Suckling paseó la vista por el mar de libros y manuscritos que amenazaban con tragarse su escritorio y le preguntó:
—¿Cómo se le ocurre venir aquí? ¿Se ha vuelto loco? —Dígales que soy amigo, de la familia —sugirió Ballard. —No puedo creer que sea usted tan estúpido.
—Dígame cómo llegar hasta Cripps y me iré.
Suckling no le prestó atención y prosiguió con su andanada: —He tardado dos años en crearme esta tapadera. Ballard se echó a reír.
—¡Informaré de esto, maldita sea!
—Debería hacerlo —repuso Ballard, levantando la voz—. Mientras tanto, ¿dónde está Cripps?
Aparentemente convencido de que estaba ante un loco, Suckling controló su ataque de ira y le dijo:
—Está bien, haré que alguien vaya a visitarlo y lo conduzca hasta él.
—No me parece bien —repuso Ballard.
En dos zancadas se acercó a Suckling y lo sujetó por la solapa. En diez años había pasado a lo sumo unas tres horas en compañía de Suckling, pero en su presencia no había habido un solo instante en el que no hubiera sentido unas ganas tremendas de hacer lo que se disponía a hacer en ese momento. Le apartó las manos de golpe y lo empujó contra la pared tapizada de libros. Una pila de libros cayó al tocarla Suckling con el pie.
—Se lo repito, quiero ver al viejo.
—Quíteme sus sucias manos de encima —le ordenó Suckling, con redoblada furia porque lo habían tocado.
—Insisto, quiero ver a Cripps.
—Haré que le llamen la atención por esto. ¡Haré que lo echen!
Ballard se inclinó hacia la cara enrojecida y sonrió.
—De todas maneras yo estoy fuera. Han muerto varios, ¿lo recuerda? Londres necesita un chivo expiatorio, y creo que seré yo. —Suckling se quedó de una pieza—. De modo que no tengo nada que perder, ¿verdad? —No hubo respuesta. Ballard se acercó más a Suckling y lo aferró con mayor fuerza—. ¿Verdad?
—Cripps ha muerto —le informó Suckling, perdiendo el valor.
—Lo mismo dijo de Odell —repuso Ballard sin soltarlo. Al oír aquel nombre, los ojos de Suckling se abrieron desmesuradamente — . Y lo vi anoche, en la ciudad.
—¿Vio a Odell?
—Claro que sí.
Al mencionar al hombre muerto, Ballard recordó la escena del callejón. El olor del cuerpo, los sollozos del muchacho. Existían otras creencias, pensó Ballard, más allá de la que una vez había compartido con la criatura que tenía debajo de él. Creencias cuyas devociones se construían con sangre y sudor, cuyos dogmas eran sueños. ¿Acaso no era la oración perfecta para bautizarse en esa nueva creencia con la sangre del enemigo?
En algún rincón de su mente logró oír los helicópteros, pero no los dejó levantar vuelo. Se sentía fuerte; las manos, la cabeza, tenían fuerza. Cuando acercó las uñas hacia los ojos de Suckling, la sangre manó fácilmente. Debajo de la carne tuvo una visión momentánea de la cara, de los rasgos de Suckling desnudos hasta la esencia misma.
—¿Señor?
Ballard miró por encima del hombro. La recepcionista estaba de pie. en el umbral de la puerta.
—Lo siento —se disculpó la muchacha, dispuesta a retirarse.
A juzgar por el sonrojo de la chica, era como si hubiese interrumpido una cita de amantes.
—Quédese —le ordenó Suckling—. El señor Ballard… ya se iba.
Ballard soltó a su presa. Surgirían otras oportunidades de cobrarse la vida de Suckling.
—Ya volveremos a vernos —le dijo.
Suckling sacó un pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta y se lo apretó contra la cara.
—Cuente con ello —repuso.
Ahora irían por él, no le cabía ninguna duda. Era un elemento molesto, y lucharían por acallarlo lo antes posible. La idea no le disgustaba. Lo que habían intentado hacerle olvidar con el lavado de cerebro era más ambicioso de lo que había previsto; aunque le habían enseñado a enterrarlo muy hondo, estaba cavando para surgir a la superficie. Todavía no lograba verlo, pero sabía que estaba cerca. En más de una ocasión, cuando iba camino de regreso a sus habitaciones, imaginó que. detrás de él, alguien lo observaba. Quizá lo seguían todavía, pero su instinto le indicaba lo contrario. La presencia que sentía cerca —tan cerca que a veces se encontraba justo a sus espaldas— era quizá otra parte de él. Se sintió protegido por aquella presencia, como si fuera un dios menor.
En cierto modo había esperado encontrarse con un comité de recepción en sus habitaciones, pero no había nadie. Estaba claro que Suckling había tenido que demorar su llamada de alarma, o bien que la jerarquía superior continuaba discutiendo las tácticas. Se metió en los bolsillos las escasas pertenencias que deseaba ocultar de los ojos calculadores del enemigo y abandonó otra vez el edificio sin que nadie hiciera nada por detenerlo.
Era una gran sensación estar vivo, a pesar del frío, que hacía que las calles mortecinas fueran más mortecinas aún. Sin motivo aparente, decidió ir al zoológico; aunque durante veinte años había visitado la ciudad en muchas ocasiones jamás había visto el zoológico. Mientras caminaba, se le ocurrió que nunca había sido tan libre como en ese momento en que se había despojado del poder como de una chaqueta vieja. Con razón le tenían miedo. Tenían motivos.
La Kantstrasse estaba atestada, pero se abrió paso entre los transeúntes con facilidad, como si presintieran una extraña certeza en él que los obligaba a apartarse. Al acercarse a la entrada del zoo, sin embargo, alguien tropezó con él. Se volvió para recriminar al muchacho, pero sólo alcanzó a verle la nuca cuando se confundía con la multitud que iba hacia Herdenbergstrasse. Sospechó que habían intentado robarle, y se registró los bolsillos. Encontró un trozo de papel en uno de ellos. No fue tan tonto como para examinarlo en el acto, sino que echó un vistazo a su alrededor para comprobar si reconocía al correo. El hombre ya había desaparecido.
Demoró la visita al zoo y se dirigió al Tiergarten; allí —en la espesura del gran parque— buscó un lugar donde leer el mensaje. Era de Mironenko, y le pedía una cita para hablar de un asunto de considerable urgencia; le indicaba una casa en Marienfelde como lugar de encuentro. Ballard memorizó los detalles y destruyó la nota.
Era perfectamente posible que la nota fuera una trampa, tendida por los de su bando o por los del opuesto. Quizá era una forma de poner a prueba su lealtad, o de manipularlo para hacerlo caer en una situación en la que pudieran despacharlo fácilmente. Sin embargo, a pesar de sus dudas, no le quedaba más remedio que acudir, en la esperanza de que quien lo citaba fuera en realidad Mironenko. Fueran cuales fuesen los peligros de aquel encuentro, no le resultaban del todo nuevos. En realidad, y teniendo en cuenta las dudas que había abrigado durante tanto tiempo acerca de la eficacia de la visita, ¿no habían sido todas las citas concertadas por él unas citas a ciegas?
Hacia el anochecer, el aire húmedo se espesó hasta formar una niebla; cuando bajó del autobús en Hildburghauserstrasse ya se había apoderado de la ciudad, otorgándole al frío nuevos poderes para producir incomodidades.
Ballard avanzó rápidamente por las calles silenciosas. Apenas conocía el barrio, pero su proximidad al Muro le había arrancado el escaso encanto que alguna vez pudo haber tenido. Muchas de las casas estaban deshabitadas, y las pocas que no lo estaban se encontraban cerradas a cal y canto para impedir el paso de la noche, el frío y las luces que brillaban desde las torres de vigilancia. Sólo con la ayuda del mapa logró encontrar la callecita que indicaba la nota de Mironenko.
En la casa no había luces. Ballard llamó con fuerza, pero en el vestíbulo no oyó la respuesta de unos pasos. Había pensado ya en varias posibilidades, pero el que en la casa no le contestaran no había sido una de ellas. Volvió a llamar una y otra vez. Sólo entonces oyó ruidos en el interior; finalmente, le abrieron la puerta. El pasillo estaba pintado de gris y marrón, e iluminado por una bombilla desnuda. El hombre cuya silueta quedó recortada contra el monótono interior no era Mironenko.
—¿Sí? ¿Qué quiere? —le preguntó.
Hablaba alemán con un claro acento moscovita.
—Busco a un amigo mío —respondió Ballard.
El hombre, que era casi tan ancho como el umbral de la puerta, negó con la cabeza.
—Aquí no hay nadie. Sólo estoy yo.
— Me dijeron…
—Se habrá equivocado de casa.
En cuanto el portero hubo hecho el comentario, desde el fondo del triste pasillo le llegaron unos ruidos. Alguien derribaba unos muebles y empezaba a gritar.
El ruso miró por encima del hombro y se disponía a cerrarle la puerta en la cara a Ballard, pero éste puso el pie entre la puerta y el marco y se lo impidió. Aprovechando la distracción del hombre, Ballard apoyó el hombro contra la puerta y empujó. Se encontró en el pasillo —en realidad ya lo había recorrido hasta la mitad— antes de que el ruso fuera en su persecución. Los ruidos habían aumentado, ahogados ahora por los chillidos de un hombre. Ballard siguió aquellos sonidos hasta dejar atrás los dominios de la solitaria bombilla y adentrarse en la oscuridad del fondo de la casa. En aquel punto habría muy bien podido perderse, pero justo en ese instante una puerta se abrió violentamente delante de él.
La habitación tenía el suelo de madera roja; brillaba como si lo acabaran de pintar. Y apareció el decorador en persona. Le habían abierto el torso desde el cuello hasta el ombligo. Se apretaba con las manos el canal abierto, pero poco pudo hacer para detener el torrente; la sangre le brotaba a chorros, y junto con ella saltaron las vísceras. La mirada del hombre encontró la de Ballard; sus ojos estaban llenos de muerte a rebosar, pero su cuerpo aún no había recibido la instrucción de echarse y morir; avanzó a tientas, en un deplorable intento de huir de la escena de la ejecución.
Ballard se quedó petrificado ante el espectáculo que contemplaba, y el ruso logró darle alcance; lo sujetó y lo arrastró de vuelta al pasillo. gritándole a la cara. Ballard no entendió palabra de la asustada perorata en ruso, pero no hizo falta que le tradujeran lo que le decían aquellas manos que se cerraron alrededor de su garganta. El ruso no era tan hábil como él, y aunque en las manos tenía la fuerza de un experto estrangulador, Ballard no hubo de hacer ningún esfuerzo para sentirse superior a su contrincante. Apartó las manos que le apretaban el cuello y lo golpeó en la cara. Fue un golpe fortuito. El ruso cayó contra la escalera y dejó de gritar.
Ballard se volvió a mirar la habitación roja. El muerto había desaparecido, aunque en el umbral de la puerta quedaban trozos de su carne.
Desde el interior le llegó una carcajada.
Ballard se volvió hacia el ruso y preguntó:
—En nombre de Dios, ¿qué es lo que ocurre?
El otro se limitó a mirar fijamente hacia la puerta abierta.
Al hablar Ballard, las risas cesaron. Una sombra se movió sobre la pared manchada de sangre del interior, y una voz dijo:
—¿Ballard?
La voz era ronca, como si el hablante hubiera gritado un día y una noche enteros, pero era la voz de Mironenko.
—No se quede ahí fuera, hace frío —le dijo—; entre. Y traiga a Solomonov.
El ruso hizo un esfuerzo por llegar hasta la puerta principal, pero Ballard logró asirlo antes de que hubiera logrado dar un par de pasos.
—No hay nada que temer, camarada —le dijo Mironenko—, el perro se ha marchado.
A pesar de la frase tranquilizadora, Solomonov comenzó a sollozar cuando Ballard lo empujó hacia la puerta abierta.
Mironenko tenía razón; adentro hacía más calor. Y no había señales del perro. Sin embargo, había sangre en abundancia. El hombre que Ballard había visto tambalearse en el umbral de la puerta había sido arrastrado de vuelta a aquel matadero mientras el inglés luchaba con Solomonov. El cuerpo había sido tratado con una atrocidad sorprendente. Le habían abierto la cabeza a golpes; y por el suelo estaban desparramadas sus vísceras.
Acuclillado en un oscuro rincón de aquel horrible cuarto se encontraba Mironenko. A juzgar por la hinchazón de la cara y del torso, lo habían golpeado sin piedad, pero en la cara sin afeitar se dibujó una sonrisa para su salvador.
—Sabía que vendría —le dijo. Posó la mirada en Solomonov—. Me siguieron. Supongo que tenían intención de matarme. ¿Era eso lo que pretendíais, camarada?
Solomonov negó con la cabeza, lleno de miedo. Sus ojos pasaron rápidamente de la magullada cara redonda de Mironenko a los trozos de vísceras desperdigados por todas partes, sin encontrar refugio alguno.
—¿Qué los detuvo? —inquirió Ballard.
Mironenko se puso de pie. Incluso aquel lento movimiento hizo estremecerse a Solomonov.
—Díselo al señor Ballard —le ordenó Mironenko—. Dile lo que ocurrió. —Solomonov estaba demasiado aterrado para contestar—. Es de la KGB —le explicó Mironenko—. Los dos son de confianza. Pero se ve que no les tenían tanta confianza como para avisarles. Pobres idiotas. Los enviaron a asesinarme armados de un revólver y una plegaria. —Se echó a reír ante aquel pensamiento—. En estas circunstancias, ninguna de las dos cosas les sirvió de mucho.
—Déjame ir… —murmuró Solomonov — , te lo suplico. No diré nada.
—Dirás lo que ellos quieran que digas, camarada, tal como hacemos todos —repuso Mironenko—. ¿No es así, Ballard? ¿No somos esclavos de nuestra fe?
Ballard observó atentamente la cara de Mironenko; reflejaba una plenitud no del todo atribuible a las magulladuras. Un hormigueo parecía recorrerle la piel.
—Nos han vuelto desmemoriados —dijo Mironenko.
—¿De qué nos olvidamos? —preguntó Ballard. —De nosotros mismos —fue la respuesta.
Al contestar, Mironenko salió de su mugriento rincón y se plantó en la luz.
¿Qué le habían hecho Solomonov y su compañero muerto? La carne de Mironenko era una masa de pequeñas contusiones, y en el cuello y las sienes tenía unos bultos ensangrentados que Ballard habría confundido con moretones, de no haberlos visto palpitar, como si algo anidara debajo de la piel. Sin embargo, Mironenko no dio señales de incomodidad cuando tendió la mano hacia Solomonov. Al tocar al frustrado asesino, éste perdió el control de la vejiga, pero las intenciones de Mironenko no eran asesinas. Con una pavorosa ternura le quitó una lágrima que se deslizaba por la mejilla de Solomonov.
—Vuelve con ellos —aconsejó al tembloroso hombre —. Cuéntales lo que has visto.
Solomonov apenas podía creer lo que oía, o bien sospechó —igual que Ballard— que aquel perdón era una trampa, y que cualquier intento por alejarse de allí provocaría unas consecuencias fatales.