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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (8 page)

—Dios todopoderoso —murmuró—. Billy…

Se apartó del muro. En la arena que tenía a sus pies había lagartos apareándose; el viento que había conseguido llegar hasta ese apartado lugar había llevado hasta allí varias mariposas. Mientras las miraba bailotear, sonó el timbre en el ala B, y ya era de día.

Se trataba de una trampa. Cleve no tenía nada claro cuál era el mecanismo, pero no tenía duda alguna sobre su objetivo. Billy iría a la ciudad, pronto. La celda en la que había cometido su crimen ya le estaba esperando, y de todos los lugares espantosos que Cleve había visto en esa colección de infiernos, la diminuta celda anegada de sangre era sin duda alguna el peor.

El muchacho no podía saber qué es lo que le tenían preparado; su abuelo le había mentido por omisión sobre la ciudad, al no contarle qué requisitos especiales se necesitaban para vivir en ese lugar. ¿Y por qué? Cleve recordó la confusa conversación que había mantenido con el hombre que estaba en la cocina. La charla sobre canjes, tratos, y la posibilidad de regresar. Edgar Tait lamentaba sus pecados, ¿no era así?; con el paso del tiempo, había decidido que él no era las heces del diablo, y que volver al mundo no sería una idea tan mala. En cierta manera, Billy era un instrumento para ese regreso.

—No le gustas a mi abuelo —le dijo Billy, cuando estaban de nuevo encerrados en la celda después de la comida.

Por segundo día consecutivo, todas las actividades recreativas y del taller habían sido canceladas, mientras se llevaba a cabo una investigación celda por celda en relación con las muertes de Lowell y de Nayler, fallecido a primera hora de ese día.

—¿No le gusto? ¿Y eso por qué? —le preguntó Cleve.

—Dice que eres demasiado curioso. Cuando estás en la ciudad.

Cleve estaba sentado en la litera superior; Billy, en la silla apoyada contra la pared de enfrente. Los ojos del muchacho estaban inyectados de sangre; un temblor ligero, pero constante, se había apoderado de su cuerpo.

—Vas a morir —le informó Cleve. ¿De qué manera se podía exponer ese hecho, sino lisa y llanamente?—. Lo vi… en la ciudad…

Billy sacudió la cabeza.

—A veces hablas como un chiflado. Mi abuelo dice que no debería confiar en ti.

—Lo que pasa es que me tiene miedo.

Billy se rió desdeñosamente. Era un sonido desagradable, y Cleve supuso que sería algo aprendido del abuelo Tait.

—Él no le tiene miedo a nadie —replicó Billy.

—Tiene miedo de lo que pueda ver. De lo que te pueda contar.

—No —repuso el muchacho con convicción absoluta.

—Te dijo que mataras a Lowell, ¿verdad?

Billy levantó la cabeza sobresaltado.

—¿Por qué dices eso?

—Tú no querías matarlo. A lo mejor asustarles un poco a los dos, pero no matarlos. Fu e idea de tu entrañable abuelo.

—Nadie me dice lo que tengo que hacer —repuso Billy, con una mirada glacial—. Nadie.

—De acuerdo —admitió Cleve—, puede ser que te persuadiera, ¿eh?; te dijo que era un asunto de orgullo familiar. ¿Fue algo así?

Era evidente que el comentario le había tocado un nervio sensible: los temblores habían aumentado.

—¿Y qué? ¿Qué pasa si lo hizo?

—He visto el sitio adonde vas a ir, Billy. Hay un lugar esperándote… —El muchacho clavó la mirada en Cleve, pero no intentó interrumpirlo—. Esa ciudad está habitada únicamente por asesinos, Billy. Ese es el motivo de que tu abuelo esté allí. Y si consigue encontrar a alguien que lo sustituya… si consigue salir al exterior y hacer que se cometa otro asesinato… será libre.

Billy se puso de pie, hecho una furia. En su rostro ya no quedaba ningún rastro del anterior desdén.

—¿Qué quieres decir con «libre»?

—Que volverá al mundo. Volverá a este lugar.

—Estás mintiendo.

—Pregúntaselo.

—Él no me engañaría. Soy de su propia sangre.

—¿Acaso crees que le importa? Después de cincuenta años en ese lugar, esperando una oportunidad para largarse, ¿no crees que le traerá sin cuidado lo que tenga que hacer para conseguirlo?

—Le voy a decir cómo mientes… —repuso Billy. Su ira no se dirigía únicamente hacia Cleve; había un trasfondo de duda que estaba intentando reprimir—. Cuando mi abuelo se entere de cómo estás intentando malmeterme en su contra, eres hombre muerto. Tendrás que vértelas con él. Oh, sí, te las tendrás que ver con él. Y desearás con toda tu alma haberlo podido evitar.

No parecía haber escapatoria. Incluso si Cleve lograba convencer a los responsables de la prisión de que lo sacaran de la celda antes de que cayera la noche (y lo iba a tener bastante difícil; tendría que desdecirse de todo lo que había contado sobre el chico, y explicarles que Billy era un loco peligroso, o algo parecido; pero de ninguna manera les podía contar la verdad), incluso si conseguía que lo trasladaran a otra celda, esa maniobra no le garantizaba la seguridad. El muchacho había dicho que él era humo y sombra. No había puertas ni rejas que pudieran mantener a distancia algo así; el destino de Lowell y Nayler era la prueba fehaciente de eso. Y además Billy no estaba solo. No se podía olvidar a Edgar Saint Clair Tait, y cualquiera sabía qué poderes podía tener. Sin embargo, compartir la celda con el chico esa noche sería algo equivalente a un suicidio, ¿verdad? Él mismo se estaría poniendo en manos de las bestias.

Cuando salieron de las celdas para ir a cenar, Cleve buscó a Devlin, lo localizó, y le solicitó una breve entrevista, que le fue concedida. Después de la cena, Cleve se presentó ante el responsable de la galería.

—Me pidió que mantuviera vigilado a Billy Tait.

—¿Qué pasa con él?

Cleve había pensado mucho en qué es lo que le podía contar a Devlin para que este lo trasladara inmediatamente, pero no se le había ocurrido nada. Se interrumpió, confiando en que le llegara la inspiración, pero siguió sin saber qué decir.

—Yo… yo… quería solicitar que me cambiaran de celda.

—¿Por qué?

—El muchacho está trastornado —le explicó Cleve—. Tengo miedo de que me pueda hacer daño. Si tiene otro de sus ataques…

—Podrías dejarlo fuera de combate incluso con una mano atada a la espalda; el chico está en los huesos.

Llegado ese momento, si Cleve hubiera estado hablando con Mayflower, habría podido pedírselo como un favor personal. Con Devlin, ese tipo de táctica estaba condenada al fracaso desde un principio.

—No sé por qué te estás quejando. Billy se porta estupendamente —dijo Devlin, saboreando la parodia del padre indulgente—. Tranquilo, educado en todo momento. No supone un peligro ni para ti ni para nadie.

—Usted no le conoce…

—¿Qué estás intentando decirme?

—Póngame en la celda de aislamiento. Donde sea, me da igual. Pero aléjeme de él. ¡Por favor!

Devlin no contestó, tan solo clavó los ojos sobre Cleve, perplejo.

—Tienes miedo de él —dijo finalmente.

—Sí.

—¿Qué es lo que te pasa? Has compartido celda con tipos duros sin que jamás te hayas inmutado en lo más mínimo.

—Billy es distinto —repuso Cleve; poco más podía decir, excepto—: Está loco. Le digo que está loco.

—Todo el mundo está loco, excepto tú y yo, Smith. ¿Nunca lo habías oído? —Devlin se rió—. Vuelve a tu celda y deja de refunfuñar. No querrás un viajecito en el tren fantasma, ¿verdad que no?

Cuando Cleve volvió a la celda, Billy estaba escribiendo una carta. Sentado en su litera, enfrascado en el papel, tenía un aspecto de vulnerabilidad total. Lo que Devlin había dicho era cierto: el chico estaba en los huesos. Viendo la escalera que formaban sus vértebras y que se marcaba a través de la camiseta, costaba creer que esa frágil figura pudiera sobrevivir a las agonías de la transformación. Aunque claro, a lo mejor es que no iba a sobrevivir. Era posible que a la larga, los rigores del cambio fueran a acabar destrozándolo; pero eso no sucedería a tiempo.

—Billy…

El muchacho no apartó los ojos de la carta

—… Lo que dije, sobre la ciudad… Billy dejó de escribir…

—Es posible que no fueran más que imaginaciones mías. Que todo fuera un sueño…

… y retomó la escritura

—Te lo dije solo porque tenía miedo por ti. Nada más. Quiero que seamos amigos…

Billy levantó la vista.

—No está en mis manos —le dijo con total franqueza—. Ya no. Depende del abuelo. Puede que sea clemente; y puede que no.

—¿Por qué se lo tienes que contar?

—Él sabe lo que hay dentro de mí. Él y yo… es como si fuéramos uno. Por eso sé que no me engañaría.

Pronto sería de noche; las luces se apagarían en toda la galería y llegarían las sombras.

—Así que lo único que puedo hacer es esperar, ¿es así? —le preguntó Cleve.

Billy hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

—Le llamaré, y entonces ya veremos.

¿Llamarle?
, pensó Cleve. ¿Acaso el viejo tenía que ser convocado todas las noches para que abandonara su lugar de descanso? ¿Era eso lo que le había visto hacer a Billy, de pie en medio de la celda, con los ojos cerrados y el rostro levantado hacia la ventana? Si eso era así, a lo mejor podía evitar que el muchacho invocara al muerto.

La tarde fue avanzando, con Cleve tendido en su litera analizando sus opciones. ¿Era mejor quedarse esperando y ver qué sentencia dictaba Tait o intentar tomar el control de la situación y bloquear la llegada del viejo? Si optaba por lo segundo, ya no habría vuelta atrás; no habría lugar para las súplicas ni para las disculpas: sin duda alguna, su agresividad engendraría más agresividad. Si fracasaba en su intento de evitar que el muchacho invocara a Tait, sería el final.

Las luces se apagaron. En muchas de las celdas a lo largo de las cinco galerías del ala B, los hombres estarían colocando sus cabezas sobre las almohadas. Es posible que algunos yacieran despiertos, planificando las carreras que pensaba desarrollar una vez pasado este pequeño contratiempo en sus vidas profesionales; otros estarían en brazos de sus amadas invisibles. Cleve escuchó los ruidos de la celda: el sonido del agua al avanzar por las cañerías, la respiración superficial que venía de la litera inferior. A veces tenía la impresión de que había vivido una segunda vida en esa almohada vieja, atrapado en la oscuridad.

La respiración de la litera inferior pronto se hizo casi inaudible; y a Billy tampoco se le oía moverse. Era posible que el muchacho no fuera a dar el primer paso hasta que Cleve se hubiera dormido. Si eso era así, el chico esperaría en vano. Cleve no pensaba cerrar los ojos y dejar que lo asesinaran mientras dormía. No era un cerdo al que llevan resignado al matadero.

Moviéndose con el mayor cuidado posible, para no levantar sospechas, Cleve se desabrochó el cinturón y lo deslizó por las trabillas del pantalón. Podría haber fabricado unas ataduras mejo res rasgando las sábanas y la funda de la almohada, pero no podía hacerlo sin llamar la atención de Billy. Luego esperó, con el cinturón en la mano, y fingió dormir.

Esa noche agradeció que los ruidos del ala lo despertaran en cuanto se empezaba a adormilar, ya que pasaron dos horas enteras antes de que Billy se deslizara fuera de la litera, dos horas en las que, a pesar del miedo que sentía por lo que pudiera suceder si se quedaba dormido, a Cleve lo traicionaron sus párpados en tres o cuatro ocasiones. Sin embargo, esa noche había otros presos angustiados; las muertes de Lowell y Nayler habían puesto nerviosos hasta a los convictos más duros. Las horas se veían salpica das por los gritos, y por las ré plicas de los que estaban despiertos. A pesar de la fatiga de sus extremidades, el sueño no venció a Cleve.

Cuando Billy se levantó por fin de la litera inferior, eran las doce bien pasadas, y la galería estaba casi en calma. Cleve oía la respiración del chico; ya no era acompasada, sino más bien un poco ahogada. Con los ojos reducidos a ranuras, observó cómo Billy atravesaba la celda para situarse a su lugar habitual delante de la ventana. No había duda de que estaba a punto de convocar al viejo.

Cuando Billy cerró los ojos, Cleve se incorporó, apartó la manta y se deslizó al suelo desde la litera. El muchacho tardó en reaccionar. Antes de que se hubiera dado cuenta de qué es lo que estaba sucediendo, Cleve ya había atravesado la celda y lo había empujado contra la pared, con la mano tapándole la boca.

—No, no lo vas a hacer —le dijo entre dientes—. Conmigo no va a ser como con Lowell.

Billy se debatió, pero físicamente Cleve era muy superior a él.

—Esta noche no va a venir —añadió Cleve, con la mirada clavada en los ojos que el muchacho tenía abiertos como platos— porque no vas a llamarle.

Billy luchó con más violencia intentando liberarse, mordiendo con fuerza contra la palma de su captor. Cleve retiró la mano de manera instintiva y, de dos zancadas, el muchacho se plantó en la ventana e intentó subirse a ella. En su garganta sonaba algo extraño parecido a una canción; y en su rostro había unas lágrimas repentinas e inexplicables. Cleve tiró de él para apartarlo de allí.

—¡Cierra el pico! —le dijo con brusquedad.

Sin embargo, el muchacho no dejó de hacer ese ruido. Cleve le pegó en la cara, con la mano abierta pero con fuerza.

—¡Cállate! —le ordenó.

Billy siguió negándose a interrumpir su canturreo; entonces la música pasó a adoptar un ritmo distinto. Cleve le golpeó de nuevo; y otra vez más; pero el ataque no consiguió silenciarlo. En el aire de la celda flotaba el murmullo de algo que estaba cambiando; una variación en su claroscuro. Las sombras se estaban moviendo.

El pánico se apoderó de Cleve. Sin previo aviso, cerró la mano y le dio un fuerte puñetazo en el estómago. Cuando Billy se dobló sobre sí mismo, su mandíbula recibió un uppercut . El golpe lanzó hacia atrás su cabeza, contra la pared, y su cráneo chocó contra los ladrillos. Las piernas de Billy cedieron, y el muchacho se desplomó. Un peso pluma, había pensado Cleve en una ocasión, y así era. Dos buenos puñetazos y ya estaba fuera de combate.

Cleve examinó la celda. Las sombras habían detenido su movimiento; sin embargo, seguían temblando, como galgos a la espera de ser soltados. Con el corazón latiéndole con fuerza, trasladó a Billy de vuelta a su litera y lo tumbó allí. El muchacho no daba muestras de estar recobrando el sentido y su cuerpo inerte siguió tumbado sobre el colchón mientras Cleve rasgaba la sábana y lo amordazaba, habiéndole metido antes una bola de tela en la boca para evitar que por detrás de la mordaza pudiera hacer algún ruido. A continuación, ató a Billy a la litera, utilizando para ello tanto su cinturón como el del chico, y añadiendo más ataduras improvisadas hechas con las sábanas rasgadas. Tardó varios minutos en terminar el trabajo. Mientras Cleve le estaba atando las piernas juntas, Billy empezó a despertarse. Los ojos se abrieron, llenos de desconcierto. Entonces, percatándose de cuál era la situación, empezó a sacudir la cabeza de un lado para otro; poco más podía hacer para manifestar su descontento.

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