—¿Qué es lo que sabes de él?
—Mató a su mujer, y luego a sus hijos. Los acuchilló a todos, tal como te lo cuento.
—¿A todos?
El Obispo se llevó a sus gruesos labios el cigarrillo que acababa de liar.
—Puede que no a todos —le dijo, entrecerrando los ojos mientras intentaba recordar los detalles concretos—. Es posible que sobreviviera uno. Puede que una hija, creo. —Se encogió de hombros como quitándole importancia al asunto—. No se me da muy bien lo de acordarme de las víctimas. Pero, ¿acaso hay alguien a quien se le dé bien? —Entonces fijó sobre Cleve sus ojos imperturbables—. ¿Por qué estás tan interesado en Tait? Lo colgaron antes de la guerra.
—En 1937. Ya no quedará ni rastro de él, ¿verdad?
El Obispo levantó un admonitorio dedo índice.
—No te creas —le dijo—. Resulta que la tierra sobre la que está construida esta prisión tiene propiedades especiales. Los cuerpos que son enterrados aquí no se descomponen igual que los que están en cualquier otro sitio. —Cleve le lanzó al Obispo una mirada de incredulidad—. Es cierto —le aseguró tranquilamente el rollizo hombre—. Lo sé de una fuente fidedigna. Créeme, siempre que han exhumado un cuerpo de los enterrados en esa parcela lo han encontrado en un estado casi perfecto. —Hizo una pausa para encender su cigarrillo, y le dio una calada, exhalando el humo por la boca junto a sus siguientes palabras—: Cuando tengamos encima de nosotros el fin del mundo, los hombres virtuosos de Marylebone y Camden Town se levantarán y no serán más que huesos y podredumbre. ¿Y los malvados? Ellos acudirán bailando al Juicio Final, tan frescos como el día en que cayeron muertos. Imagínatelo. —Era evidente que disfrutaba al pensar en una posibilidad tan aviesa. El regocijo hizo que su rostro regordete se llenara de arrugas y hoyuelos—. Ah, ¿y quién llamará a quién corrupto en esa mañana maravillosa? —se preguntó.
Cleve no llegó a averiguar nunca exactamente cómo consiguió Billy ser incluido en el grupo de reclusos asignados a las tareas de jardinería, pero lo logró. Es posible que se lo solicitara directamente a Mayflower, y que este convenciera a sus superiores de que podían dejar salir al chico al aire libre con total confianza; pero independientemente de cómo realizara la maniobra, a mediados de la semana siguiente a aquella en la que Cleve averiguó la ubicación de las tumbas, Billy ya estaba cortando el césped en el exterior en la fría mañana de abril.
Lo que sucedió ese día se filtró vía radio macuto durante el tiempo de ocio de los reclusos. A Cleve le llegó la historia de tres fuentes distintas, ninguna de las cuales había sido testigo directo de los hechos. Los relatos presentaban distintos matices, pero estaba claro que coincidían en lo esencial. Los hechos fundamentales eran los siguientes:
El equipo asignado a los trabajos de jardinería, compuesto por cuatro hombres supervisados por un único funcionario de la prisión, estaba trajinando por entre los bloques, cortando el césped y arrancando las malas hierbas que crecían en los arriates, preparando el terreno para cuando se empezara a plantar en primavera. Al parecer, la vigilancia no era demasiado estricta. Pasaron dos o tres minutos antes de que el guarda se diera cuenta de que uno de los hombres a su cargo se había ido desplazando hacia la periferia del grupo y luego se había escabullido. Se dio la alarma. Sin embargo, los funcionarios de la prisión no tuvie ron que buscar lejos. Billy no había intentado escapar, o si lo había hecho, la intentona había sido frustrada por un ataque de algún tipo, que lo había dejado incapacitado. Lo habían encontrado (y a partir de este punto los historias diferían considerablemente) sobre una amplia extensión de césped situada junto al muro, tumbado sobre la hierba. Algunos de los informantes mantenían que tenía la cara amoratada, el cuerpo hecho un ovillo y la lengua casi arrancada a mordiscos; otros, que había sido encontrado tumbado boca abajo, hablándole a la tierra, llorando y suplicando. Había consenso en que el chico había perdido el juicio.
Los rumores hicieron de Cleve el centro de atención, una situación que para nada era de su agrado. Durante el siguiente día, rara vez lo dejaron en paz: los hombres querían saber cómo era compartir celda con un lunático. Él insistía en que no tenía nada que contar. Tait había sido el perfecto compañero de celda: tranquilo, condescendiente e indiscutiblemente cuerdo. Le contó a Mayflower esa misma historia cuando fue interrogado al día siguiente; y más adelante, al médico de la prisión. Del interés de Billy hacia las tumbas no dijo ni mu, y se aseguró de hablar con el Obispo para pedirle que él también guardara silencio al respecto. El hombre estuvo dispuesto a complacerle siempre que, a su debido tiempo, le fuera contada toda la historia. Cleve prometió hacerlo. El Obispo, tal como correspondía a su clericato ficticio, se mantuvo fiel a su palabra.
Billy no apareció por el redil durante dos días. En el ínterin, Mayflower desapareció de su puesto como responsable de la galería sin que se ofreciera ninguna explicación al respecto. Su lugar fue ocupado por un hombre llamado Devlin, que fue transferido desde el ala D y que llegó precedido por su fama. Al parecer, no era un hombre que destacase por su humanidad. Esa impresión quedó confirmada cuando, el día en que Billy Tait regresó, Cleve fue llamado a su despacho.
—Me han dicho que Tait y tú estáis bastante unidos —le dijo Devlin.
Tenía el rostro duro como el granito.
—En realidad no.
—No voy a cometer el mismo error que Mayflower, Smith. Por lo que a mí respecta, Tait es un problema. Voy a observarlo como un halcón, y cuando yo no esté presente, tú lo harás por mí, ¿entendido? A la más mínima, irá al tren fantasma. Antes de que ese cabrón se dé cuenta, lo habré sacado de aquí y lo habré metido en una unidad especial. ¿Me he explicado bien?
—¿Qué? ¿Estabas presentando tus respetos?
Billy había adelgazado en el hospital: unos kilos que su escuálido cuerpo a duras penas podía permitirse perder. La camisa le quedaba demasiado grande y llevaba el cinturón abrochado en el último agujero. La delgadez hacía resaltar más que nunca su vulnerabilidad física; Cleve pensó que hasta el puñetazo de un peso pluma lo tumbaría. Sin embargo, esa escualidez le proporcionaba a su rostro una intensidad nueva y casi desesperada. Parecía ser solo ojos; unos ojos en los que había desaparecido todo rastro de ese rayo de sol que había quedado atrapado en ellos. También se había esfumado la vacuidad fingida, para ser remplazada por una determinación inquietante.
—Te he hecho una pregunta.
—Ya te he oído —le dijo Billy. Ese día no había sol, pero a pesar de ello, estaba mirando la pared—. Pues sí, por si te interesa, estaba presentando mis respetos.
—Devlin me ha pedido que te vigile. No te quiere en esta galería. Es posible que intente que te transfieran.
—¿Que me transfieran? —La mirada de terror que Billy le dirigió a Cleve era tan sincera que resultaba imposible mantenerla más allá de unos pocos segundos—. ¿Quieres decir a otra prisión?
—Eso diría yo.
—¡No pueden hacerlo!
—Oh, sí que pueden. Le llaman el tren fantasma. En un momento dado estás aquí, y un momento más tarde…
—No —dijo el muchacho, con las manos transformadas repentinamente en puños.
Había empezado a temblar y, durante un instante, Cleve se temió que fuera a tener un segundo ataque. Pero aparentemente, Billy puso todo su empeño y consiguió controlar los temblores, y entonces volvió de nuevo su mirada hacia su compañero de celda. Las magulladuras de la paliza de Lowell se habían suavizado hasta quedar de un gris amarillento, aunque todavía les faltaba mucho para desaparecer; las mejillas sin afeitar estaban salpicadas de una barba de un suave tono pelirrojo. Cleve sintió una desagradable punzada de preocupación al mirarlo.
—Cuéntamelo —le dijo Cleve.
—¿Que te cuente qué? —le preguntó Billy.
—Lo que pasó en las tumbas.
—Me mareé y me caí redondo. Ya no recuerdo nada más hasta que me desperté en el hospital.
—Eso es lo que les has contado, ¿verdad?
—Es la verdad.
—No es lo que yo he oído. ¿Por qué no me explicas lo que sucedió realmente? Quiero que confíes en mí.
—Y confío, pero esto tengo que guardármelo para mí mismo. Es algo entre él y yo.
—¿Entre Edgar y tú? —le preguntó Cleve, y Billy movió la cabeza afirmativamente—. ¿Un hombre que mató a toda su familia excepto a tu madre?
Fue evidente que a Billy le sorprendió que Cleve estuviera en posesión de esa información.
—Sí —dijo después de pensar sobre ello unos instantes—. Sí, los mató a todos. También hubiera matado a mi madre si ella no hubiera escapado. Quería eliminar a toda la familia, para que no hubiera descendientes que transmitieran su sangre impura.
—¿Así que tu sangre es impura?
Billy se permitió las más leve s de las sonrisas.
—No —respondió—. Yo creo que no. El abuelo estaba equivo cado. Los tiempos han cambiado, ¿verdad?
Está loco
, pensó Cleve. Rápido como un rayo, Billy se percató al momento de su dictamen.
—No estoy loco —le dijo—. Díselo a todo el mundo. Díselo a Devlin y a todo el que pregunte. Diles que soy un corderito. —La fiereza había regresado a sus ojos. Cleve pensó que para nada parecían los ojos de un cordero, aunque se abstuvo de decirlo—. No deben moverme de aquí, Cleve. No después de que haya llegado tan cerca. Tengo asuntos de los que ocuparme en este lugar. Asuntos importantes.
—¿Con un muerto?
—Con un muerto.
A pesar de esa nueva determinación que sus ojos habían exhibido ante Cleve, Billy disimulaba cuando estaba con el resto de los reclusos. No respondía ni a las preguntas ni a los insultos que le lanzaban; su fachada de indiferencia, de ojos inexpresivos, era impecable. Cleve estaba impresionado. El chico tenía futuro como actor, si decidía dar la espalda a la locura profesional.
Sin embargo, la tensión de tener que ocultar esa urgencia recién descubierta, se empezó a dejar notar enseguida. En los ojos hundidos y en los movimientos nerviosos; en los silencios ensimismados e inquebrantables. El deterioro físico fue evidente para el médico al que Billy seguía visitando, el cual diagnosticó que el muchacho sufría depresión e insomnio agudo, y le recetó tranquilizantes para ayudarle a dormir. Billy le dio las pastillas a Cleve, insistiendo en que a él no le hacían falta. Cleve se lo agradeció. Por primera vez en muchos meses empezó a dormir bien, sin ser molestado por los lamentos ni por los gritos de los demás reclusos.
Durante el día, la relación entre Cleve y el muchacho, que siempre había sido superficial, se redujo a la mera cortesía. Cleve notaba que Billy se estaba encerrando totalmente en sí mismo, apartándose de los asuntos meramente materiales.
No era la primera vez que era testigo de un repliegue deliberado como ese. Su cuñada, Rosanna, había muerto tres años antes de un cáncer de estómago: un declive prolongado y, hasta las últimas semanas, paulatino. Cleve no había estado muy unido a ella, pero es posible que fuera ese distanciamiento lo que le había permitido observar el comportamiento de la mujer con una perspectiva de la que carecía el resto de la familia. Le había sorprendido la manera sistemática en la que se había preparado para morir, circunscribiendo su cariño a un círculo cada vez más pequeño, hasta que solo alcanzó a las figuras más vitales de su vida (sus hijos y su sacerdote) y dejando fuera a todos los demás, incluso a su marido, con el que llevaba casada catorce años.
Y esa misma frugalidad y falta de pasión era lo que estaba viendo en Billy. Como un hombre que se prepara para atravesar un páramo sin agua y que valora demasiado sus energías como para malgastar las en el más mínimo gesto inútil, el chico se estaba encerrando en sí mismo. Resultaba inquietante; Cleve se sentía cada vez más incómodo compartiendo con él los cuatro por tres metros de su celda. Era como vivir con un hombre que estuviera en el corredor de la muerte.
Su único consuelo eran los tranquilizantes, que Billy conseguía engatusando sin ningún problema al médico para que se los siguiera suministrando. Las pastillas le garantizaban a Cleve un descanso reparador, y, al menos durante unos cuantos días, sin sueños.
Y entonces soñó con la ciudad.
Al principio no fue la ciudad; primero fue el desierto. Una extensión vacía de arena azul oscuro, que se le clavaba en la planta de los pies al caminar, y que levantada por un viento frío se le colaba por la nariz, los ojos y el cabello. Sabía que había estado allí antes. Su yo soñado reconoció el paisaje de dunas áridas, sin árboles ni casas que rompieran la monotonía. Sin embargo, en sus anteriores visitas alguien le había guiado (o al menos, esa era la sensación que tenía); mientras que en esta ocasión estaba solo. Las nubes que tenía encima de su cabeza eran opresivas y de un color gris pizarra, y no presagiaban que el sol fuera a salir. Durante lo que le parecieron horas, caminó por las dunas; la punzante arena hizo que los pies se le cubrieran de sangre, y su cuerpo, salpicado de granos de arena, se tiñó de azul. Cuando el agotamiento estaba a punto de vencerle, vio unas ruinas y se dirigió hacia ellas.
No era un oasis. En esas calles vacías no había nada lozano ni que pudiera servir de sustento; ni árboles frutales ni fuentes chispeantes. La ciudad era un conglomerado de casas, o de fragmentos de casas (en algunos casos, pisos enteros, en otros, habitaciones aisladas) colocados unos junto a otros, componiendo parodias del orden urbano. La mezcolanza de estilos era terrible: elegantes edificios georgianos se alzaban junto a míseros bloques de pisos de alquiler con habitaciones quemadas; una casa arrancada de una hilera de adosados, impecable hasta en el perro barnizado de la repisa de la ventana, estaba colocada espalda con espalda con un ático de lujo. Todos habían sido separados bruscamente de su entorno y mostraban las cicatrices producto de ello: las paredes estaban agrietadas, y permitían vislumbrar de manera furtiva los interiores privados; las escaleras se arrastraban hacia las nubes sin un destino; las puertas daban golpes, al ser abiertas y cerradas por el viento, sin llevar a ninguna parte.
Cleve sabía que en ese lugar había vida. No solo los lagartos, las ratas y las mariposas, albinos todos ellos, que revoloteaban y brincaban por delante de él cuando caminaba por las calles desoladas, sino también vida humana. Notaba que cada uno de sus pasos estaba siendo observado, aunque no vio ninguna señal de presencia humana; al menos, no en la primera visita.