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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (23 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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En una de las chozas, una mujer comenzó a sollozar calladamente. Por un instante, el mundo giró sobre la cabeza de un alfiler, exquisitamente equilibrado entre el silencio y el grito que debía romperlo, entre la tregua contenida y la atrocidad que iba a desencadenarse.

—¡Maldito bastardo! —murmuró Locke dirigiéndose a Cherrick. Le tembló la voz al emitir la condena—. Apártate. Stumpf, ponte de pie. No esperaremos. Levántate y síguenos o te quedas aquí.

Stumpf continuaba mirando el cuerpo del niño. Conteniendo los sollozos, se incorporó.

—Ayúdame —suplicó.

Locke le tendió el brazo.

—Cúbrenos —le ordenó a Cherrick.

El hombre asintió, mortalmente pálido. Algunos de los de la tribu se habían vuelto a contemplar la retirada de los europeos; a pesar de la tragedia sus expresiones eran más inescrutables que nunca. Sólo el llanto de la mujer, probablemente la madre del niño muerto, reptó entre las figuras silenciosas, lamentando su pena.

El rifle de Cherrick tembló mientras vigilaba la cabeza de puente Había echado sus cálculos; si se producía una colisión de frente, tenían pocas probabilidades de sobrevivir. Pero incluso ahora que el enemigo se retiraba, entre los indios no se produjo ningún movimiento. Sólo quedaban los hechos acusadores: el niño muerto, el rifle caliente. Cherrick se arriesgó y miró por encima del hombro. Locke y Stumpf ya estaban cerca del
jeep
, y los salvajes todavía no se habían movido.

Entonces, cuando volvió la mirada hacia el recinto de chozas, fue como si la tribu respirara al unísono un único y sólido aliento; al oír aquel sonido, Cherrick sintió que la muerte se le encajaba en la garganta como la espina de un pescado, demasiado profunda como para quitársela con los dedos, demasiado grande como para defecarla. Esperaba ahí, alojada en su anatomía, incontestable, inapelable. El movimiento que se produjo ante la puerta de la choza lo distrajo de aquella presencia. Dispuesto a volver a cometer el mismo error, empuñó el rifle con más fuerza. El anciano había vuelto a aparecer. Pasó por encima del cadáver del niño, que yacía donde había caído. Cherrick volvió a mirar por encima del hombro. ¿Seguro que habían llegado al
jeep
? Stumpf había trastabillado y Locke tiraba de él para que se pusiera en pie. Al ver al anciano avanzar hacia él, Cherrick dio un cauteloso paso atrás, seguido de otro más. Pero el viejo no tenía miedo. Atravesó a paso rápido el recinto de chozas y se colocó tan cerca de Cherrick, con el cuerpo vulnerable como siempre, que el cañón del rifle se le hundió en el vientre arrugado.

En sus manos había sangre, lo bastante fresca como para resbalarle por los brazos cuando exhibió las palmas ante Cherrick. Cherrick se preguntó si habría tocado al niño al salir de la choza. Si lo había hecho, había sido gracias a un asombroso juego de prestidigitación, porque Cherrick no había visto nada. Truco o no, el significado de la exhibición resultaba claro: lo estaban acusando de asesinato. Cherrick no estaba dispuesto a amilanarse. Devolvió la mirada al anciano, contestando a su desafío con más desafío.

Pero el viejo bastardo no hizo nada, se limitó a mostrarle las palmas sangrantes, con los ojos anegados de lágrimas. Cherrick sintió que volvía a crecer en él la ira. Hundió un dedo en las carnes del viejo.

—No me asustas —le dijo—. ¿Me entiendes? No soy un imbécil.

Mientras hablaba, creyó ver un cambio en las facciones del viejo. Era un reflejo del sol, o la sombra de un pájaro, no cabía duda, pero bajo la corrupción de la edad se podía ver un parecido con el niño muerto ante la puerta de la choza: la boca pequeñita sonreía incluso. Entonces, con la misma sutileza con la que había aparecido, la ilusión se desvaneció.

Cherrick retiró la mano del pecho del viejo y entrecerró los ojos para protegerse de otros espejismos. Y reemprendió la retirada. Apenas había dado tres pasos cuando algo, a su izquierda, salió de su escondite. Se dio la vuelta, levantó el rifle y disparó. Un cerdo moteado, al huir de una manada que estaba pastando alrededor de las chozas, fue alcanzado en el cogote por la bala. Trastabilló sobre sí mismo y cayó de cabeza en el polvo.

Cherrick volvió a apuntar al anciano. Pero éste no se había movido, excepto para abrir la boca. De su paladar salió el mismo sonido del cerdo agonizante. Un chillido ahogado, lastimero y ridículo que acompañó a Cherrick por el sendero que conducía al
jeep
. Locke tenía el motor encendido.

—Sube —le ordenó.

Cherrick no necesitó que lo animasen, y se lanzó al asiento delantero. En el interior del vehículo hacía un calor abrasador y olía a los fluidos corporales de Stumpf, pero era más parecido a un refugio seguro que el lugar donde habían estado en la última hora.

—Era un cerdo —le dijo Cherrick—. Maté un cerdo.

—Ya lo vi —repuso Locke.

—Ese viejo bastardo…

Dejó la frase sin terminar. Se miró los dos dedos con los que había tocado al anciano.

—Lo toqué —murmuró, perplejo por lo que veía.

Las yemas de sus dedos sangraban, aunque el sitio donde había tocado al viejo estaba limpio.

Locke pasó por alto la confusión de Cherrick, hizo marcha atrás para dar la vuelta y se alejó del villorrio por un sendero en el que, durante la hora que habían permanecido allí, parecía haber vuelto a crecer la maleza.

En el pequeño establecimiento ubicado al sur de Averio no abundaba la civilización, pero contaba con la suficiente. Allí había caras blancas y agua limpia. Stumpf, cuyo estado había empeorado durante el viaje de regreso, recibió tratamiento por parte de Dancy, un inglés con los modales de un conde privado de sus privilegios y cara de filete aplanado. Sostenía que en sus tiempos sobrios había sido médico, y aunque no tenía pruebas de su título, nadie puso en duda su derecho a tratar a Stumpf. El alemán deliraba en ocasiones con violencia, pero Dancy, cuyas manos estaban cargadas de pesados anillos de oro, manifestaba un positivo deleite al cuidar a su agitado paciente.

Mientras Stumpf desvariaba debajo de la red antimosquitos, Locke y Cherrick permanecieron sentados en la oscuridad iluminada por una lámpara y bebieron. Luego narraron la historia de su encuentro con la tribu. Fue Tetelman, el dueño del almacén, quien tuvo más que decir cuando la historia hubo concluido. Conocía bien a los indios.

—Hace años que vivo aquí —dijo, dándole nueces al mono sarnoso que saltaba sobre su regazo—. Sé cómo piensa esta gente. Por sus actos pueden parecer estúpidos, incluso cobardes. Pero os aseguro yo, que entiendo de esto, que no son ni lo uno ni lo otro.

Cherrick lanzó un gruñido. El mono azogado lo miró con ojos glaucos.

—Ni siquiera intentaron atacarnos —explicó Cherrick—, aunque había diez de ellos por cada uno de nosotros. Si eso no es cobardía, ¿qué es entonces?

Tetelman se repantigó en la silla chirriante, echando al animal de su regazo. Tenía el rostro arrebolado y ajado. Sólo sus labios, constantemente humedecidos con la bebida, tenían un cierto color; parecía una vieja prostituta, pensó Locke.

—Hace treinta años —dijo Tetelman—, todo este territorio les pertenecía. Nadie lo quería; ellos iban adonde querían, hacían lo que les apetecía. En lo que a nosotros, los blancos, respectaba, la jungla era sucia y estaba llena de enfermedades: no queríamos saber nada de ella. La verdad es que en cierto sentido teníamos razón. Es sucia y está llena de enfermedades; pero también cuenta con reservas que codiciamos profundamente: minerales, quizá petróleo, poder.

—Pagamos por esas tierras —le explicó Locke; los dedos le temblaban en el borde quebrado de la copa—. Es todo lo que tenemos.

—¿Pagaron por ellas? —se burló Tetelman. El mono parloteaba a sus pies, al parecer tan divertido por aquella afirmación como su dueño—. No. Sólo pagaron para que alguien hiciera la vista gorda y ustedes pudieran apropiarse de las tierras por la fuerza. Pagaron por tener derecho a engañar a los indios de la mejor forma que se les ocurriera. Eso es lo que sus dólares han comprado, señor Locke. El gobierno de este país está contando los meses que faltan para que la última tribu del subcontinente sea borrada de la faz de la tierra por gente como usted. De nada sirve hacerse el inocente ultrajado. Llevo aquí demasiado tiempo…

Cherrick lanzó un escupitajo al suelo desnudo. Tetelman y su perorata le habían encendido la sangre.

—¿Y para qué vino a parar aquí, si es usted tan listo? —inquirió al comerciante.

—Por la misma razón que usted —repuso Tetelman llanamente.

Tetelman posó la mirada sobre los árboles que había más allá del terreno ubicado detrás del almacén. Sus siluetas se agitaban contra el cielo; sería el viento o las aves nocturnas.

—¿Y cuál es esa razón? —inquirió Cherrick, controlando a duras penas la hostilidad.

—La codicia —respondió Tetelman mansamente, sin dejar de observar los árboles.

Algo correteó por el bajo tejado de madera. El mono que yacía a los pies de Tetelman escuchó con la cabeza erguida.

—Creí que aquí me haría rico, igual que usted. Me concedí un plazo de dos años. Como mucho, tres. De eso hace ya veinte largos años. —Frunció el ceño; fueran cuales fuesen los pensamientos que le surcaron los ojos, no cabía duda de que eran amargos—. La selva te devora y luego, tarde o temprano, te escupe.

—A mí no —dijo Locke.

—Claro que sí —dijo Tetelman volviendo los ojos hacia él. Estaban húmedos—. La destrucción está en el aire, señor Locke. Puedo olerla.

Dicho esto, se volvió a mirar por la ventana.

Lo que estaba en el tejado tenía ahora compañía.

—No vendrán aquí, ¿verdad? —dijo Cherrick—. ¿No nos seguirán?

La pregunta, formulada casi en un suspiro, suplicaba una respuesta negativa. Aunque se esforzara, Cherrick no lograba apartar de su mente las escenas del día anterior. No era el cadáver del niño lo que tanto le perseguía, de eso no tardaría en aprender a olvidarse. Era el anciano —con su rostro cambiante, iluminado por el sol— y las palmas levantadas como para mostrar un estigma, eso era lo que no lograba olvidar.

—No se preocupe —le dijo Tetelman, con un cierto tono de condescendencia—. De vez en cuando viene uno, quizá dos, a venderme algún papagayo, o unos cuantos cacharros, pero nunca han venido en grupos grandes. No les gusta esto. Para ellos es la civilización, y los intimida. Además, serían incapaces de lastimar a mis invitados. Me necesitan.

—¿Lo necesitan? —inquirió Locke.

¿Quién podría necesitar a esta piltrafa de hombre?

—Utilizan nuestras medicinas. Dancy se las proporciona. Y de vez en cuando les damos mantas. Como le dije, no son tontos.

En la habitación contigua, Stumpf había comenzado a aullar. La voz consoladora de Dancy intentaba conjurar el pánico. Era evidente que no lo lograba.

—Su amigo está muy mal —dijo Tetelman.

—No es mi amigo —repuso Cherrick.

—Se pudre —murmuró Tetelman para sí.

—¿Qué se pudre?

—El alma. —Aquella palabra sonó completamente fuera de lugar en los labios de Tetelman brillantes por el whisky—. Es como la fruta, ¿sabe? Se pudre.

En cierta manera, los gritos de Stumpf le dieron fuerza a la observación. No era la voz de una persona sana, en ella había una cierta podredumbre.

Para apartar su atención del alboroto del alemán, más que por verdadero interés, Cherrick preguntó:

—¿Qué le dan a usted a cambio de las medicinas y las mantas? ¿Mujeres?

Aquella posibilidad divirtió abiertamente a Tetelman, que se echó a reír; sus dientes de oro brillaron.

—No me sirven para nada —dijo—, he padecido la sífilis durante demasiados años. —Chasqueó los dedos y el mono se encaramó a su regazo—. El alma no es lo único que se pudre.

—¿Qué es lo que saca de ellos a cambio de los suministros? —preguntó Locke.

—Chucherías —respondió Tetelman —. Jarras, cuencos, felpudos Los norteamericanos me los compran y los vuelven a vender en Manhattan. Todo el mundo quiere comprar cosas de las tribus extinguidas.
Memento morí.

—¿Extinguidas? —dijo Locke.

La palabra tenía un sonido seductor; a él le sonaba a vida.

—Claro —dijo Tetelman—. Ya están acabados. Si no se los cargan ustedes, ellos lo harán por sí mismos.

—¿Suicidándose? —inquirió Locke.

—A su manera. Se desmoralizan. Lo he visto en muchas ocasiones. Una tribu pierde sus tierras, y junto con la tierra se va su apetito por la vida. Dejan de cuidarse. Las mujeres no quedan preñadas; los hombres jóvenes se dan a la bebida; los viejos se dejan morir de hambre. En uno o dos años es como si no hubieran existido nunca.

Locke se bebió el resto de la copa, brindando en silencio por la fatal sabiduría de esos pueblos. Sabían cuándo morirse, cosa que no podía decirse de alguna gente que había conocido. Al pensar en el deseo de muerte de aquellos indios se sintió absuelto de los últimos vestigios de culpa. ¿Qué eran las armas en sus manos, sino un instrumento de la evolución?

Al cuarto día de haber llegado al almacén, la fiebre de Stumpf disminuyó, muy a pesar de Dancy.

—Lo peor ha pasado —anunció—. Dejen que descanse un par de días más y podrán volver al trabajo.

—¿Cuáles son sus planes? —quiso saber Tetelman.

Locke observaba la lluvia desde el porche. Eran cortinas de agua que descendían de unas nubes tan bajas que rozaban las copas de los árboles. Luego, tan de repente como había llegado, el aguacero desapareció, como si alguien hubiera cerrado un grifo. Asomó el sol; la selva lavada volvía a humear, a retoñar, a prosperar.

—No sé lo que haremos — repuso Locke —. Quizá consigamos ayuda y volvamos a nuestras tierras.

—Hay ciertas formas —dijo Tetelman.

Cherrick, que estaba sentado junto a la puerta para beneficiarse de la escasa brisa disponible, tomó el vaso que su mano apenas había abandonado en los últimos días y volvió a llenarlo.

—No más armas —dijo.

No había tocado el rifle desde el día en que llegaran al almacén; en realidad, sólo tenía contacto con la botella y la cama. Su piel parecía estar perpetuamente erizada.

—No hace falta utilizar armas —murmuró Tetelman.

La frase quedó en el aire como una promesa no cumplida.

—¿Deshacernos de ellos sin armas? —inquirió Locke—. Si quiere decir que hemos de esperar a que mueran de muerte natural, no soy tan paciente.

—No —replicó Tetelman—, podemos ser más rápidos.

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