, y entonces el timbre resonaría en la galería. Se le ocurrió que tal vez debiera despertarse por sus propios medios, y terminar por esa noche con la visita.

Justo cuando estaba pensando eso, vio a la niña. No tenía más de seis o siete años y estaba de pie en la siguiente intersección. Estaba claro que no podía ser una asesina. Echó a andar hacia ella. La niña, ya fuera por timidez o por algún otro motivo menos inocente, se giró hacia su derecha y salió corriendo. Cleve la siguió. Para cuando llegó a la intersección, ella ya se había alejado un buen trecho por la siguiente calle; volvió a ir tras ella. Tal como correspondía a una persecución onírica, las leyes de la física no se comportaban del mismo modo con el perseguidor y el perseguido La niña parecía moverse sin demasiado esfuerzo, mientras que Cleve tenía que luchar contra un aire espeso como la melaza. Sin embargo, no se dio por vencido, sino que siguió adelante, dispuesto a ir a donde lo llevara la niña. No tardó en encontrarse lejos de cualquier lugar conocido, en un laberinto de patios y callejones, todos ellos, supuso, escenarios de algún crimen. A diferencia de las calles principales, ese gueto tenía pocos lugares íntegros, lo que allí había no eran nada más que fragmentos de geografías: un arcén cubierto de hierba, más roja que verde; un cadalso, con una soga colgando; un montículo de tierra. Y de pronto, tan solo una pared.

La niña lo había conducido hasta un callejón sin salida; sin embargo, ella había desaparecido, dejándolo frente a un simple muro de ladrillo, bastante deteriorado, en el que había una angosta ventana. Se acercó: era evidente que lo habían llevado hasta allí para que viera eso. Miró a través del cristal reforzado, que por su lado estaba cubierto de excrementos de pájaros, y se encontró observando el interior de una de las celdas de Pentonville. El estómago le dio un vuelco. ¿Qué clase de juego era ese? ¿Acaso le habían sacado de su celda y lo habían llevado a esa ciudad onírica solo para volverlo a conducir al interior de la prisión? Sin embargo, tras observar durante unos cuantos segundos, se dio cuenta de que esa no era su celda. Era la de Lowell y Nayler. Las fotografías pegadas con celo a los ladrillos grises eran suyas, y suya era la sangre que cubría el suelo, la pared, la litera y la puerta. Se trataba de la escena de otro asesinato.

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