El vuelo fue ruidoso, incómodo y aburrido; los dos hombres no intercambiaron palabra durante todo el trayecto. Stumpf mantenía los ojos fijos en las zonas de selva que iban sobrevolando y que aún seguían en pie, aunque el paisaje varió muy poco de una hora a la siguiente. Un panorama verde oscuro, roto de vez en cuando por la relumbre del agua, o una columna de humo azul que se elevaba aquí y allá, donde despejaban el terreno; y poco más.
En Santarém se separaron con un solo apretón de manos, que dejó dolorido cada nervio de la mano de Stumpf y que le produjo un corte en la carne tierna entre el pulgar y el índice.
Santarém no era Río, reflexionó Locke mientras se dirigía a un bar del sur de la ciudad, dirigido por un veterano de Vietnam al que le gustaban los espectáculos
ad hoc
con animales. Uno de los pocos placeres seguros de Locke, de los que nunca se cansaba, consistía en observar a una nativa, de rostro muerto como una torta fría de mandioca, entregarse a un perro o un burro a cambio de unos cuantos dólares mugrientos. En su mayoría, las mujeres de Santarém eran tan insípidas como la cerveza, pero Locke no tenía buen ojo para apreciar la belleza del sexo opuesto: lo único que le importaba era que sus cuerpos funcionaran razonablemente y no estuvieran enfermos. Encontró el bar y se dispuso a pasar la noche intercambiando indecencias con el americano. Cuando se cansó —poco después de medianoche—, compró una botella de whisky y salió a buscar una cara contra la que apagar su calentura.
La mujer estrábica estaba a punto de acceder a determinado pecadillo de Locke, al que se había negado resueltamente hasta que la embriaguez la persuadió y abandonó la escasa esperanza de dignidad que poseía, cuando llamaron a la puerta.
— ¡Joder! —protestó Locke.
—Sí —dijo la mujer—. Joder. Joder.
Al parecer, era la única palabra que sabía en inglés. Locke no le prestó atención y, borracho, se arrastró hasta el borde del manchado colchón. Volvieron a llamar a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó.
—¿
Senhor
Locke? —dijo la voz desde el pasillo; al parecer se trataba de un niño.
—¿Sí? —dijo Locke. Había perdido los pantalones entre la maraña de sábanas—. Sí, ¿qué quieres?
—
Mensagem
—repuso el niño—.
Urgente. Urgente.
—¿Para mí?
Había encontrado los pantalones y empezó a ponérselos. La mujer, nada descontenta de la separación, lo observaba desde el cabezal de la cama, jugueteando con una botella vacía. Locke se abrochó al mismo tiempo que iba desde la cama hasta la puerta: una distancia de tres pasos. Abrió. A juzgar por la negrura de sus ojos y el lustre peculiar de la piel, el niño que estaba en el oscuro pasillo parecía de ascendencia india. Llevaba una camiseta con la marca Coca—Cola.
—
Mensagem, senhor
Locke… —insistió el niño—,
do hospital.
El niño miró a la mujer que yacía en la cama. Sonrió de oreja a oreja al observar sus cabriolas.
—¿Del hospital? —inquirió Locke.
—
Sim. Hospital «Sacrado Coraçao de María».
No podía ser otro que Stumpf, pensó Locke. ¿A quién más conocía en este rincón del infierno, que acudiera a él? A nadie. Desde su altura miró al lascivo niño.
—
Vem contigo
—le dijo el niño—,
vem contigo. Urgente.
—No —dijo Locke—. No voy. Ahora no. ¿Me entiendes? Más tarde. Más tarde.
—
Tá morrendo
—le informó el niño encogiéndose de hombros. —¿Se muere? —preguntó Locke.
—
Sim. Tá morrendo.
—Que se muera. ¿Me entiendes? Vuelve y dile que no iré hasta que esté listo.
—
E meu dinheiro?
—inquirió el niño, volviendo a encogerse de hombros, cuando notó que Locke iba a cerrar la puerta.
—Vete al infierno —repuso Locke, y le cerró la puerta en la cara.
Dos horas más tarde, después de un desmañado acto sexual exento de pasión, cuando Locke abrió la puerta, descubrió que, para vengarse. el niño había defecado en el umbral.
El hospital
«Sacrado Coraçao de María»
no era un lugar para caer enfermo; mientras recorría los sucios pasillos, Locke pensó que era mejor morirse en la propia cama, en compañía del propio sudor, que ir a parar allí. El olor del desinfectante no lograba tapar del todo el hedor del dolor humano. Las paredes estaban impregnadas de él; formaba una capa grasienta sobre las lámparas, daba brillo a los suelos sin lavar. ¿Qué le habría ocurrido a Stumpf para ir a parar allí? ¿Una pelea de taberna, una discusión con algún chulo por el precio de una mujer? El alemán era lo bastante idiota como para meterse hasta el cuello por algo tan insignificante.
—¿
Senhor
Stumpf? —inquirió a la mujer de blanco con la que se encontró en el pasillo—. Busco al senhor Stumpf.
La mujer negó con la cabeza y señaló en dirección al hombre de aspecto atormentado que se encontraba al fondo del pasillo, y que se había detenido un momento para encender un pequeño cigarro. Le soltó el brazo a la enfermera y abordó al hombre. Estaba envuelto por una apestosa nube de humo.
—Busco al
senhor
Stumpf —le dijo.
El hombre lo observó, interrogante.
—¿Es usted Locke? —preguntó.
—Sí.
—Ah —dijo y le dio una chupada al cigarro. La causticidad del humo expelido era capaz de provocar la recaída del paciente más duro—. Soy el doctor Edson Costa —le informó el hombre, tendiéndole la mano húmeda y fría—. Su amigo ha estado esperándole toda la noche.
—¿Qué le pasa?
—Se ha lastimado el ojo —respondió Edson Costa, abiertamente indiferente al estado de Stumpf—. Y tiene unas erosiones menores en las manos y la cara. Pero no quiere que nadie se le acerque. Él mismo se ha medicado.
—¿Porqué? —preguntó Locke.
El doctor se mostró perplejo. Y repuso:
—Paga para que lo pongamos en una habitación limpia. Paga mucho. De modo que lo meto en una. ¿Quiere verlo? Quizá pueda llevárselo.
—Quizá —dijo Locke, sin entusiasmo.
—La cabeza… —dijo el doctor—. Tiene delirios.
Sin más explicaciones, el hombre salió a considerable velocidad, dejando tras de sí un reguero de humo de tabaco. Después de dar varias vueltas, salió del edificio principal, atravesó un pequeño patio interior y llegó a una habitación con una mampara de cristal en la puerta.
—Aquí está su amigo —le dijo el doctor, y tirando la colilla, agregó—: Dígale que si no me paga más, mañana tendrá que irse.
Locke espió a través de la mampara de cristal. La habitación de color blanco mugriento estaba vacía, excepto por la cama y una mesita, y estaba iluminada por la misma luz mortecina que maldecía cada centímetro de aquel miserable establecimiento. Stumpf no estaba en la cama, sino en cuclillas, en un rincón del cuarto. Tenía el ojo izquierdo cubierto por una venda abultada, sostenida en su sitio por otra, enrollada alrededor de la cabeza.
Locke lo observó durante un buen rato antes de que Stumpf se percatara de que lo estaban mirando. Levantó la cabeza lentamente. El ojo sano, para compensar la pérdida de su compañero, parecía haberse hinchado al doble de su tamaño natural. Reflejaba terror suficiente como para él y su hermano gemelo; en realidad, reflejaba terror como para una docena de ojos.
Cautelosamente, como un hombre cuyos huesos fueran tan frágiles que temiera que un soplo imprudente fuera a destrozarlos, Stumpf se incorporó apoyándose en la pared y se dirigió a la puerta. No la abrió, sino que se dirigió a Locke a través del cristal.
—¿Por qué no viniste? —inquirió.
—Estoy aquí.
—Pero antes —dijo Stumpf. Tenía la cara despellejada, como si le hubieran dado una paliza—. Antes.
—Tenía cosas que hacer —replicó Locke—. ¿Qué te ha pasado?
—Es verdad, Locke —dijo el alemán—, todo es verdad.
—¿De qué estás hablando?
—Tetelman me lo dijo. Los desvarios de Cherrick. Eso de que somos exiliados. Es verdad. Quieren echarnos.
—Ahora no estamos en la selva —le dijo Locke—. Aquí no tienes nada de qué temer.
—Claro que sí —dijo Stumpf; el ojo estaba más abierto que nunca— ¡Claro que sí! Lo vi…
—¿A quién?
—Al anciano de la aldea. Estuvo aquí. —Es ridículo.
—Estuvo aquí, maldita sea —insistió Stumpf—. Ahí donde estás tú ahora. Me miraba a través del cristal.
—Has estado bebiendo demasiado.
— Le ocurrió a Cherrick y ahora me ocurre a mí. Hacen que sea imposible vivir…
—Yo no tengo ningún problema —dijo Locke soltando una risotada.
—No dejarán que escapes —le dijo Stumpf—. Ninguno de nosotros escapará. Hasta que les demos una compensación.
—Tienes que abandonar la habitación —le informó Locke. no dispuesto a soportar más tonterías—. Me han dicho que tienes que irte de aquí mañana.
—No —repuso Stumpf—. No puedo irme. No puedo. —No tienes nada que temer.
— El polvo —dijo el alemán—. El polvo que hay en el aire. Me cortará. Me entró una mota en el ojo, sólo una mota, y en seguida me empezó a sangrar como si no fuera a parar nunca. Apenas puedo acostarme, porque es como si las sábanas estuvieran llenas de clavos. Las plantas de los pies me duelen como si fueran a partírseme. Tienes que ayudarme.
—¿Cómo? —inquirió Locke.
— Págales la habitación. Págales para que pueda quedarme hasta que consigas un especialista de Sao Luis. Luego vuelve a la aldea. Locke. Vuelve y díselo. Diles que no quiero las tierras. Diles que ya no me pertenecen.
—Volveré, pero cuando sea hora.
—Tienes que ir de prisa —suplicó Stumpf—. Diles que me dejen en paz.
De repente, la expresión de la cara parcialmente cubierta cambió. Stumpf miró más allá de Locke. al espectáculo que había en el fondo del corredor. De su boca, laxa por el terror, salieron palabras apenas audibles:
—Por favor.
Perplejo ante la expresión de aquel hombre. Locke se volvió. El corredor estaba desierto, a excepción de unas gruesas polillas que hostigaban la bombilla.
—No hay nada allí —le dijo, regresando a la puerta del cuarto de Stumpf.
En el cristal reforzado con alambre de la ventana estaban las huellas claras de dos palmas ensangrentadas.
—Está aquí —dijo el alemán, mirando fijamente el milagro del cristal sangrante.
Locke no tuvo que preguntar a quién se refería. Levantó la mano para tocar las marcas. Las huellas de las manos, aún húmedas, estaban de su lado del cristal, no del de Stumpf.
—Dios mío —murmuró.
¿Cómo pudo nadie haberse deslizado entre él y la puerta, dejar sus huellas y volver a escaparse otra vez en el breve instante que había tardado en darse la vuelta? Desafiaba todo razonamiento. Volvió a mirar corredor abajo. Seguía desierto. Sólo la bombilla, que se columpiaba levemente, como embestida por una brisa pasajera, y las alas de las polillas, susurrantes.
—¿Qué está pasando? —inquirió Locke en un susurro.
Embelesado por las huellas de las manos. Stumpf apoyó ligeramente la punta de los dedos en el vidrio. Al tocarlo, de sus dedos manó la sangre, y unos hilillos bajaron por el cristal. No apartó los dedos, sino que se limitó a mirar fijamente a Locke con la desesperación reflejada en el ojo.
—¿Lo ves? —preguntó con voz muy queda.
—¿A qué estás jugando? —inquirió Locke, también con voz muy queda—. Tiene que ser un truco.
—No.
—No tienes la enfermedad de Cherrick. No es posible. No los tocaste. Así lo acordamos, maldita sea —dijo ardientemente—. Cherrick los tocó, nosotros no.
Stumpf observó a Locke con algo parecido a la pena reflejada en el rostro.
—Nos equivocamos —dijo suavemente. Los dedos, que había apartado del cristal, seguían sangrando, y la sangre le bajaba por el anverso de las manos y los brazos—. Locke, esto no es algo que puedas derrotar o someter. Se nos escapa de las manos. —Levantó los dedos ensangrentados y su propio juego de palabras le hizo sonreír—. ¿Lo ves?
La calma repentina y fatalista del alemán asustó a Locke. Tendió la mano, aferró el picaporte y lo meneó. La habitación estaba cerrada con llave. La llave estaba en el lado de adentro, en el sitio en que Stumpf había pagado para que estuviera.
—No entres —le dijo Stumpf—. No te acerques a mí.
Su sonrisa se había desvanecido. Locke apoyó el hombro contra la Puerta.
—He dicho que no te acerques a mí —gritó Stumpf con voz chillona.
Se alejó de la puerta en el momento en que Locke se abalanzaba contra ella. Al ver que no tardaría en ceder, dio el grito de alarma. Locke no le prestó la menor atención, sino que continuó abalanzándose contra la puerta. Se produjo el sonido de la madera al astillarse.
En alguna parte, allí cerca, Locke oyó la voz de una mujer que había acudido en respuesta a los gritos de Stumpf. Daba igual; agarraría al alemán antes de que llegara algún tipo de ayuda, y entonces, por Dios que le borraría de la cara a aquel bastardo hasta el último vestigio de sonrisa. Volvió a lanzarse contra la puerta con renovado fervor, una y otra vez. La puerta cedió.
En el interior del antiséptico capullo de su habitación, Stumpf sintió la primera punzada de aire sucio del mundo exterior. No fue más que una ligera brisa que invadió su santuario provisional, pero llevaba consigo toda la basura del mundo. Hollín y semillas, escamas de piel desprendidas de miles de cueros cabelludos, pelusas, arena y pelos, el polvillo brillante del ala de una polilla. Motas tan diminutas que el ojo humano sólo alcanzaba a vislumbrar en un haz de blancos rayos de sol; todas ellas, motas diminutas y remolineantes, inocuas para la mayoría de los organismo vivos. Pero para Stumpf aquella nube fue letal; en segundos, su cuerpo se convirtió en un campo de heridas diminutas y sangrantes.
Chilló y corrió hacia la puerta para volver a cerrarla de un golpe; fue como si se hubiera lanzado a una lluvia de pequeñas cuchillas que, una por una, fueron lacerándolo. Empujando contra la puerta para impedir que Locke entrase, las manos heridas se rompieron. Ya era demasiado tarde para impedirle el paso. El hombre había abierto la puerta de par en par, y había entrado; con cada uno de sus movimientos levantaba oleadas de aire que cortaban a Stumpf. Locke aferró al alemán por la muñeca. Al hacerlo, la piel del alemán se abrió como tocado por un cuchillo.
Detrás de él, una mujer lanzó un grito horrorizado. Locke se dio cuenta de que Stumpf ya no estaba en condiciones de retractarse por haberse reído, y lo soltó. Adornado con cortes en todas las partes del cuerpo expuestas al aire y con otras heridas que fueron formandosele. Stumpf retrocedió, enceguecido, y cayó junto a la cama. El aire destructor seguía despedazándolo cuando cayó; cada uno de sus agonizantes estertores despertaban nuevos torrentes que lo hicieron pedazos.