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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (27 page)

—¿Está usted perdido en estos momentos? —inquirió Ballard.

Mironenko no respondió. Se quitó el otro guante y se miró las manos. Las píldoras que se había tragado no parecían ejercer ningún efecto sobre el dolor del que se había quejado. Abrió y cerró los puños, como un artrítico que comprobara el avance de su enfermedad. Sin levantar la vista, dijo:

—Me enseñaron que el Partido tenía soluciones para todo. Eso me liberó del temor.

—¿Y ahora?

—¿Ahora? —repitió—. Ahora tengo unos extraños pensamientos. Me llegan de ninguna parte…

—Siga —lo animó Ballard.

—Tiene que conocerme por dentro y por fuera, ¿verdad? —Mironenko ensayó una sonrisa forzada—. ¿Hasta lo que sueño?

—Sí —respondió Ballard.

—Nosotros haríamos lo mismo —replicó, asintiendo con la cabeza. Después de una pausa, agregó—: A veces he pensado que me partiría. ¿Entiende lo que digo? Que me rompería, porque dentro de mí llevo una rabia tan grande… Y eso hace que tenga miedo, Ballard. Creo que verán cuánto los odio. —Miró a su interrogador—. Tienen que darse prisa, o me descubrirán. Procuro no pensar en lo que harían. —Volvió a hacer una pausa. Se le había borrado del rostro todo vestigio de sonrisa, por más carente de humor que fuera—. La Directiva cuenta con Departamentos de los que ni siquiera yo estoy enterado. Hospitales especiales donde nadie puede entrar. Saben cómo despedazarle el alma a un hombre.

Ballard, el pragmático de siempre, se preguntó si el vocabulario de Mironenko no era un tanto ampuloso. De haber estado él en manos de la KGB dudaba mucho que estuviera pensando en la satisfacción de su propia alma. Al fin y al cabo, era en el cuerpo donde se alojaban las terminaciones nerviosas.

Hablaron durante una hora o más; la conversación giró en torno de la política y los recuerdos personales, las trivialidades y la confesión—Acabada la entrevista, a Ballard no le cabía ninguna duda sobre la antipatía que Mironenko profesaba a sus amos. Era, como él mismo lo había dicho, un hombre sin fe.

Al día siguiente, Ballard se encontró con Cripps en el restaurante del Hotel Schweizerhof, y le presentó un informe oral sobre Mironenko.

—Está dispuesto y espera. Pero insiste en que nos demos prisa en decidirnos.

—Era de suponer —comentó Cripps.

Ese día, el ojo de vidrio le molestaba; el aire frío, explicó, lo volvía lerdo. Se movía a una velocidad levemente inferior que su ojo verdadero, y en ocasiones se veía obligado a darle un ligero toque con el dedo para ponerlo en movimiento.

—No permitiremos que nos metan prisas para tomar una decisión —dijo Cripps.

—¿Dónde está el problema? No tengo ninguna duda sobre su compromiso, ni sobre su desesperación.

—Ya te he oído —repuso Cripps—. ¿Quieres algo de postre?

—¿Es que dudas de mis evaluaciones? ¿Es eso?

—Toma algo dulce para terminar, así no me sentiré un perfecto réprobo.

—Crees que me equivoco con respecto a él, ¿verdad? —insistió Ballard. Al ver que Cripps no contestaba, se inclinó sobre la mesa y volvió a insistir—: Es así, ¿verdad?

—Simplemente digo que tenemos motivos para ir con cuidado —repuso Cripps—. Si finalmente decidimos aceptarlo a bordo, los rusos se sentirán muy disgustados. Hemos de estar seguros de que el trato vale la pena como para soportar el mal tiempo que se nos avecina. En estos momentos, las cosas se presentan muy arriesgadas.

—¿Y cuándo no? —replicó Ballard—. Dime una sola ocasión en que no haya habido una crisis en perspectiva.

Se reclinó en la silla e intentó leer en el rostro de Cripps. El ojo de vidrio era, si acaso, más cándido que el verdadero.

—Estoy harto de este maldito juego —murmuró Ballard. —¿Por el ruso? —inquirió Cripps; su ojo de vidrio dio vueltas.

—Puede ser.

—Créeme —le dijo Cripps—, tengo buenos motivos para ir con cuidado con este hombre. —Dime uno.

—No hay nada comprobado.

—¿Qué tienes contra él? —insistió Ballard.

—Ya te lo he dicho, son rumores —repuso Cripps.

—¿Por qué no se me informó?

Cripps sacudió ligeramente la cabeza y repuso:

—En este momento es algo puramente académico. Me has proporcionado un buen informe. Sólo quiero que entiendas que si las cosas no salen como crees que deberían, no es porque no hayamos confiado en tus evaluaciones.

—Ya veo.

—No, no ves nada —dijo Cripps—. Te sientes torturado, y no te culpo del todo.

—¿Y ahora, qué? ¿Se supone que tengo que olvidar que conocí a ese hombre?

—No vendría nada mal —repuso Cripps—. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Estaba claro que Cripps no se fiaba de Ballard como para aceptar sus consejos. Aunque en la semana siguiente Ballard realizó discretamente diversas averiguaciones sobre el caso Mironenko, estaba cantado que alguien había advertido a su círculo habitual de contactos para que mantuvieran la boca cerrada.

Tal como estaban las cosas, las siguientes noticias sobre el caso le llegaron a Ballard a través de las páginas de los diarios de la mañana, en un artículo sobre un cadáver hallado en una casa, cerca de la estación, en Kaiser Damm. En el momento de leer la noticia, no tenía forma de saber cómo podía estar ligada con Mironenko, pero la nota contenía detalles suficientes como para despertar su interés. Por una parte, sospechaba que la casa indicada en el artículo había sido utilizada en algunas ocasiones por el Servicio; por otra, el artículo explicaba que dos hombres no identificados habían estado a punto de ser sorprendidos en el acto de sacar el cadáver de allí, con lo que se veía que aquél no era un crimen pasional.

Alrededor del mediodía fue a ver a Cripps a sus oficinas, con la esperanza de obligarlo a darle alguna explicación, pero Cripps no estaba disponible, ni lo estaría, según le explicó la secretaria, hasta nuevo aviso; habían surgido ciertos asuntos en Munich que lo habían obligado a regresar allí. Ballard le dejó dicho que quería hablar con él en cuanto regresara.

Cuando volvió a salir al aire frío, notó que se había ganado un admirador: un individuo de cara delgada, cuyos cabellos se le habían retirado de la frente, dejándole una ridícula melena en la parte más alta de la cabeza. Ballard lo reconoció; lo había visto en el entorno de Cripps, pero no lograba ponerle nombre a la cara. Se lo proporcionaron rápidamente.

—Suckling —dijo el hombre.

—Ah, claro, hola —dijo Ballard.

—Creo que será mejor que hablemos, si tiene un momento —le explicó el hombre.

Su voz estaba tan contraída como sus facciones; Ballard no quería saber nada de sus chismorreos. Estaba apunto de rechazar la oferta, cuando Suckling le dijo:

—Supongo que se habrá enterado de lo que le pasó a Cripps.

Ballard negó con la cabeza. Encantado de poseer aquella piedra preciosa, Suckling agregó:

—Tenemos que hablar.

Caminaron por la Kantstrasse hacia el zoológico. La calle bullía de peatones que iban a comer, pero Ballard apenas reparó en ellos. La historia que Suckling le desveló mientras caminaban exigía su absoluta atención.

Se la refirió con sencillez. Al parecer, Cripps había arreglado un encuentro con Mironenko para realizar su propia evaluación de la integridad del ruso. La casa de Schöneberg, escogida para la reunión, había sido utilizada en varias ocasiones anteriores, y durante mucho tiempo se la había considerado como uno de los lugares más seguros de la ciudad. Sin embargo, la noche anterior quedó probado que no era así. Los hombres de la KGB habían seguido a Mironenko hasta la casa y luego intentaron aguarles la fiesta. No había testigos que pudieran decir lo que ocurrió después: los dos hombres que habían acompañado a Cripps, uno de los cuales era Odell, el antiguo colega de Ballard, habían muerto, y Cripps estaba en coma.

—¿Y Mironenko? —inquirió Ballard.

—Se lo llevaron a la madre patria, al menos eso se presume —repuso Suckling encogiéndose de hombros.

Ballard olfateó un soplo de engaño en el hombre.

—Me conmueve que me mantenga usted al día —le comentó a Suckling— . Pero ¿por qué?

—Odell y usted eran amigos, ¿no? —fue la respuesta—. Ahora que Cripps está fuera de circulación, ya no le quedan muchos.

—¿De veras?

—No es mi intención ofenderlo —se apresuró a aclarar Suckling—. Pero tiene usted reputación de disidente.

—Vaya al grano —le ordenó Ballard.

—No hay ningún grano —protestó Suckling—. Simplemente creí que tenía que enterarse de lo ocurrido. Con esto me estoy jugando el pescuezo.

—Buen intento el suyo —dijo Ballard.

Se detuvo. Suckling dio un paso o dos antes de volverse para encontrarse con un Ballard sonriente.

—¿Quién le ha enviado?

—Nadie —repuso Suckling.

—Muy astuto esto de ponerme al tanto sobre el chismorreo de la corte. Estuve a punto de creérmelo. Es usted muy verosímil.

El rostro de Suckling no era lo suficientemente rechoncho como para ocultar un tic en la mejilla.

—¿Por qué motivo sospechan de mí? ¿Creen que conspiro con Mironenko? ¿Es eso? No, no creo que sean tan estúpidos.

Suckling sacudió la cabeza, como un médico en presencia de una enfermedad incurable, y dijo:

—Le gusta hacerse enemigos, ¿eh?

—Es un riesgo del oficio. No se me ocurriría dejar de dormir por eso. En realidad no lo hago.

—Hay cambios en el aire —dijo Suckling—. En su lugar, me aseguraría de tener las respuestas preparadas.

—A la mierda las respuestas —repuso Ballard cortésmente—. Creo que ya es hora de que prepare las preguntas adecuadas.

El que enviaran a Suckling para sondearlo olía a desesperación Querían información desde dentro, pero, ¿sobre qué? ¿Acaso creían de verdad que estaba relacionado con Mironenko o, lo que era peor, con la KGB misma? Dejó que se aplacara su resentimiento, porque levantaba demasiado barro y necesitaba aguas claras si quería encontrar el modo de salir de aquella confusión. De alguna manera, Suckling estaba perfectamente en lo cierto: tenía enemigos, y con Cripps de baja, era vulnerable. En tales circunstancias existían dos tipos de medidas. Podía regresar a Londres y ocultarse, o quedarse en Berlín a esperar la siguiente maniobra por parte de ellos. Se decidió por esto último. El encanto del juego del escondite se fue difuminando rápidamente.

Al desviarse hacia el norte, en dirección a Leibnizstrasse, por el rabillo del ojo vio el reflejo de un hombre de chaqueta gris en un escaparate. Fue un leve atisbo, pero tuvo la sensación de que conocía la cara de ese hombre. Se preguntó si le habrían asignado un perro guardián. Se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con los de aquel hombre; sostuvo su mirada. El sospechoso pareció incómodo y apartó la vista. Una actuación, quizá; aunque quizá no. Poco importaba, pensó Ballard. Que lo vigilaran todo lo que quisieran. Estaba libre de culpa. Siempre y cuando más acá de la locura existiera tal estado.

Una extraña felicidad embargó a Sergei Mironenko; felicidad que había llegado sin ton ni son y que llenaba su corazón a rebosar.

Hasta el día anterior, las circunstancias le habían parecido insoportables. El dolor en las manos, la cabeza y la columna había empeorado lentamente, y ahora lo acompañaba una comezón tan conminatoria que había tenido que cortarse las uñas al ras para no producirse serios daños. Había llegado a la conclusión de que su cuerpo se rebelaba en contra de él. Ése era el pensamiento que había intentado explicarle a Ballard: que se encontraba dividido, y que temía que pronto iba a quedar partido en dos. Pero hoy había desaparecido el temor.

Pero no los dolores. Eran peores que el día anterior. Los músculos y los ligamentos le dolían como si los hubieran trabajado más allá de los límites de su propio diseño; en todas las articulaciones tenía moretones donde la sangre había roto sus cauces, debajo de la piel. Pero la sensación de rebelión inminente había desaparecido para ser reemplazada por una lánguida tranquilidad. Y en su centro, una felicidad total.

Cuando intentó reflexionar acerca de los últimos acontecimientos, descifrar qué había desatado esta transformación, su memoria le jugó sucio. Lo habían citado para encontrarse con el superior de Ballard, de eso se acordaba. Pero ya no recordaba si había acudido a la cita. La noche había quedado en blanco.

Ballard sabría cómo estaban las cosas, reflexionó. Desde el principio le había caído bien y había confiado en el inglés; presintió que, a pesar de las muchas diferencias existentes entre ambos, se parecían más de lo esperado. Y se dejó guiar por ese instinto; encontraría a Ballard, de eso estaba seguro. El inglés se sorprendería de verlo, al principio se enfadaría incluso. Pero cuando le contara a Ballard la felicidad que acababa de encontrar, ¿acaso no le perdonaría sus pecados?

Ballard cenó tarde, y bebió hasta más tarde aún en El Cuadrilátero, un pequeño bar de travestidos al que había ido por primera vez con Odell, hacía ya casi veinte años. Sin duda, su guía había tenido la intención de probar su sofisticación mostrándole al colega bisoño la decadencia de Berlín, pero Ballard, aunque nunca había experimentado ningún
frisson
sexual en compañía de la clientela del Cuadrilátero, se había sentido inmediatemente como en casa. Respetaban su neutralidad; nadie intentaba abordarlo. Dejaban simplemente que bebiera y observara el desfile de géneros.

Al ir allí, aquella noche, había despertado el fantasma de Odell, cuyo nombre sería borrado de las conversaciones por su relación con el asunto Mironenko. Ballard había asistido a ese proceso en otras ocasiones. La historia no perdonaba los errores, a menos que fueran tan profundos que alcanzaran una especie de grandeza. Para los Odells del mundo, hombres ambiciosos que se habían encontrado, muy a pesar de ellos, en un callejón sin salida que no daba lugar a retirada alguna; para tales hombres no se pronunciarían bonitas palabras, ni se les concederían medallas. Sólo existiría para ellos el olvido.

Aquellas reflexiones le produjeron melancolía, y bebió mucho para mantener sus ebrios pensamientos, pero cuando a eso de las dos de la madrugada salió a la calle, su depresión se encontraba obnubilada sólo a medias. Los buenos burgueses de Berlín hacía rato que estaban en la cama; al día siguiente había que ir a trabajar. El sonido del tráfico de la Kurfürstendamm era la única señal cercana de vida. Se dirigió hacia allí; sus pensamientos eran muy ligeros.

Detrás de él, risas. Un muchacho, encantadoramente vestido de estrella de cine, pasó tambaleante por la acera, del brazo de su serio acompañante. Ballard reconoció al travestido, que era parroquiano del bar; el cliente, a juzgar por su traje sobrio, provenía de fuera de la ciudad y deseaba saciar su sed de muchachos vestidos de chicas a espaldas de su esposa. Ballard siguió caminando. La risa del muchacho, de una musicalidad abiertamente forzada, le produjo dentera.

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