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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (28 page)

Oyó a alguien correr cerca de allí; por el rabillo del ojo vio moverse una sombra. Seguramente sería su perro guardián. Aunque el alcohol le había obnubilado los instintos, sintió que despuntaba una cierta ansiedad, cuyas raíces no logró precisar. Siguió caminando. Unos temblores ligeros como plumas le recorrieron el cráneo.

Un poco más adelante, notó que la risa proveniente de la calle que había dejado atrás había cesado. Miró por encima del hombro, como esperando ver abrazados al muchacho y a su cliente. Pero habían desaparecido; se habían escabullido por uno de los callejones, sin duda, a concluir su trato en la oscuridad. Cerca de allí, en alguna parte, un perro se había puesto a ladrar furiosamente. Ballard se dio la vuelta para observar el camino por el que había venido, retando a la calle desierta a que le mostrara sus secretos. Fuera lo que fuese lo que le producía el zumbido en la cabeza y la comezón en las palmas de las manos, no era una ansiedad cualquiera. En la calle había algo extraño; a pesar de su aspecto inocente, ocultaba ciertos terrores.

Las luces brillantes de Kurfürstendamm se encontraban a unos minutos de distancia, pero no quería volverle la espalda a este misterio para refugiarse en ellas. Siguió caminando por donde había venido, lentamente. El perro ya no experimentaba alarma alguna, y había callado; por toda compañía tenía el sonido de sus pasos.

Llegó a la esquina del primer callejón y escudriñó en su interior. No había luces en las ventanas ni en los portales. No presintió ninguna presencia humana en la oscuridad. Cruzó el callejón y caminó hasta el siguiente. Un olor sensual flotó de repente en el aire, y se hizo más profuso cuando se acercó a la esquina. Mientras lo aspiraba, el zumbido de la cabeza se hizo más agudo, hasta alcanzar la amenaza del trueno.

En la garganta del callejón titiló una luz solitaria, un magro relumbre proveniente de una ventana superior. Gracias a ella, vio el cuerpo del cliente del travestido, despatarrado en el suelo. Lo habían mutilado de una forma tan traumática que daba la impresión de que habían intentado volverlo del revés. De las vísceras desparramadas, manaba un olor pleno en toda su complejidad.

Ballard había visto muertes violentas en otras ocasiones, y se creyó indiferente al espectáculo. Pero algo en aquel callejón le había desaliñado la calma. Empezaron a temblarle las piernas. Entonces, más allá del haz luminoso, el muchacho habló. —En nombre de Dios… —dijo.

Su voz había perdido toda pretensión de femineidad, era un murmullo de genuino terror.

Ballard avanzó un paso por el callejón. Ni el muchacho ni el motivo de su susurrante plegaria fueron visibles hasta que hubo avanzado unos diez metros. El muchacho se encontraba medio sepultado entre las basuras, junto a una pared. Le habían arrancado las lentejuelas y los tafetanes; su cuerpo era pálido y asexuado. No pareció notar la presencia de Ballard: sus ojos estaban fijos en las más profundas sombras.

A Ballard le temblaron aún más las piernas cuando siguió la mirada del muchacho; era lo máximo que podía hacer para impedir que los dientes le castañetearan. No obstante, continuó avanzando, no por el bien del muchacho (le habían enseñado que el heroísmo tenía poco mérito), sino porque sentía curiosidad; más que curiosidad, estaba ansioso por ver qué clase de hombre era capaz de semejante violación fortuita. Ver cara a cara semejante ferocidad le pareció en ese momento lo más importante del mundo.

El muchacho lo vio y murmuró una penosa súplica, pero Ballard apenas la oyó. Presintió que otros ojos lo miraban, y al posarse sobre él, fue como si lo hubieran golpeado. El ruido de la cabeza adquirió un ritmo enloquecedor, como el sonido de los rotores de un helicóptero. En segundos, se convirtió en un rugido enceguecedor.

Ballard se tapó los ojos con las manos y se tambaleó hacia atrás, contra la pared, apenas consciente de que el asesino salía de su escondite (alguien removió la basura) y se aprestaba a huir. Sintió que algo lo rozaba y abrió los ojos justo a tiempo para ver al hombre alejarse por el pasadizo. Parecía deformado; tenía como una joroba y la cabeza demasiado grande. Ballard le gritó, pero el enloquecido siguió corriendo; sólo se detuvo un momento para mirar el cadáver antes de continuar a toda velocidad hacia la calle.

Ballard se apartó de la pared y se irguió. El ruido de la cabeza disminuyó un poco, el mareo se le pasaba.

Detrás de él, el muchacho había comenzado a gemir.

—¿Lo ha visto? ¿Lo ha visto?

—¿Quién era? ¿Alguien a quien conocía usted?

El muchacho se quedó mirando a Ballard con sus enormes ojos pintados, como un ciervo asustado.

—¿Alguien…? —dijo.

Ballard se disponía a repetir la pregunta cuando oyó el chirrido de unos frenos, seguido del sonido de un impacto. El muchacho se cubrió con el roto
trousseau
, y Ballard volvió a la calle. Cerca de allí se oían voces; se dirigió hacia ellas a toda prisa. Atravesado en la calzada se encontraba un coche grande, con las luces encendidas. Alguien ayudaba al conductor a salir de su asiento, mientras sus pasajeros —venían de una fiesta a juzgar por los trajes y los rostros enrojecidos por la bebida— discutían furiosamente cómo había ocurrido el accidente. Una de las mujeres hablaba de un animal que había visto en el camino, pero otro de los pasajeros la corrigió. El cuerpo que yacía en la cuneta, donde había sido arrojado por el impacto, no era el de un animal.

Ballard apenas había logrado ver al asesino en el callejón, pero supo instintivamente que era éste. No había rastro de las deformaciones que había creído distinguir; era sólo un hombre vestido con un traje que había visto mejores épocas. Yacía boca abajo, en un charco de sangre. La policía había llegado ya, y un oficial le gritó que se apartara del cuerpo; Ballard pasó por alto la orden y se acercó para ver el rostro del muerto. En él no había muestras de la ferocidad que tanto había ansiado ver. Sin embargo, reconocía en él muchas cosas.

Era Odell.

Dijo a los oficiales que no había visto el accidente, lo que en esencia era cierto, y huyó de allí antes de que se descubrieran los hechos acaecidos en el callejón adyacente.

Al regresar a sus habitaciones, cada rincón le formulaba una nueva pregunta. La principal de todas: ¿por qué le habían mentido sobre la muerte de Odell? ¿Qué psicosis había hecho presa de él para que matara de la forma que Ballard había visto? Sabía que no obtendría la respuesta a estas preguntas de quienes en otras épocas fueran sus colegas. La única persona a la que hubiera podido arrancarle alguna respuesta era Cripps. Recordó la discusión que tuvieron sobre Mironenko, y «los motivos para tener cuidado» mencionados por Cripps en relación con el ruso. El ojo de vidrio había sabido entonces que había algo en el aire, aunque ni siquiera él mismo había logrado imaginar el grado del verdadero desastre. Dos agentes muy valiosos habían sido asesinados; Mironenko había desaparecido, supuestamente estaría muerto: él mismo — si había de creer a Suckling— estaba al borde de la muerte. Todo aquello había comenzado con Sergei Zakharovick Mironenko, el hombre perdido de Berlín. Al parecer su tragedia era contagiosa.

Ballard decidió que al día siguiente encontraría a Suckling y lo obligaría a darle alguna respuesta. Mientras tanto, le dolían la cabeza y las manos, y quería dormir. La fatiga le impedía razonar adecuadamente, y si en algún momento necesitó de esa facultad, era ahora. A pesar del agotamiento, el sueño tardó una hora o más en llegar, y cuando por fin lo hizo, no le sirvió de alivio. Soñó con unos susurros y, por encima de ellos, elevándose como para ahogarlos, el rugido de los helicópteros. En dos ocasiones despertó del sueño con la cabeza a punto de estallarle: y en las dos ocasiones, un ansia por comprender lo que decían los susurros lo devolvieron a la almohada. Cuando despertó por tercera vez. el ruido de las sienes se había vuelto acuciante: era como un asalto que arrasaba con todo pensamiento, y le hizo temer por su cordura. Casi incapaz de ver la habitación de tanto dolor, salió de la cama a rastras.

—Por favor… —murmuró, como si hubiera alguien que pudiera ayudarlo a superar su miseria.

De la oscuridad surgió una voz tranquila que le contestó:


¿Qué quieres?

No interrogó al interrogador, se limitó a decir:

—Que me quiten el dolor.


Puedes hacerlo tú mismo
—le informó la voz.

Se apoyó contra la pared, sosteniéndose la cabeza con las manos y llorando agónicas lágrimas. —No sé cómo.


Los sueños son los que te causan dolor
—repuso la voz—
, has de olvidarlos. ¿Entiendes? Olvídalos, y el dolor cesará.

Entendió las instrucciones, pero no sabía cómo llevarlas a cabo. En el sueño no tenía ningún poder. Era él el objeto de esos murmullos, y no al revés. Pero la voz insistió.


El sueño te hace daño, Ballard. Has de sepultarlo. Sepúltalo bien hondo.

—¿Sepultarlo?


Haz con él una imagen, Ballard. Imagínatelo detalladamente.

Hizo lo que le ordenaban. Se imaginó un cortejo fúnebre, y un ataúd; dentro del ataúd, el sueño. Hizo que los enterradores cavaran bien hondo, tal como la voz le sugiriera, para que no pudiera nadie desenterrar jamás aquella dolorosa cosa. Pero cuando imaginó que bajaban el ataúd a la fosa, oyó que la tapa crujía. El sueño no se estaba quieto. Rechazaba el confinamiento. La tapa del ataúd comenzó a romperse.


¡De prisa!
—le urgió la voz.

El ruido de los rotores era ensordecedor. Empezó a manarle sangre de la nariz; sintió un sabor salado en la garganta.


¡Acaba con él!
—aulló la voz por encima del tumulto—.
¡Tápalo!

Ballard miró dentro de la fosa. El ataúd se sacudía.


¡Tápalo, maldita sea!

Intentó obligar al cortejo fúnebre a que obedeciera; les exigió que empuñaran las palas y sepultaran aquella ofensiva cosa viviente, pero no le hicieron caso. En cambio, miraron fijamente hacia el interior de la tumba, igual que él. y observaron cómo el contenido del ataúd luchaba por alcanzar la luz.


¡No!
—exigió la voz, con creciente cólera—.
¡No debes mirar!

El ataúd bailó en la fosa. La tapa se astilló. Brevemente, Ballard logró ver algo brillante entre las maderas.


¡Te matará!
—gritó la voz.

Como para probar su aserción, el volumen del sonido se elevó hasta volverse insoportable, llevándose al cortejo fúnebre, el ataúd y todo lo demás en una llamarada de dolor. De repente, dio la impresión de que lo que la voz había dicho era verdad, que estaba al borde de la muerte. Pero no era el sueño el que conspiraba para matarlo, sino el centinela que habían apostado entre él y el sueño: aquella cacofonía que le destrozaba los sesos.

Hasta ese momento no había notado que había caído al suelo, postrado bajo aquel asalto. Tendió las manos ciegamente y encontró la pared, se arrastró hasta ella; las máquinas seguían rugiendo detrás de sus ojos, la sangre se le agolpó en la cara.

Se incorporó como pudo y comenzó a avanzar hacia el lavabo. A su espalda, la voz había logrado controlar su rabieta e iniciaba la exhortación desde el principio. Su sonido era tan íntimo que se volvió del todo con la esperanza de ver a su interlocutor; no se sintió defraudado. Por unos fugaces instantes le dio la impresión de encontrarse en una pequeña habitación sin ventanas, de blancas paredes. La luz era brillante y en el centro del cuarto estaba la cara de la que provenía la voz. Sonreía.


Los sueños te dan dolor
—dijo. Otra vez el primer mandamiento—.
Entiérralos, Ballard, y el dolor habrá cesado.

Ballard lloraba como un niño; aquella mirada escrutadora le provocaba vergüenza. Apartó la mirada de su tutor, para ocultar las lágrimas.


Confía en nosotros
—le dijo otra voz, muy cercana—.
Somos tus amigos.

No se fiaba de sus bonitas palabras. El dolor del que decían querer salvarlo era obra de ellos; era como una vara con la que le pegaban si los sueños volvían a surgir.


Queremos ayudarte
—dijo otra voz, o quizá la misma.

—No… —murmuró Ballard—. No, maldita sea… No…, no os… creo…

La habitación desapareció y volvió a encontrarse en el dormitorio, aferrado a la pared como un alpinista a la cara de un risco. Antes de que regresaran con más palabras, y más dolor, a tientas, llegó a la puerta del lavabo y ciegamente se abalanzó hacia la ducha. Por un momento, el pánico se apoderó de él mientras buscaba los grifos; después, el agua salió a borbotones. Estaba terriblemente fría, pero puso la cabeza debajo del chorro, mientras la violencia embestida de los rotores intentaba destrozarle el cráneo. El agua helada le cayó por la espalda; dejó que la lluvia lo mojara como un torrente y, poco a poco, los helicópteros se fueron alejando. Aunque temblaba de frío, no se movió hasta que el último se hubo marchado; entonces, se sentó en el borde de la bañera, secándose el agua que le caía por el cuello, la cara y el cuerpo, y poco después, cuando sintió que sus piernas recuperaban las fuerzas, volvió al dormitorio.

Se acostó sobre las mismas sábanas arrugadas, en la misma posición en que había yacido antes; sin embargo, nada era igual. No sabía qué había cambiado en él, ni cómo, pero así permaneció, sin que el sueño molestara su serenidad durante el resto de la noche. Intentó descifrar aquel enigma; poco antes del amanecer recordó las palabras que había balbuceado al encontrarse cara a cara con el engaño. Palabras simples, pero ¡cuánto poder encerraban!

—No os creo… —dijo; y los mandamientos temblaron.

Faltaba media hora para el mediodía cuando llegó a la pequeña empresa exportadora de libros que servía de tapadera a Suckling. Se sentía ingenioso, a pesar de la mala noche que había pasado; rápidamente logró engatusar a la recepcionista para que lo dejase pasar, y entró en el despacho de Suckling sin hacerse anunciar. Cuando Suckling vio al visitante, saltó de su asiento como si le hubieran disparado.

—Buenos días —le dijo Ballard— . Creo que ya es hora de que hablemos.

Los ojos de Suckling se posaron velozmente en la puerta del despacho, que Ballard había dejado entreabierta.

—Lo siento, ¿hay corriente? —inquirió Ballard cerrando la puerta con suavidad—. Quiero vera Cripps.

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