En la segunda, su yo soñado se saltó la dura caminata por el desierto y apareció directamente en la necrópolis, y sus pies, que aprendían rápido, siguieron la misma ruta de su primera visita. Esa noche, el viento incesante era más fuerte. Atrapaba las cortinas de encaje de una ventana, y el tintineante adorno chino que colgaba en otra. Además, traía voces; sonidos horribles y extraños que venían de algún lugar lejano situado mucho más allá de la ciudad. Al oír el runrún de esa cháchara, como de niños perturbados, Cleve se sintió agradecido por las calles y las habitaciones, no tanto por las comodidades que le pudieran ofrecer, sino por su familiaridad. No tenía ningún deseo de adentrarse en esos interiores, hubiera o no hubiera voces; no quería descubrir qué es lo que distinguía a esos fragmentos de arquitectura como para haber hecho que fueran arrancados de sus raíces y arrojados en medio de esa desolación gimoteante.
Sin embargo, una vez que hubo visitado ese lugar, continuó volviendo a él en sus sueños, noche tras noche; siempre caminando con los pies ensangrentados, sin llegar a ver nada más que ratas y mariposas, y arena negra en todos los umbrales, empujada por el viento al interior de habitaciones y vestíbulos que permanecían inmutables entre una y otra visita; por lo que alcanzó a ver entre las cortinas y a través de las paredes destrozadas, esos lugares parecían haberse quedado petrificados de alguna manera en un cierto momento crítico, con la comida abandonada en una mesa preparada para tres (el capón sin trinchar, las salsas humeantes), o el agua de la ducha corriendo en un cuarto de baño en el que la lámpara se balanceaba permanentemente; y en una habitación que podría haber sido el despacho de un abogado, un perrito faldero, o una peluca arrancada y arrojada al suelo, que yacía abandonada sobre una elegante alfombra cuyos complicados dibujos habían sido medio devorados por la arena.
Solo en una ocasión vio a otro ser humano en la ciudad, y fue a Billy. Sucedió de una forma extraña. Una noche, mientras estaba soñando con las calles, se medio despertó. Billy también estaba despierto, de pie en mitad de la celda, con la mirada levantada hacia la luz que entraba por la ventana. No era la luz de la luna, pero el muchacho se bañaba en ella como si lo fuera. Tenía el rostro alzado hacia la ventana, con la boca abierta y los ojos cerrados. Cleve apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que el chico parecía encontrarse en trance antes de que los tranquilizantes lo arrastraran de vuelta a su sueño. Sin embargo, se llevó consigo un fragmento de realidad, y el muchacho quedó incorporado a su visión onírica. Cuando llegó de nuevo a la ciudad, allí estaba Billy Tait: de pie en la calle, con el rostro levantado hacia las nubes amenazantes, la boca abierta y los ojos cerrados.
La visión solo duró un instante. Un momento después, el muchacho ya se había marchado, con sus pies levantando negros abanicos de arena. Cleve lo llamó. Billy siguió corriendo a pesar de ello, sin hacerle caso, y, con esa clarividencia inexplicable de los sueños, Cleve supo adónde se encaminaba. Hacia los límites de la ciudad, donde las casas se acababan y empezaba el desierto. A lo mejor iba a reunirse con un amigo que se dirigía hacia allí en medio de ese viento terrible. Nada podría haberle inducido a perseguirle, a pesar de que no quería perder el contacto con el único ser humano que había visto en esas calles desamparadas. Volvió a llamarle, más fuerte.
Entonces, sintió una mano en el hombro, y tras despertarse aterrorizado, se encontró con que estaba en su celda y alguien lo estaba zarandeando intentando despertarle.
—No pasa nada —le dijo Billy—. Estabas soñando.
Cleve sacudió la cabeza, intentado sacarse de ella la ciudad, pero durante varios difíciles segundos, el sueño se filtró hacia el mundo real, y al bajar la vista hacia el muchacho, vio cómo el cabello de Billy era levantado por un viento que no podía, que era imposible que estuviera soplando en los confines de la celda.
—Estás soñando —repitió Billy—. Despierta.
Temblando, Cleve se incorporó del todo en la litera. La ciudad se estaba alejando, ya casi había desaparecido, pero antes de perderla de vista totalmente, tuvo la convicción absoluta de que Billy sabía de qué sueño lo estaba despertando; de que durante unos breves y frágiles momentos, ambos habían estado juntos en ese lugar.
—Lo sabes, ¿verdad? —acusó al pálido rostro que tenía a su lado. El muchacho pareció desconcertado.
—¿A qué te refieres?
Cleve sacudió la cabeza. La sospecha le resultaba más increíble a medida que el sueño se iba alejando. A pesar de ello, cuando bajó la vista hacia la huesuda mano de Billy que seguía aferrada a su brazo, casi contaba con ver restos de ese polvo de obsidiana bajo las uñas de los dedos; pero lo único que había era mugre.
Sin embargo, cuando ya hacía mucho tiempo que las dudas se tenían que haber rendido ante el acoso de la razón, seguían estando allí. A partir de esa noche, Cleve empezó a vigilar al chico con mucha más atención, esperando que se le escapara una frase o una mirada que revelara la naturaleza de su juego. Sin embargo, ese escrutinio era una causa perdida. Los últimos restos de accesibilidad desaparecieron después de esa noche; al igual que Rosanna, el muchacho se convirtió en un libro indescifrable, sin dejar escapar por debajo de sus párpados ninguna pista sobre la naturaleza de su mundo secreto. El sueño nunca volvió a ser mencionado, y la única alusión indirecta a esa noche fue la redoblada insistencia de Billy en que Cleve continuara tomándose los tranquilizantes.
—Necesitas dormir —le dijo tras volver de la enfermería con nuevas provisiones—. Cógelos.
—Tú también necesitas dormir —repuso Cleve, sintiendo curiosidad por ver hasta qué punto pensaba presionarle el mucha cho—. Ya no me hacen falta.
—Sí que te hacen —insistió Billy, ofreciéndole el frasco de pastillas—. Ya sabes cuánto ruido hay.
—Me han dicho que crean adicción —le contestó Cleve, sin coger las pastillas—. Me las apañaré sin ellos.
—¡No! —dijo Billy, y en ese momento Cleve notó una insistencia que confirmó sus sospechas más profundas. El chico quería que estuviera drogado, es lo que había querido desde un principio—. Yo duermo como un bebé. Cógelos, por favor; si no, los habré conseguido para nada.
Cleve se encogió de hombros.
—Si estás seguro… —le dijo, dispuesto a fingir que cedía, una vez que sus temores habían quedado confirmados.
—Lo estoy.
—Gracias, entonces. Cleve cogió el frasco.
Billy le sonrió. En cierto modo, esa sonrisa fue el auténtico inicio de los malos tiempos.
Esa noche, Cleve respondió a la actuación del chico con una propia, haciendo como que se tomaba los tranquilizantes tal como era su costumbre, pero sin llegárselos a tragar. Una vez que estuvo tumbado en su litera, con el rostro vuelto hacia la pared, se los sacó de la boca y los metió debajo de la almohada. Entonces fingió dormir.
Los días en la prisión comenzaban y terminaban temprano; así que a las nueve menos cuarto o nueve, la mayoría de las celdas de las cuatro alas ya estaban a oscuras y los presos recluidos hasta el amanecer, abandonados a sus propios recursos. Esa noche era más tranquila que la mayoría. El inquilino gimoteante que estaba dos celdas más allá había sido transferido al ala D y prácticamente no se oían otros ruidos a lo largo de la galería. Incluso sin las pastillas, Cleve se sintió tentado por el sueño. De la litera de abajo casi no le llegaba ningún ruido, excepto algún suspiro de vez en cuando. Era imposible adivinar si Billy estaba realmente dormido o no. Cleve se mantuvo en silencio, echando alguna que otra breve mirada furtiva a la esfera luminosa de su reloj. Los minutos le parecían interminables, y se temió, a medida que las primeras horas fueron pasando lentamente, que muy pronto su imitación del sueño se convertiría en algo auténtico. En realidad, estaba dándole vueltas en la cabeza a esa posibilidad cuando el sueño se apoderó de él.
Se despertó mucho más tarde. Su posición no parecía haberse alterado durante el sueño. Seguía teniendo la pared frente a él, con la pintura descascarillada formando un borroso mapa de algún territorio desconocido. Tardó uno o dos minutos en centrarse. En la litera de abajo no se oía ningún ruido. Fingiendo que se movía en sueños, llevó el brazo hasta donde podía verlo, y miró la esfera verde pálido de su reloj. Era la una y cincuenta y uno. Faltaban todavía varias horas para el amanecer. Se quedó en la misma posición en la que se había despertado durante un cuarto de hora, atento a cualquier sonido que se produjera en la celda, intentando ubicar a Billy. No le gustaba nada la idea de darse media vuelta y mirar, por miedo a que el muchacho estuviera de pie en mitad de la celda, como la noche de la visita a la ciudad.
A pesar de estar sumido en la noche, el mundo distaba mucho de ser un lugar silencioso. Cleve oía las pisadas apagadas de alguien que paseaba de un lado a otro en la celda que estaba situada justo encima de la suya en la galería superior; oía correr el agua por las tuberías y el sonido de una sirena en Caledonian Road. Lo que no conseguía oír era a Billy. No le oyó respirar ni una sola vez.
Pasó otro cuarto de hora, y Cleve sintió la somnolencia familiar cerniéndose sobre él, intentando reconquistarlo; si seguía tumbado sin moverse durante mucho más tiempo, se volvería a dormir, y para cuando se despertara, ya sería de día. Si quería enterarse de algo, tendría que darse media vuelta y mirar. Decidió que, en lugar de intentar moverse con disimulo, era mejor girarse de la manera más natural posible. Así lo hizo, murmurando para sí mismo como en sueños, para reforzar el engaño. Una vez que ya se hubo dado la vuelta, y hubo colocado la mano junto a la cara para que no se le notara que estaba espiando, abrió los ojos con cuidado.
La celda parecía más oscura que la noche en la que había visto a Billy con el rostro alzado hacia la ventana. En cuanto al chico, no se le veía por ninguna parte. Cleve abrió los ojos un poco más e inspeccionó la celda por entre los dedos lo mejor que pudo. Faltaba algo, pero no era capaz de averiguar de qué se trataba. Se quedó tumbado durante varios minutos, esperando a que sus ojos se acostumbraran a las tinieblas; pero no lo hicieron. La escena que tenía frente a él siguió viéndose borrosa, como un cuadro tan recubierto de suciedad y barniz, que los que lo examinan no pueden llegar a su esencia. Sin embargo, Cleve sabía, y bien que lo sabía, que las sombras que había en las esquinas de la celda y en la pared que tenía frente a él no estaban vacías. Quería acabar con esa incertidumbre que estaba haciendo palpitar a su corazón con tanta fuerza, quería levantar la cabeza de su dura almohada y decirle a Billy que abandonara su escondite. Sin embargo, el sentido común le aconsejaba que no lo hiciera. En lugar de eso, se quedó tumbado inmóvil, sudando y vigilando.
Y en ese momento, se empezó a dar cuenta de qué es lo que estaba mal en la escena que tenía ante él. Las sombras que le impedían ver estaban en un lugar donde no debía haber sombras; se extendían por la zona de la celda donde tenía que haber estado cayendo la débil luz de la ventana. De alguna manera, entre la ventana y la pared, la luz había sido ahogada y devorada. Cleve cerró los ojos para dar a su aturdida mente la oportunidad de racionalizar y rechazar esa conclusión. Cuando los volvió a abrir de nuevo, el corazón le dio un vuelco. En lugar de perder fuerza, la sombra había aumentado ligeramente de tamaño.
Nunca había sentido tanto miedo; nunca había sentido una frialdad en las entrañas comparable a la que estaba experimentando en esos momentos. Con gran esfuerzo, consiguió seguir respirando con regularidad y mantener las manos donde las tenía. Su instinto le empujaba a taparse hasta arriba y esconder la cabeza como un niño; sin embargo, no lo hizo por dos motivos. El primero era que el más ligero movimiento podía atraer sobre él una inoportuna atención. El segundo, que Billy estaba en algún lugar de la celda, y a lo mejor tan amenazado por esa sombra viviente como él.
Y entonces, el muchacho habló desde la litera inferior. Lo hizo en voz baja, probablemente para no despertar al compañero de celda que dormía, y en su voz se percibía una intimidad extraña e inquietante. Cleve ni se planteó la posibilidad de que estuviera hablando en sueños; hacía mucho tiempo que había dejado de engañarse a sí mismo. El muchacho estaba hablando con la oscuridad; por difícil de aceptar que pudiera ser, de eso no tenía ninguna duda.
—… duele… —dijo, con una débil nota de acusación en su voz— no me dijiste cuánto duele…
¿Fue tan solo algo que Cleve se imaginó, o realmente ese espectro de sombras respondió dilatándose un poco, como la tinta del calamar en el agua? Se sintió terriblemente asustado.
El muchacho volvió a hablar. Lo hacía en voz tan baja que Cleve apenas podía oír lo que decía.
—… tiene que ser pronto… —dijo, con un tono apremiante, pero sosegado—. No tengo miedo. Nada de miedo.
La sombra se movió de nuevo. Y cuando Cleve miró hacia su núcleo, consiguió vislumbrar la quimérica figura que había en su interior. Notó un temblor en la garganta; un grito se situó detrás de su lengua, ansioso por escapar.
—… todo lo que puedas enseñarme… —estaba diciendo Billy—, deprisa…
Las palabras siguieron fluyendo, pero Cleve apenas las oía. Su atención estaba centrada en el telón de sombras, y en la figura, formada a partir de retazos de oscuridad, que se movía entre sus pliegues. No era una ilusión. Allí había un hombre, o más bien, el rudimento de la imagen de un hombre, con su sustancia tenue, y un contorno que no hacía más que desdibujarse, y que tan solo mediante un enorme esfuerzo era empujado a recuperar de nuevo una cierta apariencia humana. Cleve apenas podía distinguir los rasgos del visitante, pero sí veía lo suficiente para notar las deformidades disfrazadas de virtudes: un rostro que parecía una fuente de fruta podrida, pastoso y despellejado, abultándose en una zona en la que había un nido de moscas, para a continuación hundirse hacia un núcleo pestilente. ¿Cómo podía el muchacho conseguir hablar tan cómodamente con esa «cosa»? Sin embargo, a pesar de la putrefacción, había una dignidad amarga en el porte de la criatura, en la angustia de sus ojos y en la «O» que formaban sus fauces carentes de dientes.
Billy se puso de pie de improviso. El repentino movimiento, después de todas esas quedas palabras, casi liberó el grito de la garganta de Cleve. Pero este consiguió retenerlo, con dificultad, y entrecerró los ojos, observando lo que sucedió a continuación por entre los barrotes de sus pestañas.